Los patricios aún necesitan a los políticos




Una minúscula élite recurriendo a todo cuanto esté a su alcance para mantener sus privilegios, incluyendo usar a los no privilegiados a quienes abusan por décadas... es un viejo y conocido guión económico, social y político.

En Chile el proceso constituyente y luego el plebiscito por la nueva Constitución es un nuevo contexto de ese añejo guión. Esta vez nuestras élites no cuentan con Estados Unidos ni con las Fuerzas Armadas para masacrar a sus enemigos políticos y al pueblo. Pero, sí tienen el poder del dinero. De ahí que usen a políticos, prensa y redes sociales para difundir --sin el menor pudor ni espíritu democrático-- desinformación y mentiras.

Aunque la nueva Constitución no traerá a ningún Espartaco, la codicia y clasismo de nuestras élites es tal, que no quieren hacer ni la más mínima concesión para tener un país, al menos, decente. Están prisioneras de sus terroríficas fantasías y de su egoísmo.

Esta columna reproduce un diálogo de una novela... que bien podría ser sobre Chile. Donde la derecha está escondida y usa a Amarillos, exconcertacionistas y hasta a esa especie de remanentes del inquilinaje que son los carretoneros.


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El escritor estadounidense Howard Fast (1914-2003), desarrolla en su clásica novela Espartaco la historia del gran levantamiento de esclavos que hizo temblar a la República patricia romana en el siglo I a.C. En el libro el autor deja en evidencia la decadencia moral de las élites romanas y de su sistema político.

Pero, en realidad, Fast termina hablando de su propia época; la cual, de hecho, todavía es nuestra época. En el fondo expone metafóricamente la explotación contemporánea del pueblo por las élites, y la decadencia moral de dichos grupos hegemónicos y de las repúblicas modernas que construyeron y manejan. Con el agravante que supondría el progreso del abandono occidental del sistema esclavista por el mercado libre del trabajo y la igualdad jurídica.

Dejamos aquí un fragmento de la novela, en donde el autor estadounidense recrea un diálogo entre dos políticos romanos: Cicerón y Tiberio Graco. En la conversación, éste último se explaya cínicamente sobre su idea de la política. Su actitud se deja ver de inmediato, al señalar que el pueblo, inocentemente, cree que un político franco es un político honesto.

—[La franqueza] Es mi única virtud y es extremadamente valiosa. En un político la gente la confunde con la honestidad. Como usted sabe, vivimos en una república. Y esto quiere decir que hay mucha gente que no tiene nada y un puñado que tiene mucho. Y los que tienen mucho tienen que ser defendidos y protegidos por los que no tienen nada. No solamente eso, sino que los que tienen mucho tienen que cuidar sus propiedades y, en consecuencia, los que nada tienen deben estar dispuestos a morir por las propiedades de gente como usted y como yo y como nuestro buen anfitrión Antonio Cayo. Además, la gente como nosotros tiene muchos esclavos. Esos esclavos no nos quieren. No debemos caer en la ilusión de que los esclavos aman a sus amos. No nos aman y, por ende, los esclavos no nos protegerán de los esclavos. De modo que mucha, mucha gente que no posee esclavos debe estar dispuesta a morir para que nosotros tengamos nuestros esclavos. Roma mantiene en las armas a un cuarto de millón de hombres. Esos soldados deben estar dispuestos a marchar a tierras extrañas, marchar hasta quedar exhaustos, vivir sumidos en la suciedad y la miseria, revolcarse en la sangre, para que nosotros podamos vivir confortablemente y podamos incrementar nuestras fortunas personales. Los campesinos que murieron luchando contra los esclavos se encontraban en el ejército, en primer lugar, porque habían sido desalojados de sus tierras por los latifundios. Las casas de campo atendidas por esclavos los convirtieron en miserables sin tierras y ellos murieron para mantener intactas estas casas de campo. Por lo que nos vemos tentados a asegurar que todo esto es una reductto ad absurdum. Porque usted debe considerar lo siguiente, mi querido Cicerón: ¿Qué perderían los valerosos soldados romanos si los esclavos vencen? En verdad, ellos los necesitarían desesperadamente, ya que no hay suficientes esclavos para trabajar adecuadamente las tierras. Habría tierras de sobra para todos y nuestros legionarios lograrían aquello con que sueñan, su parcela de tierra y una pequeña casita. No obstante, marchan a destruir sus propios sueños, para que dieciséis esclavos transporten a un viejo cerdo obeso como yo en una cómoda litera. ¿Niega usted la verdad de todo lo que he dicho?

—Creo que si lo que usted dice lo dijera un individuo cualquiera en el Foro, tendríamos que crucificarlo.

—Cicerón, Cicerón —dijo riendo Graco—, ¿se trata de una amenaza? Soy demasiado obeso, pesado y viejo para ser crucificado. Y ¿por qué se pone usted tan nervioso ante la verdad? Es necesario mentirles a los otros. Pero ¿es necesario que nosotros creamos en nuestras propias mentiras?

—Tal como usted lo plantea. Usted simplemente omite la cuestión fundamental: ¿Un hombre es igual a otro o distinto a otro? Hay una falacia en su breve discurso. Usted parte del supuesto de que los hombres son tan iguales entre sí como las peras que hay en una canasta. Yo no. Hay una élite, un grupo de hombres superiores. Si los dioses los hicieron así o fueron las circunstancias, no es cuestión para ponerse a discutirla. Pero hay hombres aptos para mandar y como son aptos para mandar, mandan. Y debido a que el resto son como ganado, se comportan como ganado. Ya ve; usted ofrece una tesis, pero lo difícil es explicarla. Usted ofrece un cuadro de la sociedad, pero si la verdad fuera tan ilógica como su cuadro, toda la estructura se desmoronaría en un día. Lo que usted no logra es explicar qué es lo que mantiene unido este ilógico rompecabezas.

—Sí que lo logro —respondió Graco—. Yo lo mantengo unido.

—¿Usted? ¿Usted solo?

—Cicerón, ¿cree usted realmente que soy un idiota? He vivido una larga y azarosa vida y aún me mantengo en la cúspide. Usted me preguntó antes qué era un político. El político es el centro de esta casa de locos. El patricio no puede hacerlo por sí mismo…

Sí, Fast tiene razón. Al hablar de la república oligárquica romana del siglo I, no hace falta mucha imaginación ni conocimientos para darse cuenta de que los patricios aún necesitan a los políticos para que les hagan el trabajo sucio. Ellos son quiénes siguen convenciendo a los pobres de que otros pobres como ellos son la causa de sus males, y de que la riqueza de los ricos es justa y hasta les traerá frutos a los desposeídos y trabajadores.

En el Chile contemporáneo, esa fue la labor de la dictadura cívico-militar que discursivamente señalaba no hacer política, lo cual era reafirmado por los tecnócratas que concebían su política como medidas técnicas. Luego, ese fue el rol de los políticos de la megacoalición neoliberal, el duopolio o las dos derechas, de nuestra interminable transición.

Y aquí estamos. En pleno siglo XXI como en el siglo I romano. Chile es casi un ejemplo modélico de que los patricios aún necesitan a los políticos para que les hagan el trabajo sucio. Y nosotros, la plebe, seguimos ansiosos de pan y circo.



* Publicado en El Clarín de Chile, 19.03.18.



Howard Fast

Carta abierta sobre NC chilena de economistas y cientistas sociales




“Nosotros, economistas y cientistas sociales de alrededor del mundo, respaldamos el visionario documento que la Convención Constitucional ha producido para asegurar crecimiento sustentable y prosperidad compartida para Chile.

Creemos que la nueva Constitución fija un nuevo estándar global en respuesta a las crisis de cambio climático, inseguridad económica y desarrollo sustentable. Las disposiciones económicas de la Constitución representarían un gradual, pero sustancial avance para la gente de Chile.

El acercamiento a temas de género en la Constitución marca un gran salto hacia adelante en el modelo económico de desarrollo. Por primera vez, una constitución reconoce el trabajo de cuidado, reproducción social y la salud de las mujeres como fundamentales para las perspectivas de la economía.

El acercamiento a los servicios públicos y la seguridad social es otra fuente de inspiración. Al establecer nuevas instituciones para la provisión de servicios públicos básicos universales como educación, salud y seguridad social, Chile satisfactoriamente aplica las lecciones de la historia reciente que muestran la importancia de estos servicios tanto para la resiliencia económica en el corto plazo como para el crecimiento económico a largo plazo.

Los mandatos de la política tributaria de la Constitución prometen abordar la desigualdad económica de Chile -una de las más altas de la OECD- mientras mejora la recaudación a estándares OECD, reduciendo la dependencia de rentas extractivistas y contribuyendo a las finanzas públicas sustentables.

El acercamiento al trabajo representa una importante y democrática respuesta a nuestros tiempos. Al consagrar derechos al trabajo y a la acción colectiva, la Constitución apunta a compensar la crisis de precariedad que afecta a las economías alrededor del mundo.

Finalmente, el acercamiento al banco central fija una nueva referencia global Al consagrar el mandato que toma en cuenta la estabilidad financiera, la protección del empleo y el cuidado medioambiental, la Constitución establece una estructura responsable para el banco central que encaja en el siglo XXI.

Tomada en conjunto, creemos que la nueva Constitución crea una estructura legal que tendrá éxito en preparar a Chile para un nuevo siglo de crecimiento equitativo, con perspectivas de atraer inversión, proteger la estabilidad financiera y promover el desarrollo para todos los chilenos. El mundo tiene mucho que aprender de los procesos ejemplares de la Convención y el visionario producto que Chile votará en el plebiscito de septiembre.


Firmantes:

Mariana Mazzucato, profesora de la Economía de la Innovación y el Valor Público en UCL, directora fundadora del Instituto para la Innovación y el Propósito Público y presidenta de la Organización Mundial de la Salud Consejo de Economía de la Salud para Todos.

Jayati Ghosh, profesora de Economía en la Universidad de Massachusetts Amherst, ex presidenta del Centro de Estudios Económicos y Planificación en la Universidad Jawaharlal Nehru, miembro de la Junta Consultiva de las Naciones Unidas sobre Asuntos Económicos y Sociales.

Isabel Ortiz, ex directora del Departamento de Protección Social de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y ex directora asociada de Política y Estrategia en Unicef, actualmente directora de Justicia Social Global, Iniciativa para el Diálogo de Políticas, EE.UU.

Ha-Joon Chang, investigador asociado del Departamento de Economía de la SOAS London, ex lector en la Facultad de Económicas y Director del Centro de Estudios de Desarrollo en la Universidad de Cambridge.

Thomas Piketty, profesor de EHESS y en la Escuela de Economía de París; codirector de World Inequality Lab & World Base.

Philip Alston, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York, ex relator especial y presidente de la ONU del Comité de Naciones Unidas sobre Asuntos Económicos, Sociales y Derechos Culturales.

Jomo Kwame Sundaram, miembro visitante senior del Instituto de Investigación Khazanah, investigador visitante en la Iniciativa para la Política Diálogo, Universidad de Columbia, y profesor adjunto en la Internacional Universidad Islámica de Malasia.

Katharina Pistor, catedrática de Derecho Comparado Edwin B. Parker, directora Centro de Transformación Legal Global, miembro del Comité de Global pensamiento en la Universidad de Columbia.

Gabriel Zucman, profesor asociado de política pública y economía en la Universidad de California en Berkeley, en la Escuela Goldman de Políticas Públicas.

Jean Drèze, profesor honorario de la Facultad de Economía Delhi, profesor invitado en el Departamento de Economía de la Universidad Ranchi, miembro de la Asesoría Económica Consejo de Ministro Principal de Tamil Nadu.

Guy Standing, docente asociado de investigación de la Universidad SOAS de Londres.

Ellora Derenoncourt, profesora asistente de Economía en la Universidad de Princeton y miembro de Relaciones Laborales Sección de Economía de Princeton.

James K. Galbraith, Lloyd M. Bentsen Jr. Cátedra de Relaciones Gubernamentales/Empresariales en la Escuela de Educación Pública Lyndon B. Johnson Internacionales, profesor de Gobierno en la Universidad de Texas en Austin, ex director ejecutivo del Comité Económico Mixto del Congreso de los Estados Unidos.

Richard Kozul-Wright, director de la Globalización y Estrategias de Desarrollo División en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD).

Ann Pettifor, directora en Investigación de Políticas en Macroeconomía (PRIME).

Maximilian Kasy, profesor de Economía en la Universidad de Oxford.

Daniela Gabor, profesora asociada en Economía en la Universidad de Occidente de Inglaterra, Brístol.

Dean Baker, economista principal Centro de Investigación Económica y Política.

Prabhat Patnaik, profesor emérito, Universidad Jawaharlal Nehru.

Óscar Ugarteche, investigador principal de Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Kevin Gallagher, profesor de Política de Desarrollo Global de la Universidad de Boston.

Carolina Alves, investigadora Colegio Girton, Universidad de Cambridge.

Juan Pablo Bohoslavsky, investigador CONICET (Conocimiento Nacional Científico y Consejo Técnico de Investigaciones – Argentina), ex independiente de las Naciones Unidas, experto en Deuda y Derechos Humanos.

Yilmaz Ayküz, ex director de la Globalización y Estrategias de Desarrollo División en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD); y ex economista jefe South Centre.

Benjamin Braun, investigador senior Instituto Max Planck para el Estudio de las Sociedades.

Gilad Isaacs, director Instituto de Justicia Económica, economista en Universidad Wits.

Bodo Ellmers, director Financiamiento para Programa de Desarrollo Sostenible, Foro Global de políticas.

Mario Seccareccia, profesor emérito de Economía, Universidad de Ottawa, y editor de Revista Internacional de Política Economía.

Louis-Philippe Rochon, catedrático de Economía, Universidad Laurentiana.

Gerald Epstein, profesor de economía, Universidad de Massachusetts Amherst.

Kristian Stokke, profesor de Geografía Humana, Universidad de Oslo.

Marlese von Broembse, directora Programa Derecho Mujeres en la Informalidad Empleo: Globalizar y Organizar (WIEGO).

Alicia Girón, coordinadora del Programa Universitario de Estudios de Asia y África (PUEAA) desde mayo de 2017 y investigador en el Centro de Investigaciones Económicas Nacional (IIEc), Instituto Nacional Autónomo Universidad de México.

John Langmore, profesor asociado de Ciencias Políticas, Universidad de Melbourne.

Azita Berar Awad, ex directora senior en la OIT, presidenta en investigación en Instituto de Desarrollo Social de las Naciones Unidas (UNRISD).

Anis Chowdhury, profesor adjunto Universidad del Oeste de Sydney.

Andrés Chiriboga-Tejada, investigación y profesor asociado en Sociología Económica en SciencesPo París.

Fred Moseley, profesor emérito Mount Colegio Holyoke.

Bruno Bonizzi, profesor titular de Finanzas en la Universidad de Hertfordshire.

Devika Dutt, profesora de desarrollo Economía, King’s College, Londres.

Diane Elso, profesora emérita Universidad de Essex, Reino Unido.

Neil Coleman, cofundador y senior de Instituto de Especialistas en Políticas Económicas Justicia, Sudáfrica.

Özlem Onaran, catedrática de Economía de la la Universidad de Greenwich. Ella es la directora de política de Greenwich Centro de Investigaciones Económicas y codirectora del Instituto de Ciencias Políticas Economía, Gobernanza, Finanzas y Responsabilidad.



* Publicada en Radio UChile, 10.08.22.

Los aportes de la propuesta de nueva Constitución




Javier Couso, Augusto Quintana y Elisa Walker


La semana pasada la Convención Constitucional entregó —en tiempo y forma— un proyecto de texto de nueva Carta Fundamental.

Desde el punto de vista procedimental, de aprobarse la nueva Constitución será la primera elaborada democráticamente en la historia de Chile. También será la primera del mundo escrita por una Convención con paridad entre hombres y mujeres. Además, será una que en su elaboración aseguró la representación de minorías indígenas que han sido tradicionalmente hostilizadas e invisibilizadas. Finalmente, es un texto aprobado por dos tercios, lo que le da una importante representatividad.

En cuanto a su contenido, el proyecto se encuentra plenamente alineado con los principios democráticos, al eliminar los últimos enclaves autoritarios de la Carta vigente, como las leyes de supermayoría (que se han reformado solo cuando los herederos políticos de aquella lo han estimado oportuno) o el control preventivo del Tribunal Constitucional, dispositivos que han bloqueado transformaciones sociales ampliamente demandadas por la ciudadanía. Más aún, el texto profundiza el régimen democrático, al incorporar mecanismos de democracia directa, como la iniciativa popular de ley y mecanismos de consulta ciudadana (que comparten con el plebiscito que dará la opción a los chilenos de decidir por sí mismos si aprueban la nueva Constitución la premisa de que, en ocasiones, hay que escuchar directamente la voz del pueblo).

En materia de sistema político, hay un razonable equilibrio entre continuidad y cambio, puesto que si bien se mantuvo el presidencialismo, se redujeron las excesivas atribuciones del jefe de Estado. En relación con el Poder Legislativo, y al contrario de lo que algunos reclaman, la sustitución del Senado por una Cámara de las Regiones mantuvo un sistema bicameral con importantes potestades para esta última, que deberá pronunciarse en todos los proyectos de ley que irroguen gastos, regulen la judicatura, el Poder Legislativo y los órganos autónomos (como el Banco Central o la Contraloría), así como en las reformas constitucionales, entre otras materias. Claramente no son poderes cosméticos.

Por otra parte, el proyecto consagra un Estado Constitucional de Derecho con contrapesos, entre los que destaca una judicatura independiente del poder político (ya que el Consejo de la Justicia que la regulará está integrado por una amplia mayoría de jueces y funcionarios judiciales, elegidos por sus pares). Vinculado con este ámbito, el texto contempla una Corte Constitucional autónoma, una acción de tutela de derechos fundamentales y una Contraloría General de la República que continuará ejerciendo su rol de control preventivo de la legalidad de los actos de la administración.

Entre los elementos más innovadores, destacan el que esta nueva Constitución sería la primera con paridad de género del mundo, así como la única que aborda la problemática del cambio climático, elementos que conectan esta propuesta con los desafíos actuales y del futuro.

También debe relevarse que se consagre un Estado Social de Derecho, que robustece y amplía los derechos humanos (desde los laborales, magramente reconocidos en el texto vigente, hasta la inclusión de derechos de la infancia, a la vivienda y al cuidado). Tan importante como esto, el texto otorga jerarquía constitucional a los tratados de derechos humanos reconocidos por Chile.

Finalmente, cabe destacar que esta sería la primera Carta de nuestro país que avanza decididamente a una descentralización territorial, lo que acercará el poder público a las personas (terminando con un centralismo asfixiante), y que repara el maltrato propinado a los pueblos indígenas (que incluyó genocidio y expoliación en el siglo XIX, y décadas de promesas de trato digno incumplidas, más recientemente) al reconocerlos constitucionalmente, al establecer mecanismos de restitución de tierras ajustados a Derecho, y al instaurar un Estado Plurinacional. La regulación de los pueblos originarios consolida que somos un solo Estado indivisible, que se enriquece de nuestra diversidad. Asimismo, se regula a nivel constitucional la participación de los anteriores, en línea con las consultas que exige el Convenio 169, incluyendo su consentimiento para regular el diseño de políticas, planes y programas en materias precisas y acotadas.

Como toda obra humana, especialmente una elaborada en el ámbito político —y en un país que aún vive el impacto del peor estallido social en una generación—, el texto exhibe virtudes y defectos que la polarización ambiente impide aquilatar con ecuanimidad, y que la política deberá ponderar después del plebiscito.



* Publicado en El Mercurio, 11.07.22.

Aprobar es un imperativo




Christian Suárez


El 4 de septiembre próximo los chilenos decidiremos sobre nuestro futuro. El país busca un camino institucional en medio de una crisis profunda y de una gran desconfianza en las élites que, por años, no fueron seriamente renovadas.

La Constitución de 1980, barrera formidable a las transformaciones que la mayoría del país esperaba, en temas tan vitales como la salud, la educación o el sistema de pensiones, finalmente se desmorona como un castillo de naipes. Nadie (en apariencia al menos) defiende la vieja y vigente Constitución. La estrategia entonces de los detractores parece ser instalar la idea de que la propuesta elaborada por los convencionales constituyentes no es la que se esperaba, que hay que reformarla (aprobar para reformar), etc.

Sin embargo, llama la atención este lenguaje, teniendo en cuenta que el texto propuesto es un texto de alta calidad que supera con creces los estándares más estrictos de una constitución democrática.

Una Constitución se estructura básicamente sobre dos pilares: la organización y distribución del poder y una carta de derechos y libertades; ello, por cierto, a partir de un conjunto de decisiones sobre el modo y forma de constituir la unidad política.

La decisión de los convencionales constituyentes, representativos como nunca antes en nuestra historia de todas las capas y expresiones de la sociedad, fue la siguiente: constituir al Estado de Chile como un Estado Democrático y Social de Derecho (siguiendo el modelo de los sistemas constitucionales más avanzados), descentralizar al país bajo la fórmula del Estado Regional, al conspicuo estilo de Italia, Francia o España, aunque significativamente con más moderación en la intensidad de las autonomías políticas de las entidades territoriales; el establecimiento de una República Solidaria (vieja expresión de la Constitución de Egaña de 1823) y la decisión notable y fundamental de asentar la soberanía no en la nación, sino en el pueblo, es decir, como el propio texto indica, siguiendo el concepto amplio americano de “citizenship”, en los chilenos.

Esta última decisión permite comprender mejor el concepto de plurinacionalidad. La soberanía no recaerá en “los pueblos y naciones”, sino en los chilenos, ciudadanos indígenas o no. En ese contexto, el principio de plurinacionalidad es una razonable expresión de decencia (es difícil además encontrar un Estado que no sea plurinacional desde un punto de vista antropológico), de reconocimiento y significación de nuestros pueblos originarios, de un modo menos intenso, incluso, que las formas adoptadas por países como Canadá, Estados Unidos o México.

Con sabiduría los constituyentes no siguieron la opinión mayoritaria de los expertos, partidarios de fórmulas parlamentarias o semipresidenciales, y mantuvieron la tradición del régimen presidencial chileno, consignando algunas correcciones. La configuración de una Cámara Regional con 19 importantísimas atribuciones, entre ellas, en materia de presupuesto, ampliables por decisión mayoritaria de la misma a todas las demás de que conozca la Cámara de Diputadas y Diputados. Su principio de conformación es regional: tres representantes al menos por región en términos igualitarios, electos tres años después de la elección presidencial; lo que muy probablemente favorecerá a los opositores al gobierno de turno. El Presidente de la República mantiene la decisión en materia de gastos, limitando la iniciativa parlamentaria a su patrocinio y a la exigencia de un quórum acotado de iniciativa, que da también seriedad a la política y a la función representativa, como en la mayor parte de las democracias más reputadas.

La distribución de competencias en el Estado se hace de abajo hacia arriba, entregando la competencia residual al Estado central, demostrando otra vez los convencionales una gran moderación.

Cuesta entonces entender el apasionamiento de algunos detractores. 

El texto es abierto a su reforma e incluso a su reemplazo total de un modo más flexible que la Constitución actual. Se establecen límites y controles importantes al Estado, a través de la tutela amplia de los derechos y el control de la administración por medio de la creación de los tribunales administrativos; todo ello en beneficio de los ciudadanos que no quedarán a merced de la arbitrariedad de la administración. Un régimen muy superior al existente. El derecho de propiedad se garantiza a estándares superiores a Italia o Alemania y los constituyentes no incorporaron, expresamente, la nacionalización, mientras, por ejemplo, Francia avanza hacia la nacionalización de todo el sector eléctrico. A diferencia de los países mencionados (excepto Francia) la indemnización expropiatoria debe ser previa, a precio de mercado (“justo precio”, así interpretado por nuestra Corte Suprema). El estatuto de la minería es irreprochable. 

Cuesta entender entonces la pasión de algunos contra el texto. 

La autoría del texto no es de “radicales de izquierda”, como se descalifica. Quizá lo que duele a las élites es la distribución del poder, el establecimiento de un régimen que propicia la transparencia y la responsabilidad fiscal a todo nivel y el fin del lobby en las más altas designaciones. ¡Qué difícil será obtener ayudas fuera del régimen de concursos para los cargos en la administración de justicia, por ejemplo, con la existencia de un Consejo Superior de la Justicia transparente y sujeto a reglas de concurso público y probidad!, ¡qué mundo nuevo para las mujeres!, que tendrán acceso real a las decisiones. Una propuesta que garantiza la unidad de jurisdicción en la Corte Suprema y que en el ámbito de las autonomías sanciona la más estricta unidad e indivisibilidad del Estado, bajo un régimen, eso si, de amplio control y participación ciudadana.

Es la Constitución que deseamos para nuestros hijos. Restablecerá el compromiso de todos con el Derecho en tiempos de anomia, y favorecerá el desarrollo económico y social del país, a través de instituciones equilibradas y aptas para la gobernanza.

Aprobar la propuesta de los constituyentes es importante. La dificultad no se encuentra en el texto, sino en la madurez de que sean capaces nuestros liderazgos políticos y empresariales. Una casa de todos se construye, como hizo la Convención, con respeto a las exigentes reglas, incluso superadas, de los dos tercios y no queriendo llevarse --como esos niños taimados que todos recordamos-- la pelota para la casa. El respeto a la naturaleza en tiempos de crisis ambiental y ecológica dramática, es un colofón de la lectura inteligente de la realidad realizado por los constituyentes.

¿Qué hay aspectos que pueden reformase?: es obvio en un Estado democrático; ¿Qué se pudo ser más breves?, por supuesto, pero se quiso ser detallado en la garantía de nuestros derechos y libertades, en una línea excepcional de cuidado de los derechos sociales y de los derechos de ancianos, niños y adolescentes, personas con discapacidad, mujeres y minorías. 

El texto posee, finalmente, una apertura grande hacia el futuro y a la construcción de una sólida y moderna institucionalidad democrática. Aprobar es un imperativo.



* Publicado en Reflexión y Liberación, 29.07.22. Christian Suárez es abogado de la Universidad de Chile y Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.

Odio a los indiferentes




Antonio Gramsci


Odio a los indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que «vivir significa tomar partido». No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes.

La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida, mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes en su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en ocasiones los hace desistir de cualquier empresa heroica.

La indiferencia opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello con lo que no se puede contar, lo que altera los programas, lo que trastorna los planes mejor elaborados, es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la estrangula. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto heroico (de valor universal) puede generar no es tanto debido a la iniciativa de los pocos que trabajan como a la indiferencia, al absentismo de los muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunas personas quieren que eso ocurra, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta podrá derogar, deja subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar.

La fatalidad que parece dominar la historia no es otra cosa que la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control, que tejen la trama de la vida colectiva, y la masa ignora, porque no se preocupa. Los destinos de una época son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres ignora, porque no se preocupa. Pero los hechos que han madurado llegan a confluir; pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que son víctimas todos, quien quería y quien no quería, quien lo sabía y quien no lo sabía, quien había estado activo y quien era indiferente. Y este último se irrita, querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que él no quería, que él no es el responsable. Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: Si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas, ¿habría ocurrido lo que pasó? Pero nadie o muy pocos culpan a su propia indiferencia, a su escepticismo, a no haber ofrecido sus manos y su actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente para evitar ese mal, combatían, proponiéndose procurar un bien.

La mayoría de ellos, sin embargo, pasados los acontecimientos, prefiere hablar del fracaso de los ideales, de programas definitivamente en ruinas y de otras lindezas similares. Recomienzan así su rechazo de cualquier responsabilidad. Y no es que ya no vean las cosas claras, y que a veces no sean capaces de pensar en hermosas soluciones a los problemas más urgentes o que, si bien requieren una gran preparación y tiempo, sin embargo, son igualmente urgentes. Pero estas soluciones resultan bellamente infecundas, y esa contribución a la vida colectiva no está motivada por ninguna luz moral; es producto de la curiosidad intelectual, no de un fuerte sentido de la responsabilidad histórica que quiere a todos activos en la vida, que no admite agnosticismos e indiferencias de ningún género.

Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos por cómo ha desempeñado el papel que la vida le ha dado y le da todos los días, por lo que ha hecho y sobre todo por lo que no ha hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no tengo que malgastar mi compasión, que no tengo que compartir con ellos mis lágrimas. Soy partisano, vivo, siento en la conciencia viril de los míos latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo. Y en ella la cadena social no pesa sobre unos pocos, en ella nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando por la ventana mientras unos pocos se sacrifican, se desangran en el sacrificio; y el que aún hoy está en la ventana, al acecho, quiere sacar provecho de lo poco bueno que las actividades de los pocos procuran, y desahoga su desilusión vituperando al sacrificado, al desangrado, porque ha fallado en su intento.

Vivo, soy partisano. Por eso odio a los que no toman partido, por eso odio a los indiferentes.



* Publicado por el autor en 1917 a sus 26 años. Esta traducción se extrajo desde Bloghemia.

El proyecto de dejar atrás la “Constitución de Pinochet”




"Lo que quedó, para bien o para mal, es un texto más moderado que revolucionario, más convencional que innovador. En esas promesas y límites residen las virtudes y los problemas que se advierten en el texto"


Roberto Gargarella


Los convencionales constituyentes de Chile completaron la redacción de un nuevo documento constitucional, llamado a cumplir una función histórica. El proyecto se propone dejar atrás la Constitución elaborada durante los tiempos de Pinochet y, con ella, los “cerrojos” remanentes que formaban parte de su legado. La “Constitución de Pinochet” fue redactada por una pequeña elite, comandada por el jurista Jaime Guzmán, quien, en 1979, defendió su proyecto como un modo de cerrarles el camino a sus “enemigos” políticos. En sus palabras:
“La Constitución debe procurar que, si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario”. 
Pues bien, el 4 de septiembre, Chile tendrá la oportunidad de poner fin a ese lamentable capítulo de su historia, optando por una Constitución digna, decente y moderada, en línea con todas las constituciones modernas.

Desde un comienzo, la nueva Constitución propuesta fue objeto de ataques por parte de quienes, sin conocer su redacción final, comenzaron a hablar de ella como implicando “un salto al vacío”. 

La idea de “salto al vacío” constitucional resulta insólita, por muchas razones: no se conocen casos de países que hayan quebrado o caído al vacío por (ni fundamentalmente por) una nueva Constitución; el texto de la propuesta chilena nace (y esta sería mi principal crítica a esta) demasiado “viejo”; y si algún “caos jurídico” puede preverse, es el que se seguiría de votar por “no” a esta propuesta (¿habría que iniciar, entonces, un nuevo proceso constituyente? ¿Habría que volver a vivir bajo una Constitución con la que casi nadie se siente identificado?). 

La idea de “salto al vacío” desconoce a sabiendas la naturaleza de las relaciones entre Constitución y sociedad: si ha habido situaciones de violencia y caos en la Latinoamérica de estos años, eso ha tenido poco que ver con las constituciones vigentes y mucho, en cambio, con los delirios propios de algunos de sus dirigentes –dirigentes que actuaron, habitualmente, en violación de las constituciones de sus países (como el presidente Evo Morales, quien pretendió forzar una tercera reelección que la Constitución impedía; o el presidente Correa, que impulsó proyectos mineros en contra de la constitucional decisión ciudadana de impedirlos)–.

Lo dicho no niega el hecho de que, en el caso de Chile, el procedimiento de redacción constitucional fuera muy imperfecto, en parte como producto del extraordinario (en todo sentido) torbellino cívico que desembocó en el reclamo de una nueva Constitución: la Constituyente fue, en buena medida, hija de una caótica etapa de protestas y disputas sociales (iniciada en octubre del 2019), que desembocó en una elección de convencionales marcada por el repudio hacia la vieja política. La Convención resultó así compuesta por pocos representantes de los partidos tradicionales (lo que dificultó al extremo la formación de consensos), y un amplio archipiélago de activistas, militantes, líderes de movimientos sociales y, cabe admitirlo también, personajes más bien caricaturescos que terminaron por ocupar lugares protagónicos en las diversas comisiones en que quedó dividida la Convención.

A partir de lo dicho, se entiende que muchas personas miraran a la asamblea con desconfianza, fijadas –por decisión propia– en las varias anécdotas –menores, pero aun así ridículas– que decoraron a la Constituyente. Sin embargo, a esta altura, aquellos pruritos, en parte razonables (el miedo de que las anécdotas ridículas resultaran traducidas en un texto final también ridículo), ya no se justifican

Primero, porque hoy se conocen los detalles más finos acerca de cómo funcionó la Convención (un procedimiento austero, con una mayoría de convencionales que dedicaron largas jornadas sin noches a acordar un texto común), y segundo, porque ya se ha hecho pública la depurada sustancia del proyecto. En efecto, la Comisión de Armonización (comisión que se encargó de pulir, integrar y depurar la redacción constitucional que resultara de las varias comisiones en que se dividió la Convención) redujo en 127 artículos la propuesta inicial (el texto pasó de 499 a 372 artículos), eliminó contradicciones y redundancias, y pulió el lenguaje de la Constitución. 

Lo que quedó, para bien o para mal, es un texto más moderado que revolucionario, más convencional que innovador. En esas promesas y límites residen las virtudes y los problemas que se advierten en el texto.

Sobre sus problemas, diría que son los mismos que, hace décadas, identifico con el constitucionalismo regional: una obsesión por la incorporación de “nuevos derechos”, que termina expresada en una lista de derechos (el Bill of Rights) que se expande y renueva en desmedro de –y de espaldas a– una organización del poder (la “sala de máquinas”) que permanece demasiado parecida a sí misma. La estructura institucional sigue estando demasiado en línea con el modelo “tradicional” (poderes concentrados en el presidente, un Senado –ahora, Cámara de Regiones– todavía fuerte, un Poder Judicial algo vetusto que se “renueva” con un Consejo de la Magistratura, por ejemplo). Se trata de dificultades en absoluto ajenas a la Constitución de 1980. 

Por tanto, y contra lo que dicen sus críticos, el riesgo no es el de una “revolución de los derechos”, sino el de que esos derechos no lleguen a ganar vida en la práctica, al quedar dependientes de la discrecionalidad del presidente y de los viejos poderes. El problema constitucional en cuestión, por lo tanto, se debería a “lo poco”, y no a “lo mucho”: no a que se fue “demasiado lejos”, sino a que permaneció “demasiado cerca”.

¿Por qué, a pesar de estos reparos, convendría votar por el “sí” [Apruebo]? Por multitud de razones. 

I.    Por razones de legitimidad democrática: cuesta entender que alguien prefiera mantener el legado jurídico de Pinochet, pudiendo optar por un texto de origen impecablemente democrático.
II.    Porque la propuesta elimina “trabas” o “trampas” remanentes del pinochetismo (i.e., el control judicial preventivo). 
III.    Porque la nueva Constitución pone a Chile en línea con el constitucionalismo moderno: la de Chile era una Constitución “anómala”, que no incluía los derechos sociales, económicos y ambientales que casi todos los países de Occidente –de México a Alemania– incorporaron desde hace décadas (países que no sufrieron ningún estallido por constitucionalizar derechos; más bien lo contrario, Chile los sufrió en reclamo de ellos). 
IV.    Porque el texto reconoce a los pueblos indígenas, que el viejo constitucionalismo no quería ni mirar: dicha ofensiva omisión se remedia ahora a través de instituciones (i.e., la consulta previa) consistentes con acuerdos internacionales (i.e., el Convenio 169 de la OIT), que rigen cómodamente en la región desde hace 30 años. 
V.    Porque busca dejar atrás una (tan innegable como objetable) organización territorial centralista y autoritaria, en favor de un esquema más descentralizado (regionalista). 
VI.    Por su origen y vocación paritaria y ambientalista.

Contra lo que soñaba Alberdi, las constituciones carecen de “el poder de las hadas, que construían palacios en una noche.” En tal sentido, lo que –esperamos– se apruebe en septiembre no será un “punto de llegada”, sino, más bien, un promisorio punto de partida, a partir del cual Chile podrá comenzar a construir, no una “casa” ni “palacios”, sino una comunidad digna, en la que todos puedan cohabitar, con genuino orgullo.



* Publicado en La Nación, 16.07.22. Roberto Gargarella es abogado, jurista y académico especialista en derecho constitucional, profesor en las universidades Torcuato Di Tella y de Buenos Aires.

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