Las trampas de la excelencia universitaria




La obsesión mundial con la “calidad” académica, ¿está destruyendo la calidad intelectual, humana y laboral de las universidades?


Sebastian Faber


La educación superior parece estar sucumbiendo bajo el peso de sus propias contradicciones. Cursar un grado o máster es cada vez más caro y, sin embargo, una proporción cada vez mayor del profesorado universitario está trabajando en condiciones precarias. Las universidades educan a sus doctorandos para plazas que apenas existen. Las instituciones están cada vez más empeñadas en –u obligadas a– medir la calidad de la enseñanza y la investigación; pero sus sistemas de evaluación, basados en la cuantificación y la competencia, parecen diseñados para minar esa misma calidad. Los métodos de medición no solo producen ansiedad, insolidaridad y homogeneidad; también crean incentivos perversos que alejan a las universidades de la sociedad civil e incrementan la desigualdad entre instituciones y áreas de conocimiento, con una marcada desventaja para las Humanidades. Los sistemas de evaluación también fomentan la sobreproducción de papers que nadie lee, aunque hinchan los márgenes de beneficio de un puñado de grandes empresas editoriales. E invitan, cómo no, al fraude: hecha la ley, hecha la trampa.

Este deprimente cuadro lo reconocerá cualquiera que trabaja o estudia en una universidad española. Los medios de comunicación no han dejado de reportar los muchos problemas que enfrenta el sistema de educación superior en España, desde los escándalos del plagio y de los diplomas regalados en la Universidad Rey Juan Carlos, hasta la toxicidad de un ambiente laboral precario, regido por la endogamia, por la burocracia y por jerarquías que invitan al ejercicio arbitrario del poder, incluido el acoso sexual, al mismo tiempo que dificultan la entrada de personas cualificadas desde fuera.

Entre los partidarios de reformar la Universidad española ha sido común mirar al extranjero –Europa, Norteamérica– en busca de modelos para emular. Pero la verdad es que el panorama internacional no es mucho menos desolador. En Estados Unidos, donde los recortes de los últimos 15 años de crisis han afectado sobre todo a las Humanidades, el proceso de precarización del trabajo universitario ha sido tal que, a día de hoy, más de tres cuartos del personal docente en las casi 4.000 universidades del país trabajan sin contrato indefinido. (Hace medio siglo, el 76% tenía un contrato fijo.) Al mismo tiempo, se han disparado las tasas, las deudas estudiantiles y los salarios de los gerentes. Situaciones parecidas se dan en Latinoamérica, como denuncia la serie documental chilena “Paradojas del Nihilismo” (2020).

En un país como Holanda –que, a pesar de su buena salud económica, también ha recortado en educación–, el personal universitario lleva tiempo denunciando una presión laboral insostenible. En Inglaterra, las universidades –cada vez más gestionadas como si fueran empresas– han multiplicado sus tasas por diez en unos veinte años, mientras el profesorado está sujeto a indicadores cuantitativos de “calidad” de enseñanza e investigación vinculados directamente a la financiación de sus departamentos. Todo en nombre de la competencia, la eficacia y –claro está– la “excelencia”.


Evaluación de la investigación

¿Qué se está haciendo para romper estos círculos viciosos? Propuestas no faltan. Desde hace una década, por ejemplo, se han formulado duras críticas contra las agencias que miden la calidad investigadora con sistemas uniformes, basados en medidas cuantitativas, como el número de citas o el factor del impacto de las revistas. “Existe una necesidad apremiante de mejorar la forma en que las agencias de financiación, las instituciones académicas y otros grupos evalúan la investigación científica”, decía la “Declaración de San Francisco” en 2012, a la vez que proponía “eliminar el uso de métricas basadas en revistas, tales como el factor de impacto, en consideraciones de financiamiento, nombramiento y promoción”. En 2014, un grupo de académicos de la Universidad Libre de Bruselas se pronunció por la “desexcelencia”, vistos los “efectos concretos de una gestión humana fundada sobre la ‘excelencia’” como la hipercompetencia, la inseguridad, las evaluaciones estandarizadas y repetidas, la precarización y la desmotivación. Un año después, los firmantes de “El manifiesto de Leiden” se expresaron en el mismo sentido, denunciando “un uso incorrecto generalizado de los indicadores en la evaluación del desempeño científico”. “En todo el mundo”, decían, “las universidades se han obsesionado con su posición en los ránkings globales (como el ranking de Shanghai y la lista del Times Higher Education), cuando estas listas están basadas en lo que, a nuestro juicio, son datos inexactos e indicadores arbitrarios”.

Frank Huisman, historiador de la ciencia de la Universidad de Utrecht, en Países Bajos, entiende la tentación que ejercen los sistemas uniformes y cuantificados entre las administraciones: “Al fin y al cabo siempre es más fácil y barato medir la cantidad que la calidad. Pero la verdad es que la fijación en lo cuantitativo ha hecho estragos en todo el mundo académico. Ha motivado una carrera insana por la supervivencia y un despilfarro enorme de dinero, de tiempo y de talento. Una tragedia no solo científica sino social”.

Huisman es uno de los impulsores del grupo “Ciencia en Transición” que, desde 2013, aboga por cambios fundamentales para paliar la erosión de la misión universitaria. “Los métodos de evaluación actuales crean numerosos problemas”, escribían varios intelectuales en un ensayo colectivo. “No hay un solo sistema apto para todos [los campos], por más que les guste a los gerentes”. El enfoque obsesivo en la producción investigadora ha alterado los equilibrios, dando un peso excesivo a la administración y privilegiando las ciencias naturales sobre las sociales y humanísticas. Mientras tanto, se ha perdido de vista la función social de la Universidad, incluida su misión educativa: “El número de publicaciones científicas ha crecido tanto que nadie puede mantenerse al día ni en su propia disciplina… ¿No sería deseable que el tiempo que hoy se dedica a la producción de artículos superfluos fuera empleado en la mejora de la enseñanza?”.

“Al principio las administraciones universitarias no nos quisieron escuchar”, explica Huisman. “Nos calificaban de alborotadores, intentando ignorarnos. Y se entiende: si tu universidad ocupa un buen lugar en el ránking mundial, te va a costar asumir que esa calificación se pueda basar en un castillo de naipes. En las plantillas, en cambio, nuestro diagnóstico encontró resonancia desde el principio y, al final, las administraciones han tenido que hacernos caso. Hemos ido avanzando poco a poco a nivel europeo y nacional. En 2019, por ejemplo, logramos que en Holanda la agencia estatal de financiación científica firmara la Declaración de San Francisco”. Hoy, el grupo de Huisman sigue trabajando para que haya más diferenciación en los métodos de evaluación –porque “no se puede evaluar de la misma forma a una astrónoma que a una historiadora”– y que se deje de privilegiar a la investigación sobre la enseñanza. “Al fin y al cabo, estamos aquí para servir y educar a los estudiantes”, explica.

También hay quien pretende ir más allá. En España, el Col·lectiu InDocentia, creado en la Universitat de València, en 2016, argumenta que la situación de las universidades no mejorará hasta que haya un cambio de cultura mucho más profundo. “No nos interesa una ‘mejor medida’”, dicen Lucía Gómez y Francisco Jódar, miembros del colectivo, “sino cuestionar los efectos de cuantificar ‘logros’ investigadores. Las prácticas evaluadoras y la idea de calidad son dos de los resortes básicos del dispositivo de gubernamentalidad neoliberal adoptada sin complejos por las universidades, en un escenario jerarquizador y competitivo”, afirman. “Leemos las prácticas evaluadoras como ejercicios de autoformación que producen subjetividades competitivas y, por ello, impotentes políticamente, cínicas, a-conflictivas, insensibles, obedientes, empresarias de sí”.

Gómez y Jódar explican que tal y como está concebida y aplicada sobre el personal la constante evaluación uniforme, cuantitativa e individual es altamente nociva para la vida y cultura universitarias. No solo porque promueve una idea utilitaria del conocimiento, sino porque “naturaliza dinámicas coloniales, invita a la autoexplotación, individualiza el éxito y el fracaso y dificulta los procesos colectivos”. El problema, para InDocentia, no es que el sistema no funcione. Es que funcione demasiado bien y se haya hecho hegemónico a nivel global. Para Gómez y Jódar, lo que hace falta es “un cuestionamiento radical de las agencias de evaluación”.


La ANECA y sus críticos

En España, es la ANECA y sus contrapartes a nivel autonómico las agencias encargadas de medir la calidad de la enseñanza y la investigación, pedir rendiciones de cuentas y acreditar a toda persona que aspire a ocupar un puesto académico. Aunque los métodos de ANECA –estandardizados y cuantificados– han motivado muchas críticas, no todos ven únicamente consecuencias negativas. “No hay que olvidar que la Universidad española era muy mala, muy endogámica”, dice José Luis Martí, vicerrector de Innovación y profesor titular de Derecho en la Universitat Pompeu Fabra. “Estoy en contra de los actuales sistemas de evaluación, pero la introducción de factores cuantitativos ha tenido efectos positivos”. Con todos sus defectos, “ha servido para mejorar las peores universidades y ha ayudado a evitar la contratación de los peores profesores”, afirma.

“Algunas de las críticas del sistema actual parecen asumir que lo que había antes era mejor”, concuerda Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor de Ciencia Política en la Carlos III. “Pero era un páramo. Ciñéndome a las Ciencias Sociales, puedo afirmar que, en España, la llegada de las evaluaciones numéricas ha cambiado profundamente lo que era la carrera académica en mi campo. Antes se hacía poca investigación original y se podía llegar a catedrático sin apenas publicaciones, o con puros refritos. Hoy, las generaciones más jóvenes ya han interiorizado que tienen que hacer investigación y publicar. Eso no deja de ser positivo”, sostiene.

Aun así, Martí y Sánchez-Cuenca critican la implacable uniformidad burocrática del sistema actual. En la ANECA, afirma el politólogo, “la evaluación de la producción académica se realiza mediante indicadores ‘objetivos’ sin que los evaluadores lean una sola línea del trabajo evaluado. Eso es una aberración. Los indicadores numéricos son tan sólo indicios, luego hay que leer y juzgar los trabajos de investigación. Además, se ha impuesto una estandarización asfixiante. Todo el mundo tiene que hacer lo mismo, al mismo ritmo, para poder ir progresando en la carrera académica”.

Para algunos líderes universitarios, la rigidez de la ANECA y sus contrapartes autonómicas dificultan que las universidades españolas compitan a nivel mundial. “La obligatoriedad de acreditación externa no existe en casi ningún país de nuestro entorno”, recordó el rector de la Complutense, Carlos Andradas en 2019. “Supone un reconocimiento implícito de la incapacidad de (y la desconfianza en) las universidades para seleccionar cabalmente a su profesorado con calidad”, dijo. Según él, la acreditación, diseñada para paliar la endogamia, discrimina contra académicos con una trayectoria diferente, incluidos casi todos los que han pasado tiempo fuera de España. La existencia de estas barreras burocráticas, sugería, es una de las causas por la que las universidades españolas son “poco competitivas a nivel internacional”. “Hoy perdemos mucho más tiempo que antes en burocracia y papeleo”, afirma Martí. “Son horas que no podemos usar para la investigación, la transferencia o en preparar las clases. La culpa no es solo de la ANECA y otras formas de rendición de cuentas. También tienen que ver los intentos constantes de homogeneizar nuestros programas en todas las universidades. Imponiendo ahora, por ejemplo, los grados de 4 años e impidiendo los de tres, o exigiendo que todos los grados estén constituidos igual. No se ha favorecido la autonomía universitaria y la experimentación, que es fundamental para la innovación y, en definitiva, para la calidad”.


La situación de las universidades españolas

Lo cierto es que, a escala mundial, las universidades españolas no juegan, precisamente, en primera división. En el ránking de Shanghái, solo la Universitat de Barcelona está entre las 200 mejores del mundo; entre las mejores 500 hay 13 españolas. En el del Times Higher Education Supplement (THE) hay tres entre las 200 primeras.

El auge de ránkings mundiales como el de Shanghái –creado en 2003– ha transformado la manera en la que se administran las universidades, explica Ellen Hazelkorn, profesora emérita en la Universidad Tecnológica de Dublín. Hazelkorn lleva años estudiando la evolución y los efectos, intencionados o no, de las clasificaciones. Para ella, han sido un fenómeno, si no necesariamente positivo, sí inevitable: “Así como nos gusta ver de inmediato cuál es el mejor restaurante en una ciudad, la gente siente la necesidad de algún tipo de calificación que les ayude a elegir dónde estudiar”, cuenta. Y a las propias universidades les interesa compararse entre sí para comprender su lugar relativo en un contexto nacional e internacional, o directamente para fines de autopromoción.

En la medida que la competencia globalizada se libra entre países, también los gobiernos nacionales miran con ansia el lugar que ocupan sus universidades en los ránkings. Son esos mismos gobiernos –o sus ministerios de Educación– los que insisten en medir los resultados de su financiación. “Muchos países quieren mejorar la calidad de su educación superior y expandirla a un mayor porcentaje de sus ciudadanos, pero no quieren gastar demasiado en ello”, dice Bryan Alexander, futurólogo de la Universidad de Georgetown, especializado en temas educativos. “De allí la necesidad que sienten de una mayor y mejor gestión de las universidades. Y para saber qué funciona y qué no, hay que medir las cosas de la mejor forma posible. ¿Es deprimente esa insistencia en los indicadores cuantitativos? Claro que sí. Pero no deja de ser lógica”.

Con todo, Hazelkorn subraya que medir la calidad de las universidades objetivamente –y pedirles que rindan cuentas– tiene un potencial democratizador. Para empezar, los ciudadanos, que con sus impuestos financian un sistema de educación superior, tienen el derecho a saber cuál es el resultado de esa inversión, de la misma forma que los estudiantes, obligados a pagar cada vez más por sus diplomas, lógicamente se han hecho más exigentes. Además, en un mundo sin medidas objetivas que demuestren lo contrario, las instituciones que ya gozan de prestigio –lo merezcan o no– siempre tendrán las de ganar. El peso cada vez mayor de los ránkings –muchas veces basados en criterios relativamente arbitrarios, si no debatibles– ha tenido efectos colaterales nocivos, señala Hazelkorn. Para las administraciones es fácil subir de rango, del modo que sea, y que eso se convierta en un objetivo explícito que justifique el sacrificio de otros posibles bienes. Además, las mismas clasificaciones y los datos en que se basan se han convertido en productos comerciales de por sí: otra forma de mercantilizar una información que debería ser pública. “Para mí, la pregunta central es ¿quién es el propietario de esos datos que las universidades proporcionan sin chistar a las compañías que realizan los ránkings?”, señala Hazelkorn. “No es algo que se suelan plantear las instituciones”.

También José Luis Martí, de la UPF, cree que ránkings como el de Shanghái tienen su función. “Son una tendencia que está ahí, que lleva años construyéndose y que no tiene marcha atrás. Han permitido visibilizar la emergencia de un mercado internacional de universidades. Si uno acepta la premisa de que las universidades ahora están en un esquema de mercado global, es inevitable que tengamos algún tipo de construcción de indicadores para distinguir universidades que son mejores de otras que son peores. Sin ir más lejos, los másters de la UPF los ofrecemos en el mercado internacional. Los potenciales estudiantes de todo el planeta consideran la Pompeu Fabra, igual que consideran otras universidades de otros países. Los rankings ayudan a visibilizar las universidades y a dar criterios de elección a los estudiantes”.

Esto no quita que, en los últimos años, estas listas hayan servido, en la práctica, para afianzar muchas desigualdades en el mundo universitario internacional. Ocurre como en el fútbol: la imagen de una competencia justa entre iguales esconde el hecho de que la clasificación resultante suele ser un reflejo directo de los recursos económicos de los que disponen los participantes. (El presupuesto de Harvard es 24 veces mayor por estudiante que el de la Complutense de Madrid.) Para las Harvard, Oxford o Stanford, las clasificaciones solo sirven para incrementar su caudal de capital cultural. “Los ránkings acaban legitimando esa falta de equidad”, apunta Hazelkorn.

“En Utrecht, la administración suele decir que aspiramos a ser la Harvard de Holanda”, dice Huisman. “Una idea ridícula. ¡Si Harvard tiene más dinero que todas las universidades holandesas juntas! Como pueden comprarse a los mejores investigadores del mundo, es más fácil mantenerse siempre en la cima. Hay una misma desigualdad estructural entre sistemas nacionales de educación superior, o entre el mundo occidental y los países en vías de desarrollo”.

“Si hubiera un ránking internacional donde se midiera la posición en los ránkings generales por financiación por estudiante, las universidades españolas estarían muy arriba”, apunta Martí. “La verdad es que las españolas son muy eficientes. Con muy pocos recursos consiguen tener una situación decente. Gracias, en gran parte, a la precariedad de los profesores”.

Para el gobierno español actual, los ránkings mundiales tienen un peso menor. “Son indicadores que nos permiten tener referencias, pero no orientan de manera sistemática la política pública”, explican en el Ministerio de Universidades, que estos meses está trabajando en una nueva Ley de Universidades. En la estrategia programática que se conoció en febrero, se enumeran una serie de objetivos ambiciosos que incluyen una reducción de las tasas “hasta llegar a la gratuidad”; una “evaluación de la investigación según los estándares internacionales”; y “un sistema universitario diferenciado y competitivo en que cada universidad concentre recursos académicos que respondan a las necesidades económicas, sociales y formativas del territorio” con el fin de “alcanzar un nivel de excelencia internacionalmente homologable”. El objetivo décimo y final: “Una Universidad con financiación adecuada”. Sin duda será el más importante y el más difícil de conseguir. En el contexto europeo, España va muy a la zaga: con una inversión en educación superior de un 0,6% del PIB, España comparte con Portugal el lugar 24 de 27.

José Luis Martí también es escéptico. “La verdad es que el Ministerio de Universidades tiene muy poco margen de actuación”, afirma. “No solo porque, en el gobierno actual, lamentablemente se dividen las competencias de Ciencia y Universidades, sino sobre todo porque todo depende de la inversión económica que se haga. Los niveles de precarización actuales son muy, muy graves. Hay un porcentaje muy elevado de profesores de entre 30 y 40 años que todavía no tienen una posición estable. Esto impide que puedan centrarse en hacer crecer un proyecto, justamente en la década en la que deberían ser más productivos. Y, después, hay un porcentaje elevadísimo de profesores asociados, precisamente porque no tenemos los recursos para contratar como profesores permanentes a estos profesores de 30 o 40 años en situación precaria. Además, las plantillas se están envejeciendo. Los profesores más viejos pertenecen a un sistema que es el que yo aprendí cuando empecé mi doctorado en los 90, un sistema en el que la universidad española era muy mala en general y muy poco competitiva internacionalmente”.

Con todo, Martí se confiesa optimista. “Veo mucha posibilidad de cambio positivo. No olvidemos que durante la mayor parte de la historia moderna, la educación universitaria ha sido básicamente un servicio que hemos dado a una élite dentro de la élite mundial. La gran mayoría de personas en el planeta no han tenido acceso a este bien. Hoy, hay un gran potencial para democratizar realmente el acceso al conocimiento, por más que la ANECA y la burocracia nos limiten en ese empeño. Solo hay que mirar un fenómeno como la University of the People, que ofrece contenidos de alta calidad de forma completamente gratis”.



* Publicado en CTXC. Contexto y Acción, 05.06.21. Sebastian Faber es profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College.

¿Y cuánto cuesta la zanja?




En un debate presidencial el candidato ultraderechista planteó una de sus políticas sobre inmigración de su Programa de gobierno: cavar una gran zanja en la frontera norte para impedir el paso de las personas.

Sí, es cierto. Lo dijo en serio.

En un país democrático y teniendo un mínimo de conocimiento de los procesos migratorios ―con todos los problemas y dramas que hay detrás―, el panel de periodistas reaccionaría, por último, irónicamente. Después de todo son profesionales de la información con amplia experiencia en medios.

Sin embargo, no fue así. Una periodista-rostro lo interpeló e imaginamos que creyó que lo puso en jaque. Para ella el punto en verdad relevante ―¿o lo único en cuestión?― era… ¡cuánto costaría la zanja!

En todo caso, en otra ocasión la misma profesional había defendido los altísimos salarios de los congresistas porque impedirían la corrupción. No es cuestión de ética o patriotismo. Sencillamente, como ya tienen dinero suficiente, rechazarán las coimas. Fuera de lo ingenuo del argumento ―fruto de la “lógica interna de la teoría” económica dominante― en el último tiempo se han conocido numerosos casos de corrupción en ese Congreso sobrepagado.

Mencionemos ahora otro episodio en la misma línea dado en esta campaña presidencial: en una entrevista el candidato socialdemócrata olvidó unas cifras. Hecho que causó revuelo y dio pie a numerosas críticas. No es mi intención hacerle campaña, pero no deja de llamar la atención tanto alboroto; incluso o más, entre gente que es crítica del modelo. Pues, uno podría pensar que sería imperdonable no saber qué se busca al financiar una política pública específica. Pero no. No es eso lo importante en nuestro país[1].

Me parece absurdo esperar que un candidato, y sinceramente hablo de cualquier candidato, memorice todas las partidas presupuestarias de su programa de gobierno. Cuando, por lo demás, como candidato tiene y luego como presidente tendrá una gran cantidad de asesores, expertos y técnicos a su disposición.

Más patético aún me parece que la medida de la capacidad de alguien sea manejar cifras. Los tecnócratas expertos en números ya nos han demostrado con creces y por décadas su mediocridad, falta de criterio y de principios. Me imagino que todos conocemos pelmazos con buena memoria y facilidades para sacar cuentas[2].

Con estas anécdotas, nuevamente, quiero destacar que el país ya tiene interiorizada o naturalizada la mirada economicista[3]. Incluso luego de que Chile supuestamente despertara el 19 de octubre de 2019, somos parte de una especie de megacurso de ingeniería comercial. De alumnos penquitas eso sí. De esos que no les importa aprender ni desarrollarse intelectualmente, sino sacar cuanto antes el título para salir a ganar plata.

Somos como una generación que egresó asumiendo, sin tomarle el peso, la peligrosa mediocridad de que solo cuentan los medios y no los fines. Por eso es lógico que el costo de la zanja sea más relevante que la política de migración y ni qué decir de los DDHH. Por eso es manifiesto que las cifras exactas son más importantes que la contribución de ese dinero a una política de gobierno.

¿El país despertó realmente? Curioso o triste terminar pensando tal como querían los Chicago boys. Chile fue colonizado ideológicamente.

A ese virus economicista que ha encubierto violaciones al libre mercado y al propio liberalismo, se ha venido a sumar otra peste. Una que igualmente debería ser una urgente preocupación para la derecha.

Se trata del (filo)fascismo. Para ser sinceros este ya está hace rato presente en la autoritaria cultura chilena, siempre ávida de un líder que traiga “orden” gracias a la “mano dura”. Sin embargo, la candidatura de Kast ha venido a ayudar en el avance de su naturalización.

Porque ―y no digo nada nuevo―, ya no es necesario vestir camisas pardas o negras, ni apalear indeseables[4]… Por lo demás, saben que hoy no es posible gritar al mundo su odio, salvo en la fosa séptica de las RRSS. Estamos ante una ultraderecha edulcorada y con un candidato que hasta puede ser simpaticón en público. Por ahora, al odio se le disfraza de preocupación por el país. Tal como a mediados del siglo XX, es esperable que dejen de fingir cuando tengan más confianza y fuerza.

El problema acá, tal como en el caso de la traición al liberalismo económico de nuestra derecha, es que otra vez queda en evidencia su felonía a las que se supondría deberían ser sus propias convicciones. Se sabe que, por definición, en el mundo real y normal fuera de nuestras fronteras el liberalismo es enemigo, no adversario, del fascismo y del conservadurismo. Y viceversa.

Pero, nuestra derecha se sacó la máscara. Ya un grupo ha emigrado hacia el candidato ultraderechista y el resto sigue expectante para darle su apoyo si pasa a segunda vuelta. Ya que, en su afiebrada imaginación o descarada inmoralidad, afirman luchar contra una imaginaria "izquierda radical" y el proyecto comunista del candidato… ¡socialdemócrata! Nuestra derecha nunca fue liberal ni demócrata[5].

Sí, son patéticos o mentirosos. Mas, ¿quién podría extrañarse? Los conocemos.

Así, nuestra derecha liberal hace la vista gorda con la declarada cercanía del candidato a Trump, Bolsonaro y Vox, la zanja, la desigualdad de derechos, el (encubierto, pero obvio) proyecto de deslaicización de la sociedad en pro del fundamentalismo católico y evangélico, la coordinación sudamericana para perseguir personas por sus ideas, el apoyo a criminales de lesa humanidad y a la dictadura… y, ¡por si ya no fuera demasiado!, lo que no soporta análisis de cualquiera que se diga liberal o demócrata: la potestad presidencial para ordenar la detención de ciudadanos y retenerlos por cinco días en recintos que no sean cárceles.

Para ir terminando: la pregunta por el costo de la zanja no solo da cuenta de un pésimo nivel periodístico, ni de la generalizada naturalización de la perspectiva economicista. También es ejemplo de la colonización ideológica del país por la ultraderecha admiradora de la dictadura, antiliberal y conservadora.

Entiendo que Ud. me crea alarmista. Más, solo le recuerdo que otros locos no empezaron matando gente, sino tomándose unos schopitos en una cervecería de Münich.



NOTAS:

[1] Aunque escapa a esta columna, es bueno tomar en cuenta que Kast denunció que el Partido Comunista buscaría estatizar el Metro... una empresa estatal. Curiosamente, esta ignorancia imperdonable (¿o mentira entre vil y ridícula?) no causó tanta impresión en la prensa como el olvido de Boric.

[2] Ernesto San Martín, director del Laboratorio Interdisciplinario de Estadística Social de la PUC, habla acertadamente de “datismo” para describir esa tendencia a sobrestimar cifras sin considerar los principios con que se concibe un dato, se recoge y se interpreta... porque los datos hablarían por sí solos. De hecho, San Martín estima que “Si los datos te hablan, consulta un psiquiatra”.

[3] Este tópico ya lo hemos tratado antes en “Medios y fines: ojalá el tesorero pudiera ser como un dentista” y en “El regreso de los maestros de la política del Excel”. Es más, me parece triste (y aburrido) tener que insistir en el tema.

[4] En general, el listado de esos indeseables es conocido. No obstante, nunca debe olvidarse el entusiasmo con que los fascistas suman personas y grupos a la nómina.

[5] El apoyo al antiliberalismo se deja ver, asimismo, en la desatada campaña comunicacional a favor de Kast: medios y encuestas lo potencian ante la opinión pública. Los mismos que afirmaban un empate entre el Rechazo y el Apruebo un proceso para escribir una nueva Constitución… y ni se arrugaron ni se disculparon luego del aplastante 20% versus 80% final.


Kast junto a personeros Vox, el partido fascista español.


* Publicado en El Clarín, 07.11.21; y en el sitio de la Federación Nacional de Sindicatos CCU, 08.11.21.

José: triunfo y derrota de la derecha




Esta columna fue escrita y publicada antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Claramente, subestimé la votación del candidato ultraderechista y populista. Pero, el punto central del escrito es otro: ¿nuestra derecha pasa la prueba del liberalismo democrático?


§§§


Lo primero es dejar sentado que el candidato de la ultraderecha sintetiza la base de apoyo de la dictadura cívico-militar: fundamentalismo católico, fascismo y neoliberalismo. No ha de ser fácil ser un tres en uno de tal calaña. Lo segundo es recordar que las dos primeras ideologías son enemigas del liberalismo y, en cuanto a la tercera, habría que establecer una distancia entre ella y el liberalismo democrático.

Asumiendo ese sobrentendido, ahora vamos a lo nuestro.

La prensa dominante, escrita y televisiva, ha (des)informado profusamente acerca de que el candidato ultraderechista ha aumentado mucho en la intención de voto e, incluso, algunas le han dado el liderazgo de la carrera presidencial. El detallito es que se difunden mediciones de las mismas encuestadoras que hace rato vienen haciendo malos pronósticos. Baste recordar la última vergüenza… ¿o sinvergüenzura?: el Rechazo estaba empatado con el Apruebo para el plebiscito de 2020 que consultó sobre si la ciudadanía quería una nueva Constitución y qué tipo de órgano debía escribirla[1].

Así, a nivel mediático, la campaña presidencial empezó a funcionar como si el repunte del candidato de la ultraderecha fuera real. A lo cual se suma otra predicción difundida por los medios: el candidato de la derecha no pasará a segunda vuelta.

En ese escenario la derecha ha dado, para variar, un triste espectáculo. Algunos de sus miembros ya declararon su adhesión al candidato tres en uno y el resto, se puede suponer, espera estoica la derrota de su candidato. Estos últimos, de pasar la ultraderecha a la segunda vuelta, la respaldarán para frenar a la “extrema izquierda”. No, ellos no se refieren a Artés, sino al socialdemócrata Boric[2].

¿Puede extrañar esta conducta en “el sector”? No.

Luego de recuperada la democracia en 1990, la derecha ha dado múltiples pruebas de que está lejos de ser “moderna”. Nunca ha sido un bloque en realidad liberal y democrático.

En cuanto al liberalismo, considérese su sistemática oposición al ejercicio de ciertos derechos individuales, por ejemplo, algo tan básico en un país liberal como el divorcio... y ni hablar del aborto. En lo económico, esgrimiendo un discurso pro libre mercado, lejos de defender el sistema, lo han traicionado o tenido una actitud de omisión culpable: baste recordar la concentración económica y las colusiones. Y ni hablar de su apoyo a que el país se guíe por una moral católica conservadora.

En cuanto a una derecha democrática, su decidida defensa de la dictadura cívico-militar habla por sí sola. Claramente, fuera de ser fans de Pinochet, no debe ser fácil condenar algo de lo que fuiste cómplice… y no pasivo. Además, recuérdese la represión de los movimientos sociales en el primer gobierno de Piñera, actitud criminal que se expresa a niveles nunca vistos en democracia a partir del 18 de octubre de 2019[3].

De hecho, si nos detenemos en Piñera, la derecha no tuvo ningún escrúpulo en levantarlo dos veces como candidato a pesar de su bajísimo nivel cultural, de sus innumerables torpezas públicas, de sus líos legales y éticos, y de actuar cual codicioso estafador. El objetivo de la derecha es el poder, no materializar un proyecto liberal moderno y democrático en Chile[4].

Siendo honestos, para nadie debería ser una novedad la cercanía de “el sector” con la ultra. Que se denominen “centro derecha” o “popular” es sencillamente mercadeo político. Tómense en cuenta dos ejemplos de su verdadero o mayoritario espíritu: (1) Desbordes no tuvo los votos para ganar las primarias presidenciales ni para continuar en la presidencia de RN. (2) Evópoli (una especie de fans club creado por el propio artista) ha demostrado ser una sub-UDI o una UDI-laica[5].

Si bien nunca ha existido una derecha en nuestro país, “el sector” es hoy un heterogéneo abanico que va desde el fascismo a los poquísimos liberales de verdad. En Chile sí se dan milagros: el agua y el aceite se mezclan.

En un listado no exhaustivo se pueden contar viudas de la dictadura y nacionalistas; fundamentalistas católicos y evangélicos; hispanistas; fascistas y neonazis; conservadores sociales nostálgicos de la hacienda y del voto censitario; tecnócratas neoliberales y anarcocapitalistas; pseudoliberales que apoyan un sistema rentista dominado por los grandes agentes económicos; y, finalmente, una masa diversa de individuos que ven en la derecha un signo de alcurnia (al modo de los antiguos “siúticos”) o que intentan hacer pasar por ideología su egoísmo, individualismo y codicia (emprendedores, tiburones, winners).

Aparte del minúsculo grupo de liberales democráticos de verdad, ese proyecto desde 1990 estuvo materializado por la Concertación. Mas, el conglomerado no lo podía aceptar públicamente: perdería los clientes de un negocio ―que también dio pie a negociados― con cartel de “centro izquierda”.

De este modo, el candidato ultraderechista vino a provocar, irónicamente, una agudización de las contradicciones de “el sector”. Obligó a algunos a sacarse el disfraz democrático y liberal… aunque sin arrepentimientos ni mayores costos políticos. Otros eligieron morir con las botas puestas junto a su candidato y al supuesto proyecto de “centro derecha” y “derecha social”.

En tal sentido, hablamos aquí de un triunfo y de una derrota de la derecha. Desde lo expuesto se podría afirmar que el resultado del 21 de noviembre es, en cierto grado por supuesto, hasta secundario.

Cualquier porcentaje de votos sobre el 5% que obtenga el candidato ultraderechista será interpretado de tal modo que se transforme en un triunfo y, sobre todo, en esperanza. Al tiempo que será expuesto como una victoria de la derecha. Sin embargo, el logro más relevante y peligroso es el avance en el posicionamiento de las ideas ultra (fundamentalismo católico, fascismo y neoliberalismo) como normales, coherentes y viables.

La tragedia es que, asimismo, será una doble derrota de la derecha. Por un lado, se dividió lo que por décadas ha costado lágrimas de sangre mantener relativamente unido. Por otro, se constató que en “el sector” es mayoritario un espíritu conservador y autoritario, lo que pone la lápida a un verdadero proyecto liberal y democrático.

El candidato tres en uno, encarna un triunfo que, al mismo tiempo, será una derrota.



NOTAS:

[1] Lo preocupante es que a la élite política y económica esas fallas no le parecen un problema para la democracia o, por último, en nuestro contexto mercantil, un mal servicio. Entonces, no es raro que las compañías de encuestas ni siquiera hayan asumido sus fallas y, algunas de ellas, sigan ejerciendo un rol de agencias de mercadeo político.

[2] El uso del comodín del terror, sacado directamente del viejo baúl de la Guerra Fría (1947-1989), es una constatación del nivel intelectual de la derecha o de que no tienen problemas en mentir como argumento político. Dicho sea de paso, la candidata del PDC también ha recurrido al comodín del terror.

[3] Sobre los movimientos sociales durante la administración Piñera I, el canal La Red realizó una serie de documentales bajo la etiqueta “Chile se moviliza”.

[4] Dentro de la larga lista de fracasos de Piñera, se puede agregar su incompetencia para afianzar un proyecto político de centro derecha que se diferenciara de sectores conservadores y, más aún, de los fascistoides y fundamentalistas religiosos. El autoritarismo criminal de su segundo gobierno solo vino a constatar la muerte de dicha posibilidad.

[5] En este que era el gran proyecto liberal joven que venía a renovar al “sector”, ya se escuchan voces declarando su apoyo a la ultraderecha en una eventual segunda vuelta.



* Publicado en El Clarín, 16.11.21.

La ultraderecha mal disimulada




Las señales que da el liderazgo de José Antonio Kast no resultan suficientes como para que los medios lo sitúen explícitamente en un extremo del espectro político: ni su defensa a un torturador criminal despiadado como Miguel Krassnoff, ni su admiración y justificación de una dictadura feroz, ni su inquina en contra de las organizaciones internacionales, ni su apoyo y cercanía con Jair Bolsonaro.


Óscar Contardo


Hay una distancia entre sostener ideas políticas conservadoras, ofrecer puntos de vista liberales y defender discursos de ultraderecha. Esa distancia, sin embargo, suele ser atenuada en los medios locales, en donde rara vez se menciona la existencia de una extrema derecha, y el prefijo “ultra” tiende a ocultarse bajo la alfombra de las buenas maneras que confiere identificarse con el centro.

Siempre habrá un entrevistador que use la fórmula “izquierda democrática”, evitando dejar en claro cuál sería la no democrática, pero muy rara vez una nota de prensa o una pregunta en un debate de televisión marcará como ultraderechista a un líder que sí lo es.

Por ejemplo, las señales que da el liderazgo del candidato presidencial José Antonio Kast no resultan suficientes como para que los medios locales lo sitúen explícitamente en un extremo del espectro político: ni su defensa a un torturador criminal despiadado como Miguel Krassnoff, condenado y vuelto a condenar por la justicia; ni su admiración y justificación de una dictadura feroz; ni su inquina en contra de las organizaciones internacionales; ni su apoyo y cercanía con Jair Bolsonaro; ni su alianza con fanáticos religiosos que ven el diablo en todo aquel que no es como ellos; ni sus propuestas simples para problemas complejos, como construir una zanja para frenar la inmigración en la frontera norte.

Nada de eso parece ser suficiente como para distinguirlo de la llamada centroderecha de manera nítida y tajante como sí lo hacen los corresponsales europeos que reportan sobre Chile. Cabría preguntarse la razón de que así sea.

El primer paso que ha dado la ultraderecha en sus avances más recientes en el mundo ha sido secuestrar la noción de libertad, tal como lo hizo la dictadura en Chile mientras desaparecía personas. Libertad para ofender a quien les plazca; libertad para perseguir a los más débiles en nombre de una operación de limpieza; la libertad como una llama eterna en una explanada gris o una alegoría acuñada en una moneda. El segundo paso, identificar un enemigo de esa libertad: todos los que piensan y viven de manera distinta a un modo previamente establecido y justificado por un nacionalismo fundido en integrismo religioso.

Lo mismo que un virus en una célula, la ultraderecha captura una demanda real, por ejemplo, la necesidad de una escuela que imparta buena educación, pero en lugar de atender a las razones estructurales del problema a resolver, crea enemigos accesibles a los que responsabiliza de la carencia: los inmigrantes, los indígenas, los sin casa. En su manera de ver las cosas hay infiltrados en todas partes intentando contaminar una suerte de pureza simbólica ancestral que la ultraderecha custodia y sus adherentes encarnan; esos enemigos son, en primer lugar, los políticos profesionales que disienten de sus doctrinas. Acabar con ellos es la mejor manera de embestir contra la democracia, sin decirlo directamente.

Para la ultraderecha existe una larga lista de agentes contaminantes de la pureza que dice resguardar, entre otros se cuentan: las feministas y los estudios de género; el activismo contra la devastación que provoca la emergencia climática; la ciencia y la investigación, por lo tanto, el conocimiento; la libertad artística y el pensamiento crítico; las lesbianas, homosexuales y personas transgénero, y la cooperación internacional como herramienta de progreso.

Para la ultraderecha -en Estados Unidos, España, Brasil o Francia- las organizaciones internacionales no son más que cofradías empeñadas en capturar conciencias a través de foros sobre cambio climático y derechos de los niños y niñas.

En lugar de eso proponen que, para tener un futuro, es necesario recuperar un pasado épico tallado en piedra y degradado por una modernidad viciosa. Un primer paso para lograrlo consiste en amenazar a los sujetos que contribuyen a lo que la ultraderecha considera peligroso, eso se hace, por ejemplo, identificando a todos los académicos universitarios que investiguen o impartan clases sobre un ámbito del conocimiento considerado amenazante. Un ejercicio que no es nuevo en Chile. Durante la dictadura ocurrió en las universidades, hubo purgas en todos los estamentos y personas que se arrogaron el rol de vigilar a los sospechosos de pensar distinto.

Este sí, este no. Sin embargo, suele ocurrir que quienes pretenden arrasar con los sujetos que consideran contaminantes, reclamen sentirse cohibidos por el solo hecho de tener que dar cuenta de sus arbitrariedades, ofrecer argumentos para sus exigencias y fundamentar sus declaraciones maliciosas. La ultraderecha considera que insultar y mentir es lo mismo que opinar y sus líderes suelen posar de víctimas para lograr que su intolerancia sea considerada una forma más de expresión política, como si fuera el huevo de una paloma blanca y no el de una serpiente escurridiza y venenosa que se desliza rumbo al cuello de la democracia.

La ultraderecha sabe cómo disfrazarse y hacer que las más oscuras motivaciones luzcan como un cantar de gesta colectivo. También sabe que para lograr su cometido lo primero que debe hacer es poner en duda la verdad, desfigurarla, torturar el cuerpo de la historia, hacer desaparecer el valor de los hechos y, con ello, todo rastro de humanidad.



* Publicado en La Tercera, 24.10.21

Educación y salud gratis




Renato Cristi

Cuando me refiero a la gratuidad de la educación y la salud no estoy hablando de Cuba socialista, sino de Canadá capitalista. Veamos.

La educación primaria y secundaria en Canadá es prioritariamente pública. Su financiamiento corre principalmente por parte de los Estados provinciales, suplementada con fondos del Estado federal. En algunas provincias, como Ontario, los colegios católicos son públicos y financiados por el Estado. Lo que hacen las familias católicas es indicar en sus declaraciones de impuestos que sus contribuciones debe destinarse a esos colegios separados. Esto significa que la educación primaria y secundaria es fundamentalmente libre y gratuita.

Existen también colegios privados. En Ontario, una provincia de 16 millones de habitantes, hay 65 colegios privados, entre los que hay que incluir algunos pocos colegios de elite como Upper Canada College, Havergal College, Lakefield College (en este último se educaron el Príncipe Andrés de Inglaterra y el Príncipe Felipe de Asturias). La educación privada es prácticamente inexistente en las provincias del oeste. En Alberta, posiblemente la provincia del más acendrado ethos capitalista, una tendencia conservadora populista se ha consolidado históricamente y percibe en la educación privada un obstáculo para la igualdad de oportunidades accesible a los más pobres.

La educación universitaria es también mayoritariamente pública. Pero entre 1979 y 2009, la proporción del aporte fiscal a la universidades ha bajado del 84% al 58%. Paralelamente, el aporte de los aranceles ha incrementado del 12% al 35%. En los últimos 20 años, Statistics Canada reporta que el promedio del arancel anual que deben pagar los estudiantes ha subido de $1,706 a $5,138 dólares canadienses. En la provincia de Newfoundland,el arancel promedio es de $2,415, pero en Ontario esta cifra se eleva a $6,307. En esta última, ello se debe a las políticas neoliberales del gobierno conservador del Premier Harris elegido en 1995. Harris intentó, infructuosamente, privatizar la educación superior y traspasar su costo a las familias. Ello fue una de las causas de la derrota conservadora en 2002. En Chile, como medida comparativa y basado en cifras del CNED, el arancel universitario promedio en 2010 fue $2.481.027, equivalente a $5007.45 dólares canadienses.

Existen también universidades privadas. Suman en total 16 y se encuentran sólo en cuatro provincias. Son pequeñas (Quest University en Britisch Columbia tiene 80 alumnos), y son mayoritariamente confesionales (menonitas, bautistas, luteranas). Las universidades públicas son 47 y gozan de gran prestigio.

La experiencia canadiense demuestra que cuando se permite a los ricos financiar una educación privada para sus hijos, el sistema educativo para el resto de la población empeora. La mayoría de los ricos tiene que enviar a sus hijos a un sistema educativo público, y ello significa que usarán su poder político para asegurar que el financiamiento público se adecue a sus necesidades. Salta a la vista que los programas que se implementan para servir a los pobres se convierten en programas deficientes. Si la educación privada fuera predominante, los más adinerados estarían interesados en que los programas públicos no se financien, pues de esa manera aumentaría la demanda por la educación privada.

Al igual de lo que sucede en el campo de la educación, la salud en Canadá es asunto público. Los servicios que ofrece el sistema de salud son gratis. El paciente no paga directamente al proveedor, ni tramita cuenta alguna, sino que cada doctor cobra el costo de sus servicios al asegurador fiscal. Los doctores son empresarios privados que se entienden directamente con el Estado. Esto significa que los pacientes pueden elegir libremente a sus doctores y que el Estado no tiene acceso a la información personal de los usuarios. Eso es asunto privado entre el doctor y su paciente.

El sistema es universal y cubre por igual a ricos y a pobres. Similar al caso de la educación, una de las objeciones más certeras contra la privatización del sistema de salud es que exigir a los más adinerados el pago por sus servicios, abre la puerta para establecimiento de sistemas privados de salud. Cuando esto sucede el sistema público inevitablemente empeora. La experiencia canadiense demuestra que cuando todos tienen acceso por igual a un sistema público el segmento de mayores recursos tiene un incentivo para asegurar que el financiamiento del sistema público satisfaga sus necesidades. Los programas que se dirigen al servicio de los pobres se convierten en programas deficientes. Si la salud privada predominara, los ricos serían los más interesados en que programas públicos no se financien con el fin de aumentar la demanda por la salud privada.

¿Es éste un sistema de medicina socializada? En ningún caso. Lo que se ha socializado en Canadá es el seguro médico. El Estado paga por servicios que provee el sector privado.

En general, podría parecer injusto que la gratuidad en la educación y la salud se extienda por igual a pobres y ricos, pero ello no es así. La función redistributiva que le compete exclusivamente al Estado exige que represente a ricos y pobres por igual. Esto es lo que permite una adjudicación estatal fundada en la justicia social o distributiva. El mercado carece de función verdaderamente representativa. Para que funcione adecuadamente sus agentes deben ‘representar’ sus propias preferencias y lograr acuerdos contractuales sobre esa base. Desde Aristóteles y Santo Tomás sabemos que una justicia distinta, la justicia conmutativa, regula los contratos, y que por ello el mercado no puede asumir justificadamente una función redistributiva.

Si esto que parece tan obvio no tiene eco en Chile es porque uno de los ejes en torno al cual gira la ideología neoliberal, hegemónica entre nosotros, es el rechazo de la noción de justicia social. Basta recordar que para Hayek la justicia distributiva o social es un ‘vano encantamiento’, una ‘superstición cuasi-religiosa’ y la ‘más grave amenaza a los valores de una civilización libre’.





* Publicado en PiensaChile, 20.10.11. Renato Cristi es académico de la Wilfrid Laurier University, Waterloo, Canadá.

Balfour: 104 años desde el inicio de la tragedia palestina




Sayid Marcos Tenório


El 2 de noviembre marca la fecha de un hecho que está directamente relacionado con la raíz del conflicto en Palestina y el sufrimiento, la desterritorialización y el apartheid que vive su pueblo. En esta fecha, en 1917, el canciller británico, James Balfour, escribió una carta, conocida como Declaración Balfour, al líder de la Federación Sionista de Gran Bretaña, Barón Lionel Walter Rothschild, y desencadenó los hechos que llevaron a la Nakba, con la fundación del "Estado [Judío] de Israel" en 1948.

Balfour, un cristiano protestante que no tenía relevancia para la historia sionista, de repente llegó a ser considerado como el mayor benefactor de los judíos en la era moderna. Su carta transmitía la intención del gobierno británico de facilitar la creación de un Hogar Nacional Judío en Palestina, al afirmar que: “El gobierno de Su Majestad ve favorablemente el establecimiento, en Palestina, de un Hogar Nacional para Judíos, y utilizará todos sus esfuerzos para facilitar el logro de ese objetivo”.

Esta promesa se hizo realidad después del Acuerdo de Paz firmado entre los Aliados y el Imperio Otomano [a fines de la Primera Guerra Mundial] e, irónicamente, ganó un aire de jurisprudencia. Esto constituyó la base que los sionistas necesitaban para dar vigor y sentido práctico a la idea de un Estado judío e imponer su presencia en tierras palestinas. La carta anula, tanto en la teoría como en la práctica, el acuerdo de 16 de mayo de 1916 entre el representante del Ministerio de Relaciones Exteriores británico, Sir Mark Sykes, y el representante del Ministerio de Relaciones Exteriores francés, François Georges-Picot.

El Acuerdo Sykes-Picot, como se conoció, decidió la división del botín territorial del Imperio Otomano, un acuerdo cuya existencia fue ignorada y solo se hizo pública después de que el líder de la Revolución Bolchevique, Vladimir Ilych Ulianov-Lenin, liberara una copia del documento descubierto por una acción de los bolcheviques, en 1918, en los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores zarista.[1]

La Declaración Balfour, con poco más de 100 palabras, ya no es solo una declaración del secretario británico para tomar el lugar de un documento considerado internacionalmente, pasando a formar parte de un sistema de normas y mandatos sancionados por la Sociedad de Naciones, en 1919, y si constituye la base de los reclamos sionistas de tierras palestinas. El documento señalaba que Gran Bretaña, la principal potencia imperial de la época, había puesto al sionismo bajo su protección al ofrecer a los judíos un territorio que no les pertenecía.

Es digno de mención que, en el momento de la firma de la carta por Balfour, ni él, como Ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, y mucho menos Su Majestad el Rey Jorge V, tenía ningún derecho soberano sobre Palestina para prometer u ofrecer territorio árabe a los sionistas del Reino Unido en ninguna de las cuatro esquinas del planeta. La política antiinmigración y la legislación británica respecto a los extranjeros y judíos, en particular, terminaron creando las condiciones históricas para que este grupo étnico-religioso se dirigiera a Palestina, contribuyendo así al desarrollo del proyecto colonial sionista que culminó en la creación del "Estado [Judío] de Israel".

Según el escritor palestino Edward Said, se trataba de una carta unilateral de una potencia europea sobre el destino de un territorio no europeo, que no le pertenecía, ofrecida a un grupo extranjero con total desprecio tanto por la presencia como por los deseos del mayoría árabe indígena que residía en él. El Imperio Británico hizo la promesa de que podría, literalmente, convertir este territorio en una patria para el llamado "pueblo judío".[2]

Hasta que se hizo pública la Declaración Balfour, Palestina albergaba a más de 700.000 palestinos y 60.000 judíos. Era una tierra cuyos nativos hablaban árabe, en su mayoría musulmanes sunitas, que vivían con una minoría de cristianos, drusos, musulmanes chiítas y judíos. Incluso después de que las colonias sionistas invasoras se extendieran por tierras palestinas, el pueblo palestino siguió viviendo y resistiendo en la región.

Shlomo Sand, en el libro La invención del pueblo judío. De Tierra Santa a la Patria (2014), al analizar la solución presentada por los británicos a los sionistas, señala que se había creado un precedente, no necesariamente la posesión sionista de Palestina, sino el derecho de los judíos a su propio territorio.[3]

Los sionistas querían la tierra de Palestina, pero no querían su población. Y sabían, desde el principio, que la población palestina, no judía, no aceptaría ser expulsada. Sabían que el principal obstáculo para la conquista definitiva de esta tierra era la población árabe local. En vísperas de la colonización sionista, la población palestina no era predominantemente judía, sino mayoritariamente musulmana y cristiana. Ciudades como Jenin, Nablus y Ramallah tenían el 100% de la población compuesta por palestinos. La ciudad con mayor población de judíos fue Yafa, lo que hoy es Tel Aviv, con el 29% del total local.[4]

La Declaración Balfour no solo no tuvo en cuenta los intereses colectivos de los habitantes locales de Palestina, sino que representó una acción de trágicas consecuencias. Fue, sin duda, la precursora de la Resolución 181 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, presidida por el brasileño Oswaldo Aranha, quien decidió, en noviembre de 1947, el Plan de Partición, dividiendo la Palestina laica en dos Estados: uno judío, que adoptó el nombre de "Israel", y un palestino, que no se ha materializado hasta el día de hoy.

Después de estos 104 años desde que los británicos pusieron la "piedra angular" del holocausto palestino, las fuerzas de resistencia palestina y el movimiento de solidaridad internacional continúan luchando contra el proyecto colonial sionista y contra la supremacía judía de "Israel", que ocupa Palestina y somete a su pueblo a los horrores de la guerra, la colonización y el desplazamiento. Las raíces del conflicto en Palestina son fundamentalmente políticas y los palestinos luchan por la libertad y la autodeterminación.

Los palestinos continuarán su lucha de resistencia, ya que están en línea con la Carta de las Naciones Unidas[5] y el derecho internacional, que les garantizan el derecho legítimo a defenderse por todos los medios.



NOTAS:

[1] TENÓRIO, Sayid Marcos. Palestina: del mito de la tierra prometida a la tierra de la resistencia. 1. ed. São Paulo: Anita Garibaldi, IBRASPAL, 2019, p. 81.

[2] SAID, Edward W. La cuestión de Palestina. São Paulo: EdUNESP, 2012, p. 18.

[3] SAND, Shlomo. La invención del pueblo judío: ¿de Tierra Santa a Patria?. São Paulo: Benvira, 2014. p. 206

[4] TENÓRIO, Sayid Marcos. Palestina: del mito de la tierra prometida a la tierra de la resistencia. 1ra. ed. São Paulo: Anita Garibaldi, IBRASPAL, 2019, p. 78.

[5] La Carta de las Naciones Unidas es el documento fundacional de las Naciones Unidas (ONU) y fue firmada por 50 países en San Francisco, el 26 de junio de 1945. Disponible en: https://brasil.un.org/pt-br / 91220-carta-de-naciones-unidas. Consultado en: 31 de octubre. 2021.



* Publicado en Desacato, 04.11.21. Sayid Marcos Tenório es historiador, especialista en Relaciones Internacionales y vicepresidente del Instituto Brasil-Palestina (IBRASPAL).

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