¿Para quien "chorrea" el mercado?




El camino teórico-práctico recorrido por los economistas ortodoxos después del aporte de Ricardo es conocido y sigue dominando el ambiente productivo-comercial. A nadie importa ya la perspectiva aristotélico-tomista sobre la condición antinatural, innecesaria, ilimitada y viciosa de la crematística de cambio o de lo que llegó a ser el capitalismo de mercado. Este, guiado por el supuesto de la tendencia maximizadora del mítico ser humano negociante, se convirtió en un conjunto de técnicas busconas del lucro puro como un fin en sí. 

No obstante, dichos dividendos le son asegurados a una minoría a través de la concesión legal de diversos privilegios. A tal punto es importante ese pequeño grupo, que se le entrega un cuasi monopolio de la iniciativa productivo-comercial. El resto de la población debe esperar paciente y estoicamente a que esa élite, en palabras de Smith (1997), “a pesar de su natural egoísmo y avaricia”, distribuya su riqueza “sin pretenderlo, sin saberlo”. La distribución dejó de ser una cuestión humana de carácter ético y político para convertirse en una cuestión científica realizada de modo automático por la “mano invisible”. Gracias a la autorregulación de la avaricia, la distribución (mínima) se convierte en una especie de externalidad positiva de la actividad productivo-comercial lucrativa egoísta e individualista.

De hecho, la fe en que los grandes agentes económicos distribuyen indirecta e inconscientemente su riqueza por medio del “chorreo”, choca con la realidad de que esos agentes, en tanto consumidores, buscan bienes específicos y servicios costosos o, derechamente, de lujo. Esto implica que la mayor parte de la población no se vea beneficiada por aquella distribución automática. El consumo de los ricos y súper ricos no aporta a crear puestos de trabajo para profesores ni médicos de barrios urbanos o zonas rurales pobres, ni a la construcción de puentes y caminos en zonas aisladas, ni tampoco al desarrollo de medicamentos para enfermedades que afectan preferentemente a las clases bajas, etc. En este punto, Smith (2000) y la teoría ortodoxa que lo siguió con posterioridad, señalan que todo lo que no sea atractivo para la avaricia de los privados debe asumirlo el Estado.

Sin embargo, ya se sabe que la eficiencia a todo evento de la receta única del dogmatismo ortodoxo no necesita considerar los diversos contextos. En contra de la más básica noción de ciencia, se asume que los contextos deben adecuarse a la teoría. Así, al tiempo que se le exige al Estado hacerse cargo de tales tareas no atractivas lucrativamente para los privados, la teoría se opone a políticas redistributivas como lo es un sistema impositivo progresivo (entre otras medidas posibles). Es más, derechamente, se opone al cobro de impuestos, ya que ello desincentivaría la inversión. De tal modo, la pregunta acerca de cómo el Estado podría costear sus diversas tareas queda en el aire en todos los países que asumen las políticas neoliberales. Como señala Howard Richards (2018): “las autoridades con el respaldo de las ciencias económicas imponen austeridad a los pueblos y ofrecen incentivos a los inversionistas”. En este escenario, “los políticos que se atreven a desafiar las leyes de la economía inevitablemente pierden” al estrellar sus medidas redistributivas o proigualdad “con las leyes de hierro de la ciencia económica”. 

La situación, entonces, es un sinsentido que no da opciones y eso se refleja en las cifras de distribución del ingreso, las que están muy lejos de la promesa del “chorreo” automático y, por ende, garantizado. Considérese que el “82% de la riqueza mundial generada durante el año pasado [2017] fue a parar a manos del 1% más rico de la población mundial, mientras el 50% más pobre —3700 millones de personas— no se benefició lo más mínimo de dicho crecimiento”. En solo un año “la riqueza de esa élite ha aumentado en 762000 millones de dólares” y “la riqueza de los milmillonarios ha aumentado un 13% al año”. Mientras, en la última década, “los salarios de las personas trabajadoras aumentaron un promedio anual de solo el 2%”. En cuanto a la concentración a nivel planetario, “el 10% más rico concentra el 71% de la riqueza mundial” (Martínez y Uribe, 2017). En tal sentido, según un informe de Oxfam, la fortuna de los multimillonarios se incrementó a razón de “2500 millones de dólares diarios” y “26 personas poseen la misma riqueza que 3800 millones de personas, la mitad más pobre de la humanidad”. De hecho, la riqueza de esos “3800 millones de personas, se redujo en un 11%” (Lawson et al., 2019).

Para una consideración de la súper riqueza, tómese en cuenta el ranking anual de billonarios en dólares que elabora la revista Forbes. Las cinco personas que encabezaron la lista el 2019 fueron: Jeff Bezos (EE.UU.) con US$ 131.000 millones; Bill Gates (EE.UU.) con US$ 96.500 millones; Warren Buffett (EE.UU.) con US$ 82.500 millones; Bernard Aurnault (Francia) con US$ 76.000 millones; y Carlos Slim (México) con US$ 64.000 millones. Mientras, en la antípoda socioeconómica extrema se ubican “los 815 millones de personas [que] padecen hambre en el mundo” (siendo que se producen alimentos para 12000 millones): “la primera causa del hambre en el mundo es la pobreza”. Es más, la cifra de hambrientos podría elevarse a 1500 millones de tenerse en cuenta “las necesidades calóricas mínimas según cada actividad” (Lickel, 2018).


* Fragmento extraído de Oikonomía. Economía Moderna. Economía. Para acceder a la ficha técnica, reseña, índice e información sobre venta del libro: pincha aquí.

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