La élite frente al espejo roto


Luis Larraín, presidente del Consejo del Instituto Libertad y Desarrollo.


Apoyándose en los datos del libro ¿Son o se hacen?, Matamala propone que nuestra élite vive en un “eterno regreso a la trinchera” empujada por las demandas de una sociedad que pone en duda que la riqueza extrema sea fruto de puro esfuerzo, riesgo y habilidad.


Daniel Matamala


Todos conocemos, desde pequeños, la trama de Blancanieves. En el cuento tradicional, publicado por primera vez en Alemania, en 1812, una Reina pregunta todos los días a su espejo quién es la más bella del Reino. Complaciente, el espejo siempre responde lo que su dueña quiere escuchar: que la más bella, por supuesto, es ella.

Hasta que un día el espejo responde una verdad incómoda. Ahora es la hijastra de la Reina, la joven Blancanieves, la más bella. Este sinceramiento de la realidad es la chispa que gatilla el drama. Incapaz de soportar la realidad, la Reina decide usar su poder para frenar los cambios. Ordena a un cazador que dé muerte a Blancanieves para restaurar el orden tradicional de las cosas.

El resto de la historia está marcada por esa dinámica. De un lado, la Reina usa todos los trucos disponibles para deshacerse de Blancanieves: asfixiarla con una cinta, intoxicarla con un peine y, finalmente, envenenarla con una manzana. Del otro, la joven heroína resiste con la ayuda de una serie de personajes que acuden en su auxilio: el cazador que decide no matarla, el príncipe que se enamora de ella al verla en su ataúd de cristal tras morder la manzana envenenada, y, por cierto, los siete enanitos que la protegen.

Como todos los cuentos de hadas, Blancanieves está repleto de símbolos y de elementos de crítica social disfrazados de fantasía. Por ejemplo, según el historiador Eckhard Sander, los siete enanitos mineros son una alusión a los niños prematuramente envejecidos por el duro trabajo en las minas de hierro propiedad de la nobleza alemana en el siglo XVI.

Desde entonces, la frase “Espejito, espejito…” es un atajo para hablar del exceso de vanidad, pero también de la incapacidad de aceptar la verdad de las cosas, en especial cuando quien recibe las malas noticias es un personaje acostumbrado a acumular poder y, como consecuencia, a recibir el elogio de quienes quieren asegurar su favor.

Vamos a Chile, al siglo XXI y al libro que nos convoca. ¿Qué respuesta ha recibido históricamente la élite empresarial chilena cuando pregunta a su espejo? ¿Cómo ha cambiado esa respuesta en los últimos años? Y, ¿cuál ha sido la reacción ante los cambios de la realidad económica, política y social del país?

De esto —de la Reina de Blancanieves enfrentada a una realidad cambiante— hablan estas líneas introductorias.


La Reina y su espejo

No ocurre solo en Chile ni es patrimonio de los grupos empresariales. En todas las épocas y latitudes, “las personas que gozan de ventajas se resisten a creer que ellas son por casualidad personas que gozan de ventajas, y se inclinan a definirse a sí mismas como personas naturalmente dignas de lo que poseen, y a considerarse como una élite natural, y, en realidad, a imaginarse sus riquezas y privilegios como ampliaciones naturales de sus personalidades selectas”, dice el sociólogo Charles Wright Mills. “En este sentido, la idea de la élite como compuesta de hombres y mujeres que tienen un carácter moral más exquisito constituye una ideología de élite en cuanto estrato gobernante privilegiado, y ello es así ya sea esa ideología obra de la élite misma o de otros”.

Todas las élites requieren esa ideología que justifique su situación privilegiada sobre el resto de la sociedad, de un modo que sea aceptable para ella misma, ayudando a su cohesión y su espíritu de cuerpo, y también que le entregue legitimidad a sus privilegios de cara a los grupos que quedan por debajo en la pirámide social.

La élite “siempre da una base moral y también legal” a su poder, conectándolo con “doctrinas y creencias generalmente reconocidas y aceptadas”, dice Francesco Leoni. Esa es la “fórmula política” que toda élite necesita para prosperar. “En la base de la fórmula pueden existir”, dice Leoni, “creencias sobrenaturales o conceptos racionales, que siempre corresponden a la necesidad de no ceder solo a la fuerza, sino a un principio moral”.

En otras épocas, ese principio moral fue la predestinación divina, el derecho de sangre o la pertenencia a un grupo racial o social determinado. Bastaba que el espejo respondiera al miembro de la élite que él era, en efecto, “el más bonito” (el elegido por Dios, el descendiente de nobles, el nacido en cuna de oro, el racialmente puro), para que el orden social se mantuviera intacto.

Pero en la modernidad, tales fuentes de legitimidad ya no son aceptables. La “fórmula política” por excelencia ahora es la meritocracia y, en el caso de la élite empresarial, su primo hermano, el libre mercado.

Hoy, la pregunta al espejo es otra. Quién es el más inteligente, el más audaz, el más hábil, el más fuerte, el más meritorio. Quién ha trabajado más duro. Quién, tras una ardua batalla contra sus pares, ha logrado sobresalir de la competencia como el Macho Alfa (porque sí, la élite empresarial sigue siendo abrumadoramente masculina, y los valores deseados, masculinos también).

Por un largo tiempo, el espejo respondió la pregunta tal como la élite esperaba. En especial a partir de la revolución de los Chicago Boys, que cristalizó a la libre competencia en el mercado como la “fórmula política” de legitimación de la riqueza.

En la primera oleada de los Chicago Boys, la del dólar fijo y la plata dulce de 1975-1982, los medios se llenaron de historias de éxito y audacia de los héroes del naciente neoliberalismo. Un rol fundamental tuvo el espejo por excelencia de la élite chilena, El Mercurio. El 1 de junio de 1981, por iniciativa de Arturo Fontaine Aldunate, se creó el influyente Cuerpo B de Economía y Negocios de El Mercurio, imitando el modelo de periódicos estadounidenses (hasta entonces, ese cuerpo solo llevaba avisos comerciales). El futuro ministro y candidato presidencial Joaquín Lavín fue el editor fundador de la sección.

Tras el duro paréntesis de la crisis de los 80, el relato se intensificó de nuevo a partir de 1985. Las narrativas de empresarios audaces, capaces de levantar imperios económicos a golpe de ingenio y talento, se volvieron habituales, y excedieron el ámbito económico para llegar al político, levantando las fallidas candidaturas presidenciales de los economistas Hernán Büchi y José Piñera, y de los empresarios Francisco Javier Errázuriz, Manuel Feliú y del modelo por excelencia del empresario audaz de Sanhattan [sic], Sebastián Piñera.

Las narrativas que se cuentan a la audiencia son similares, calcadas del modelo del “sueño americano [estadounidense]”. Un inicio modesto, y un fulgurante ascenso a la cima por la vía del esfuerzo y el talento.

“Yo empecé con mis pollitos. Me acuerdo que cada uno de ellos tenía un nombre: los Alacalufe, Amorosa, la Grande. Los cuidaba como si fueran mis hijos. Después se convirtieron en gallinero, fui comerciante ambulante, tocaba los timbres de las casas y vendía los huevos”, contaba Errázuriz en la franja presidencial de 1989. Luego mostraba cómo su ejemplo podía ser seguido por cualquiera que se lo propusiera. “Deseo abrir para ustedes, para ti muchacho, para usted, señora o señor, ese porvenir que ustedes también buscan. Bueno, yo lo alcancé. El camino ya lo recorrí. La senda ya la transité. Hoy quiero mostrarles ese camino para que ustedes, si ustedes lo desean, lo conquisten también”, prometía el empresario-candidato a sus votantes.

Un camino que, claro, para Francisco Javier Errázuriz Talavera, hijo de un senador, descendiente directo de un presidente de la República e hijo de la prima del propio Fontaine Talavera, no es el mismo que para cualquier hijo de vecino. Pero, en el discurso de la élite frente al espejo, ese camino puede hacerlo cualquiera que lo desee, siempre que tenga el talento y el esfuerzo necesarios.

También Sebastián Piñera suele describirse como “el hijo de un empleado público”, sin especificar que ese empleado fue embajador en Bélgica y ante las Naciones Unidas, y repetir que se considera “un hombre de clase media”, aun cuando aparece en la revista Forbes como uno de los billonarios chilenos.


Los espejos predilectos

Esta autopercepción no se circunscribe a la política. El empresariado construye en torno a sí mismo una industria de defensa de la riqueza, formada por un ejército intelectual que protege su “fórmula política”. Los soldados son autoridades de gobierno que, a través de una puerta giratoria, transitan entre el Estado y directorios de los grandes grupos económicos, y viceversa; fiscalizadores que se convierten en fiscalizados; intelectuales a cargo de “centros de estudio” financiados por el poder económico; profesionales del lobby y de las relaciones públicas a cargo de difundir una versión oficial, etcétera.

Un caso emblemático es el Instituto Libertad y Desarrollo (LyD), un supuesto think tank de abrumadora presencia en los debates legislativos y los medios de comunicación. Aunque se presenta como un centro de pensamiento, LyD es una aceitada maquinaria de lobby político, al servicio de las empresas que lo financian de manera reservada. Algunas investigaciones judiciales y periodísticas han levantado ese velo, permitiendo saber que LyD ha recibido dinero del grupo Penta, SQM y BAT Chile. En todos los casos hay conflictos de interés evidentes.

Por dar solo un ejemplo: BAT Chile, que domina el 94% del mercado del tabaco en Chile, entrega dinero a LyD (al menos $ 5.504.406 en 2013, según investigación de Ciper), además de $ 6.500.000 a una empresa de la Universidad del Desarrollo (UDD), vinculada a fundadores y consejeros de LyD. Por largos años, el exministro de la dictadura Carlos Cáceres ejerció simultáneamente como presidente del directorio de BAT Chile y del consejo de LyD.

Pues bien, LyD fue parte fundamental del lobby contra el proyecto de ley que restringía el consumo de tabaco, mediante informes “técnicos” de su coordinación de estudios jurídicos, que aseveraban que la prohibición de fumar en espacios públicos cerrados y restoranes constituía “un disfraz para atentar contra la libertad” y significaba la imposición de “un estado policial”.

Lo mismo ocurrió con SQM: mientras LyD recibía en secreto dinero de la empresa de Julio Ponce, en público respaldaba una controvertida licitación del litio adjudicada a SQM, que terminó siendo anulada por vicios legales.

La economista Cecilia Cifuentes, exinvestigadora de LyD, resumió bien la naturaleza de este centro al argumentar por qué no debía transparentar a sus donantes. “¿Desde cuándo las empresas tienen la obligación de publicar a quienes venden sus servicios?”, se preguntó, sincerando que el supuesto centro de pensamiento es en verdad una empresa que vende eficientes servicios de lobby y relaciones públicas a sus clientes.

En los últimos años, un rol similar en el debate público ha cumplido la Fundación Para el Progreso (FPP), financiada por el empresario Nicolás Ibáñez bajo la defensa de supuestos valores “libertarios”.

Los directores y profesionales de LyD y la FPP utilizan su privilegiado espacio en los medios de comunicación para difundir la “formula política” de una élite meritocrática, producto de la competencia en el libre mercado.

La consejera de LyD Lucía Santa Cruz, hija de un exembajador, madre de un exministro y amiga de la realeza británica, dice sin embargo que “no se pertenece a la élite por una cuestión de clase sino por el ascenso en la sociedad por razones económicas. Al adoptar Chile una economía de mercado impera una lógica distinta en la cual quienes tienen éxito en los negocios por satisfacer mejor las necesidades de los consumidores reciben la recompensa de la riqueza monetaria”. El presidente del Consejo Asesor de LyD Luis Larraín agrega que “en Chile hay una alta movilidad social”.

Esta “fórmula política” de la élite ha sido bien articulada por el empresario y columnista César Barros, quien argumenta, en sus habituales columnas de opinión, que Chile es “un país de emprendedores”, cuyos imperios económicos se construyeron a “puro esfuerzo, riesgo y habilidad”.

Barros pone como ejemplos de esa construcción al dueño de Agrosuper, Gonzalo Vial, de quien cuenta que (a lo Fra Fra), “partió vendiendo huevos en forma casi artesanal”, hasta construir su imperio de productos ganaderos. De los dueños de Corpesca y Copec, los Angelini dice que “llegaron a Chile sin ni uno”. Y cosa parecida dice de los Luksic, la familia más millonaria de Chile gracias a su dominio en ámbitos como la minería y la banca.


La rebelión de los espejos

Pero en la última década esa fábula, ese mito fundante, esa fórmula política, se vuelve cada vez más difícil de defender. Y se desencadena el drama.

Es cierto que la mayoría de las fortunas chilenas son relativamente recientes. Salvo los Matte, la mayoría de los imperios económicos tradicionales de Chile, como los Edwards, perdieron peso en la serie de convulsiones causadas por la reforma agraria con Frei, las nacionalizaciones con Allende, y la crisis de 1982 con Pinochet, que desarmó a los primeros grupos nacidos con los Chicago Boys.

Es a partir del segundo tiempo del neoliberalismo, desde 1985, con las privatizaciones de los últimos años de la Dictadura, que los actuales grupos comienzan a dominar. Pero aunque muchos de ellos sean de primera o segunda generación, es muy difícil defender que hayan crecido a “puro esfuerzo, riesgo y habilidad”, como asegura Barros, o que el secreto de su ascenso sea “satisfacer mejor las necesidades de los consumidores”.

En 2016, un estudio del Peterson Institute for International Economics buscó las fuentes de la fortuna de los superricos de cada país. Según sus datos, el 30,4% de ellos, a nivel mundial, eran herederos. En América Latina, esa cifra se eleva a 49,1%. Y en Chile, son el 66,7%, más del doble del promedio mundial.

Entre quienes Peterson describe como millonarios que han construido sus propias fortunas, los datos también son llamativos. En el mundo, el 11,3% del total de superricos basan sus fortunas en “conexiones políticas y relación con recursos naturales”. En América Latina son 8,8%. En Chile, el doble: 16,7%.

Finalmente, los “fundadores de empresas”, la categoría que más se asocia al paradigma de un self-made man, son el 27,7% de los billonarios del mundo. En América Latina, son el 19,3%. Pero en Chile ese segmento apenas llega al 8,3%.

Muchos más herederos, muchas más fortunas basadas en las conexiones políticas y las rentas de recursos naturales, y mucho menos en fundar empresas nuevas. El panorama no puede ser más opuesto al que pinta la élite cuando se anima al autorretrato. Es un mundo al revés, una imagen dada vuelta que más bien nos recuerda a otro cuento infantil, el de Alicia en el País de las Maravillas.

Por cierto, no es difícil poner caras e historias a los números que presenta Peterson. Pensemos en Vial, el que, según Barrios “partió vendiendo huevos en forma casi artesanal”. Pero omite que su empresa, Agrosuper, formó un cartel que causó daños en torno a los US$ 1.500 millones a los consumidores. En un país que se tomara la libre competencia en serio, como Estados Unidos, Vial y sus ejecutivos habrían tenido que dar muy buenas explicaciones para evitar ir a la cárcel. En Chile, en cambio, Vial pudo añadir el insulto a la herida, diciendo que los fiscalizadores que lo atraparon son “gente a la que le falta calle. Si nunca han producido nada ni le han dado trabajo a nadie”.

De los Angelini, Barros dice que “llegaron a Chile sin ni uno”. Eso es verdad. Pero también lo es que con sus inversiones políticas (dieron plata desde la campaña del NO, en 1988), pusieron al Estado a trabajar para sus intereses, con leyes a la medida, regulaciones favorables, fiscalizadores serviciales y coimas a parlamentarios. Las leyes pesqueras de 1991, 2001 y 2012 fueron negocios fabulosos para los Angelini, que lograron que el Estado de Chile regalara a las grandes pesqueras cuotas anuales estimadas en 743 millones de dólares, de manera indefinida en la práctica.

Y podemos seguir con la compra del Banco de Chile por los Luksic, gracias a un crédito de 120 millones de dólares del BancoEstado, autorizado por su entonces presidente Jaime Estévez. El político socialista luego pasó a ser director del banco de los Luksic, donde ha recibido al menos $ 354 millones en dietas y remuneraciones.

O con el más grosero de todos: el imperio de Julio Ponce, construido sobre la privatización de Soquimich por parte de la dictadura de su entonces suegro, y ampliado sobre la base de generosas entregas de plata irregular a políticos de izquierda, centro y derecha.

Estas fortunas no crecieron por un milagro de generación espontánea; fueron abonadas por un terreno fértil de impuestos negociados con el empresariado, subsidios a las plantaciones forestales de los grandes grupos, leyes antimonopolios inoperantes y completa impunidad para los delitos de cuello y corbata.

Y ese entorno no es casual: fue diseñado y negociado por los propios incumbentes, mediante la cooptación de amplias áreas de la política, el Estado y la sociedad. No es casualidad que los mayores grupos económicos, sin excepción, hayan financiado, por medios legales, ilegales o ambos a la vez, a los políticos chilenos.

Tan lejos ha estado buena parte del gran empresariado de los principios de la libre competencia, y tan seguros vivían de su impunidad, que reconocían públicamente que se coludían, como una estrategia de negocios inteligente. Eso decía el empresario Ramón Covarrubias, dueño de Don Pollo, antes de detectarse el cartel de los pollos. “Para qué pelear con Súper Pollo, mejor es convivir. Como se dice: si tiene un enemigo muy poderoso, mejor únase a él. En los pollos pretendemos mantener el mercado que hemos conquistado y crecer junto con el país. Con Ariztía y Agrosuper tenemos una asociación gremial muy fuerte, a través de la cual hemos logrado acuerdos con respecto a lo que le corresponde a cada uno en el mercado. No nos vamos a quemar por un 1% más”.

Una confesión publicada en 2007 en la Revista del Campo de El Mercurio, no como un escándalo, sino como una noticia económica más. Se titulaba “Don Pollo ahora engordará cerdos”.

Esa grosera impunidad se rompió a partir de la serie de escándalos gatillados por la colusión de las farmacias (2008), el caso La Polar (2011), el caso Penta (2014), el cartel del papel (2015), Los escándalos de pagos ilegales a políticos (2015) y el cartel de los pollos (2016), entre muchos otros.

La confianza de la opinión pública en el empresariado se derrumbó, y se desató lo que el sociólogo Eugenio Tironi bautizó como “La rebelión de los mayordomos”. “Son los hombrecitos, como los llamaba José Donoso en Casa de campo, de los cuales siempre dispone la aristocracia. Esa relación entre la lealtad que ofrece el hombrecito y la recompensa, que es el reconocimiento que ofrece el patrón, fundó buena parte de nuestras relaciones sociales”, dice Tironi. “Pero ahora esa relación se ha quebrado. Los fiscales no obedecen a los gobiernos ni a los patrones políticos, y vemos que las secretarias, los contadores, los pequeños gerentes, también se rebelan”.

Así fue que se destapó el caso Penta. Una abogada penquista se rebeló ante la instrucción de su jefatura en el Servicio de Impuestos Internos (SII) de enterrar un caso de fraude al FUT. Envió los antecedentes a un fiscal curicano, Carlos Gajardo, que empujó la investigación, pese a la oposición cada vez más rotunda de sus superiores y del gobierno de la época. Y contó con la colaboración del “hombrecito” de Penta, el director Hugo Bravo, y el contador Marcos Castro.

Cuando la opinión pública conoció los antecedentes, y los floridos correos en que políticos suplicaban dinero a Penta, el escándalo fue imparable. Poder político y económico se coludieron para evitar que los responsables pagaran con cárcel, pero el efecto sobre el prestigio de la élite no podía ser detenido.

En palabras del investigador Manuel Canales, los profesionales de esta nueva clase media emancipada “hablan la lengua del amo, la lengua de la ciencia y el poder. Quizás esa educación no les cumplió su promesa, pero sí les quitó el yugo: dejaron para siempre de ser inquilinos”.

El espejo estaba roto. Venían siete años de mala suerte.


La mala suerte

Y es en este periodo, de desorientación, pesimismo y lamentaciones, que esta investigación encuentra a la élite empresarial chilena. Su mito fundante está cuestionado, su fórmula política ya no es efectiva, y se debaten entre la necesidad de cambiar para sobrevivir, y el instinto defensivo de encerrarse aún más frente a un entorno que perciben injusto y amenazante.

Hace justo siete años, el presidente de la Confederación de Producción y Comercio (CPC), Alberto Salas, se oponía así al proceso constituyente que impulsaba la entonces presidenta Bachelet: “Sumar ahora la tremenda incertidumbre de una reforma constitucional causa gran inquietud en los actores económicos, con lo que podría verse aún más afectada la inversión, por la paralización o retraso en la concreción de proyectos, por la falta de certeza que se abre en variados ámbitos con un anuncio como este”.

Siete años después, la incertidumbre sigue allí, en un proceso continuo de bloqueo de reformas desde el poder económico, seguido por reacciones ciudadanas que profundizan las demandas, que a su vez son bloqueadas, provocando demandas más radicales, etcétera.

Es difícil encontrar racionalidad en este bloqueo permanente (cuántos empresarios no suspiran hoy por reformas como las que bloquearon a Bachelet). En las siguientes páginas, veremos cómo el miedo y la paranoia siguen estando presentes. “Si a mí me hablan de cambio de la Constitución, yo me ‘cago de miedo’ porque así me lo dice la historia, y lo digo de verdad, me produce pavor solo pensarlo”, dice una directiva de la SOFOFA. “En Chile y en todos los países hay un carro manejado por la izquierda. Estamos ciegos al no ver que hay toda una maquinación detrás: ¡cómo no vamos a ver a Chávez, a Maduro y a todos los otros, que ya pasaron por lo que nosotros estamos empezando a pasar!”, señala un directivo de la SNA.

Es un eterno regreso a la trinchera, donde “la relativa flexibilidad mostrada por algunos sectores de la élite empresarial, que había propiciado una revisión del discurso negacionista del proceso constituyente, para facilitar posiciones más comprensivas hacia el cambio constitucional, puede haber sufrido una involución ante los problemas surgidos en el interior de la Convención Constitucional y el relato mediático de los mismos como excesos de radicalidad y desacuerdo”.

¿Cuál es el espejo en que se mira hoy la élite empresarial chilena?

¿Qué imagen le devuelve ese reflejo?

Y, ¿cómo reacciona ante esa constatación?

Las respuestas a esas preguntas están en las próximas páginas. Y ellas son indispensables para entender los caminos que se abren para nuestro país tras los resultados del plebiscito constitucional del plebiscito del 4 de septiembre de 2022.



* Publicado por Tercera Dosis, 15.01.23. El texto corresponde al Prólogo del libro ¿Son o se hacen?: Las élites empresariales chilenas ante el cuestionamiento ciudadano, editado por Alejandro Pelfini, UAH Ediciones.

Antropología, culturas y trabajo




James Suzman, Ph.D., es un antropólogo social que vive en Cambridge, Inglaterra, donde dirige un grupo de expertos llamado Anthropos que utiliza herramientas antropológicas para resolver problemas económicos y sobre el trabajo.

Su primer libro, Afluencia sin abundancia: El mundo en desaparición de los bosquimanos, se basa en las tres décadas que ha pasado viviendo con los Ju/’hoansi, una de las sociedades de cazadores-recolectores más antiguas del mundo.

A continuación, James Suzman comparte cinco ideas clave de su nuevo libro, Trabajo: Una historia profunda, desde la Edad de Piedra a la Era de los robots (Work: A Deep History, from the Stone Age to the Age of Robots).


1. Trabajamos mucho más duro que nuestros antepasados

Hace un siglo, el economista John Maynard Keynes predijo que para el 2030, nuestra semana laboral duraría solo 15 horas. ¿Qué sucedió? Hemos cruzado todos los umbrales tecnológicos identificados por Keynes, entonces, ¿por qué no vivimos en la tierra económica prometida? Bueno, si Keynes estuviera aquí hoy, probablemente culparía a nuestro inquebrantable instinto de trabajar.

Creía que los seres humanos están malditos, que tenemos deseos infinitos, pero no hay suficientes recursos para satisfacerlos. Como resultado, todo es, por definición, escaso. Hoy, los economistas se refieren a esta paradoja como el “problema económico fundamental” y creen que explica nuestra constante voluntad de trabajar. Creamos e intercambiamos recursos como una forma de cerrar la brecha entre nuestros deseos infinitos y nuestros medios limitados.

Puede parecer una teoría razonable, pero hay un problema: no concuerda con lo que ahora entendemos sobre nuestros antepasados cazadores-recolectores. Hasta la década de 1960, los antropólogos creían que los cazadores-recolectores llevaban vidas cortas y difíciles.

Se pensaba que solo a través de los avances tecnológicos incrementales, nuestros antepasados pudieron obtener mayor riqueza, tranquilidad y tiempo libre. Pero cuando los antropólogos comenzaron a estudiar las sociedades de cazadores-recolectores que quedaban en el mundo, llegaron a una conclusión sorprendente: la vida de los cazadores-recolectores no era tan mala como todos pensaban.

Un antropólogo, por ejemplo, encontró una tribu que solo pasaba 30 horas a la semana cazando y haciendo tareas domésticas. El resto del tiempo, hacían música, socializaban, cotilleaban y se relajaban. No dedicaron todo su tiempo a trabajar para satisfacer sus infinitos deseos. De hecho, sus deseos no eran infinitos en absoluto; eran limitados y fáciles de satisfacer.

Esta revelación sugiere que el «problema económico fundamental» no es, como creía Keynes, la eterna lucha de la raza humana. Es solo un desafortunado desarrollo reciente.


2. Todos los organismos vivos nacen para trabajar

Todo organismo vivo funciona: busca y captura energía para poder crecer, reproducirse y capturar aún más energía. Pero si todos los organismos son fundamentalmente iguales en este sentido, ¿cuál es la diferencia entre una persona y una cebra?

Primero, los humanos pueden adquirir y dominar una variedad aparentemente infinita de habilidades, mientras que otras especies solo pueden explotar entornos específicos de manera limitada.

Los seres humanos somos versátiles: podemos aprender habilidades, desarrollar herramientas y desplegar diferentes tácticas para satisfacer nuestras necesidades energéticas. En segundo lugar, tenemos un propósito en el trabajo que hacemos.

Imagínese a un constructor construyendo la pared de una casa nueva. No está mezclando cemento y colocando ladrillos por el simple hecho de hacerlo; probablemente esté motivado por una gran cantidad de ambiciones. Quizás quiera convertirse en un maestro constructor. Quizás trabajar con sus manos le da placer. Tal vez esté tratando de ahorrar suficiente dinero para financiar su sueño de la infancia. Las posibles motivaciones son infinitas y todas se desarrollan simultáneamente.


3. Todos somos agricultores de corazón

La idea de que el trabajo duro es una virtud y la ociosidad un vicio, junto con muchas otras normas que sustentan la economía moderna, se remonta a la revolución agrícola de hace unos 10.000 años.

Las exigencias prácticas de ganarse la vida con el suelo cambiaron la ecuación existente entre esfuerzo y recompensa. Los cazadores-recolectores habían disfrutado de recompensas inmediatas: sacrificar un animal, devorarlo de inmediato. Los agricultores, por otro lado, desarrollaron «economías de retorno retrasado». Invirtieron su trabajo en la tierra con la promesa de una recompensa en el futuro. Esto, por supuesto, es la base de nuestra economía hoy.

También tenemos que agradecer la transición a la agricultura por nuestra fetichización de la escasez. Los agricultores sabían que vivían a una sequía, una inundación, un incendio forestal o una plaga lejos de la catástrofe, por lo que adoptaron una variedad de estrategias para manejar la escasez.

La mayoría implicaba trabajar más duro. Si se esforzaban por crear excedentes adecuados, podrían protegerse de las devastaciones arbitrarias de la naturaleza. Esto significó que, a diferencia de los cazadores-recolectores, que se lo tomaban con calma durante las temporadas más productivas, los agricultores tenían que hacer heno mientras brillaba el sol.


4. El trabajo en el campo no es el trabajo en la ciudad

Incluso en las civilizaciones agrícolas más sofisticadas, como la antigua Roma, cuatro de cada cinco personas todavía vivían en el campo y trabajaban la tierra. Pero los habitantes de la ciudad que lograron liberarse de los desafíos de la producción de alimentos pudieron ser pioneros en nuevas formas de vivir y trabajar.

Inventaron una amplia gama de profesiones, estableciéndose como abogados y escribas, secretarias y contables, poetas y prostitutas y estas no eran solo carreras, eran identidades sociales. Fuera de las murallas de la ciudad, la gente encontró comunidad a fuerza de geografía; dentro de las murallas de la ciudad, sin embargo, lo encontraron en funcionamiento.

Convertirse en chef o albañil era unirse a una comunidad construida sobre la base de una experiencia compartida. A medida que las sociedades urbanas crecieron, las identidades profesionales se entrelazaron estrechamente con el estatus social, la afiliación política y las creencias religiosas.


5. Los cambios en el trabajo hoy son tan profundos como la revolución agrícola

Nuestras normas e instituciones económicas, sin mencionar nuestra ética de trabajo, evolucionaron en una época en la que la escasez era real y visceral, una época en la que la gente se ganaba la vida con la tierra porque los alimentos eran su principal fuente de energía.

Pero las cosas han cambiado. Nuestra productividad ha aumentado, gracias a las mejoras en la tecnología y nuestra explotación rutinaria de combustibles fósiles. Ahora producimos cantidades tan asombrosas de alimentos que tanto terminan en los vertederos como en nuestros estómagos.

Aquellos de nosotros que vivimos en economías industrializadas disfrutamos de tal prosperidad material que existen vastas industrias para persuadirnos de comprar cosas que nunca supimos que necesitábamos.

Pero, ¿nos está haciendo algún bien? Muchos se preguntan ahora si su trabajo aporta algo útil a la sociedad. Es más, nuestra mentalidad de productividad a toda costa tiene consecuencias ambientales siniestras. Si no podemos encontrar soluciones a esos problemas, corremos el riesgo de destruir la misma prosperidad que los provocó en primer lugar.

Los humanos somos una especie sumamente adaptable, pero también estamos profundamente vinculados a nuestras costumbres e instituciones. Por eso es útil considerar las implicaciones del hecho de que durante los primeros 290.000 años de nuestra historia de 300.000 años, no trabajamos tan duro como sabemos.

Reconocer esto no proporciona ninguna respuesta prefabricada sobre cómo deberíamos organizar nuestras economías en nuestro futuro cada vez más productivo. Aún así, nos recuerda la locura de aferrarnos a las ideas sobre la necesidad del trabajo forjado en el yunque de la escasez cuando vivimos en una era de abundancia sin precedentes.



* Publicado en Next Big Idea Club, 05.03.21.

"McMindfulness": La nueva espiritualidad capitalista




En el "mindfulness", las causas del sufrimiento están en nuestro interior, obviando en los marcos políticos y económicos que determinan la forma en que vivimos. En McMindfulness (Alianza Editorial), Ronald E. Purser disecciona con profundidad los rasgos más problemáticos de esta disciplina espiritual.


Ronald E. Purser


Avalado por celebridades como Oprah Winfrey, Goldie Hawn y Ruby Wax, el mindfulness (frecuentemente traducido como atención plena o conciencia plena) se ha puesto de moda. Al tiempo que una serie de instructores de meditación, monjes budistas y neurocientíficos se codean con directores ejecutivos en el Foro Económico Mundial de Davos, los fundadores de este movimiento son cada vez más fanáticos. Al vaticinar que su híbrido entre ciencia y disciplina de meditación «tiene el potencial de despertar un renacimiento universal o mundial», el inventor del programa de Reducción del Estrés Basado en la Atención Plena (Mindfulness-Based Stress Reduction o MBSR), Jon Kabat-Zinn, tiene mayores ambiciones que dominar el estrés. Según proclama, «el mindfulness puede ser la única promesa que tienen las especies y el planeta para sobrevivir los próximos 200 años».

Pero ¿qué es exactamente esta panacea mágica? En 2014, la revista Time mostraba en portada a una mujer joven y rubia que desprendía serenidad con el título: «The Mindful Revolution». El artículo relacionado describía una escena emblemática del curso de formación estandarizado de MBSR: comerse una pasa muy lentamente. «La capacidad de centrar la atención durante unos minutos en una sola pasa no es absurda si las habilidades que ello requiere son la clave para sobrevivir y tener éxito en el siglo XXI», explicaba el autor.

No me lo acabo de creer. Cualquier cosa que aporte éxito en nuestra injusta sociedad sin tratar de cambiarla no es revolucionaria, simplemente ayuda a la gente a salir del paso. Aunque también podría empeorar las cosas. En lugar de fomentar una acción radical, el mindfulness asegura que las causas del sufrimiento están principalmente en nuestro interior, y no en los marcos políticos y económicos que determinan cómo vivimos. Y, aun así, los acólitos del mindfulness consideran que prestar más atención al momento presente sin emitir juicios de valor tiene el poder revolucionario de transformar el mundo entero. Pensamiento mágico a lo bestia.

Que no se me malinterprete. Practicar mindfulness tiene ciertos aspectos positivos. Dejar de cavilar ayuda a reducir el estrés, la ansiedad crónica y muchas otras enfermedades. Ser más consciente de las reacciones automáticas puede potenciar la tranquilidad y la amabilidad de las personas. La mayoría de los impulsores del mindfulness tienen buen carácter; conozco personalmente a algunos de ellos, incluidos los líderes del movimiento, y no me cabe duda de que son buena gente. 

Pero esa no es la cuestión. El problema es el producto que venden y cómo lo presentan. El mindfulness no es más que la simple práctica de la concentración. Aunque deriva del budismo, ha sido despojado de las enseñanzas éticas que lo acompañaban, así como del objetivo liberador de deshacer el apego a un falso sentido de nosotros mismos a la vez que se promulga la compasión por los demás.

Lo que queda es una herramienta de autodisciplina disfrazada de autoayuda. En lugar de liberar a las personas que lo practican, las ayuda a adaptarse a las propias condiciones que causaron sus problemas. Un auténtico movimiento revolucionario intentaría derrocar este sistema disfuncional, pero el mindfulness solo sirve para reforzar su lógica destructiva. 

El orden neoliberal se ha impuesto de forma sigilosa en las últimas décadas, aumentando la desigualdad en busca de la riqueza de las grandes empresas. Lo que se espera de las personas es que se adapten a lo que este modelo exige de ellas. El estrés se ha patologizado y privatizado, y a los individuos se les ha impuesto la carga de gestionarlo. Ahí es cuando aparecen los vendedores de mindfulness para salvar la situación.

Aunque esto no significa que el mindfulness deba prohibirse ni que cualquier persona que lo encuentre útil esté siendo engañada. Reducir el sufrimiento es un objetivo noble y debería fomentarse. Pero, para hacerlo de forma eficaz, los instructores de mindfulness deben reconocer que el estrés personal también tiene causas sociales

Al no abordar el sufrimiento colectivo y el cambio sistémico que puede eliminarlo, despojan al mindfulness de su auténtico potencial revolucionario, reduciéndolo a algo banal que mantiene a la gente centrada en sí misma.


Una libertad privada

El mensaje fundamental del movimiento de mindfulness es que la causa subyacente de la insatisfacción y de la angustia está en nuestra cabeza. Al no lograr prestar atención a lo que sucede realmente en cada momento, nos perdemos en arrepentirnos del pasado y temer el futuro, lo que nos hace infelices. 

El hombre al que se conoce como el padre del mindfulness moderno, Jon Kabat-Zinn, denomina a este fenómeno «enfermedad del pensamiento». Aprender a concentrarse reduce el pensamiento circular, por lo que el diagnóstico de Kabat-Zinn es que «toda la sociedad padece a gran escala un trastorno por déficit de atención». No se contemplan otras fuentes de malestar cultural. En el libro de Kabat-Zinn La práctica de la atención plena, la única vez que se menciona la palabra «capitalista» es en una anécdota sobre un inversor estresado que afirma: «Todos padecemos una especie de TDA [trastorno por déficit de atención]».

Los defensores del mindfulness, tal vez involuntariamente, favorecen el statu quo. En lugar de debatir cómo monetizan y manipulan la atención empresas como Google, Facebook, Twitter y Apple, sitúan la crisis en nuestra cabeza. El problema inherente no es la naturaleza del sistema capitalista, sino la incapacidad de los individuos para ser conscientes y resilientes en una economía precaria e incierta. Luego nos venden soluciones que nos convierten en capitalistas conscientes y satisfechos.

La ingenuidad política que eso conlleva es asombrosa. El pregón de la revolución no se produce a través de las protestas y de la lucha colectiva, sino en la cabeza de los individuos atomizados. «No es la revolución de las personas desesperadas o desfavorecidas de la sociedad», apunta Chris Goto-Jones, especialista crítico con las ideas del movimiento, «sino una revolución pacífica dirigida por estadounidenses blancos de clase media». Los objetivos no están claros, aparte de obtener la paz mental en el ámbito privado.

Al practicar mindfulness, la libertad individual se obtiene supuestamente a través de la «conciencia pura», sin dejarse distraer por influencias externas y corruptivas. Basta con cerrar los ojos y controlar la respiración. Y ese es el punto crucial de la supuesta revolución: el mundo cambia lentamente, de individuo consciente en individuo consciente

Esta filosofía política recuerda extrañamente al «conservadurismo compasivo» de George W. Bush. Con el repliegue a la esfera privada, el mindfulness se convierte en una religión del yo. La idea de una esfera pública se deteriora, y cualquier goteo de compasión se produce de casualidad. Como resultado, señala la teórica política Wendy Brown, «el cuerpo político deja de ser un cuerpo y se convierte en un grupo de emprendedores y consumidores individuales».

El mindfulness, como la psicología positiva y la más amplia industria de la felicidad, ha despolitizado y privatizado el estrés. Si estás triste porque te han despedido, has perdido tu seguro médico o ves cómo tus hijos se endeudan con préstamos universitarios, es tu responsabilidad aprender a ser más consciente

Jon Kabat-Zinn nos garantiza que «la felicidad es un trabajo interno» que solo requiere prestar atención al momento presente de forma consciente, deliberada y sin emitir juicios. Otro expresivo impulsor de la práctica meditativa, el neurocientífico Richard Davidson, sostiene que «el bienestar es una habilidad» que se puede entrenar, igual que entrenas los bíceps en el gimnasio. 

Lo que se conoce como revolución del mindfulness acepta sumisamente los dictados del mercado. Guiada por unos valores terapéuticos centrados en reforzar la resiliencia mental y emocional de los individuos, respalda los supuestos neoliberales de que cada cual es libre de elegir sus respuestas, gestionar las emociones negativas y «florecer/progresar» mediante varias formas de cuidado personal. Al plantear su oferta de esta manera, muchos instructores de mindfulness excluyen del programa afrontar de forma crítica las causas del sufrimiento en las estructuras de poder y en los sistemas económicos de la sociedad capitalista.

Si esta versión del mindfulness tuviese un mantra, sus seguidores corearían: «Yo, mí, me, conmigo». Como apunta mi colega C. W. Huntington, lo primero que preguntan muchos occidentales cuando se plantean practicarlo es: «¿Qué me puede aportar?». El mindfulness se vende y comercializa como un medio de ganancia y gratificación personal. Lo que se llama optimización propia. Quiero reducir mi nivel de estrés. Quiero potenciar mi concentración. Quiero mejorar mi productividad y mi rendimiento.

Se invierte en mindfulness como quien invierte en bolsa, esperando recibir un buen dividendo. El escéptico David Forbes lo resume en su libro Mindfulness and Its Discontents:
 «¿Quién quiere quitarse el estrés y ser feliz? ¡Yo! El Complejo Industrial del Mindfulness quiere ayudarte a ser feliz, promover tu marca personal y, claro está, llevarse unos cuantos billetes (tuyos y míos) por el camino. La simple premisa es que, al practicar mindfulness, al ser más consciente, serás más feliz, independientemente de cuáles sean tus pensamientos, sentimientos o acciones en el mundo».
Esto es claramente un reflejo de las normas capitalistas, que distorsionan muchos elementos del mundo moderno. Sin embargo, el movimiento de mindfulness las acoge activamente, desestimando a los críticos que preguntan si de verdad hace falta que sea así.



* Fragmento del libro McMindfulness publicado en Ethic, 02.02.22.

La libertad interior en un campo de exterminio


Entrada al campo de exterminio de Auschwitz. Arriba se lee en alemán: "El trabajo te libera".


"¿Qué es, en realidad, el hombre?
Es el ser que siempre decide lo que es"


Víktor Frankl


Este intento de descripción psicológica y explicación psicopatológica de las características del prisionero del campo quizá induzca a pensar que el hombre es un ser inevitablemente determinado por el entorno (en este caso, un entorno con una estructura insólita, con leyes dominantes y represivas infranqueables, a las que se debía someter). Pero ¿qué decir de la libertad humana? ¿No hay libertad de la conducta frente al entorno? ¿Es correcta la teoría que concibe al hombre como mero resultado de factores condicionantes, sean biológicos, psicológicos o sociológicos? ¿No es el hombre un producto accidental de esos factores? Y, lo que es más importante, las reacciones psicológicas de los reclusos ante el particular mundo del campo de concentración ¿demuestran que el hombre no puede escapar a la influencia de su entorno? ¿Carece el hombre, en tales circunstancias, de capacidad de elección si se limita o anula su libertad de actuar? Se puede contestar a esas preguntas desde la óptica de la experiencia y también con arreglo a principios. La experiencia de la vida en el campo de concentración demuestra que el hombre mantiene su capacidad de elección. Abundan los ejemplos, a menudo heroicos, que prueban que se pueden superar la apatía y la irritabilidad. El hombre puede conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en terribles estados de tensión psíquica y física.

Los supervivientes de los campos aún recordamos a los hombres que iban a los barracones a consolar a los demás, ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Quizá no fueron muchos, pero esos pocos son una muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la libertad humana —la libre elección de la acción personal ante las circunstancias— para elegir el propio camino.

Y allí siempre había ocasiones para elegir. Cada día, cada hora, brindaba la oportunidad de tomar una decisión, una decisión que estipulaba si uno se sometería o no a la presión que amenazaba con arrebatarle el último vestigio de su personalidad: la libertad interior. Una decisión que prefijaba si la persona se convertiría —al renunciar a la libertad y la dignidad— en juguete de las condiciones del campo, dejándose moldear por ellas hasta convertirse en el prisionero «típico».

Vistas desde este ángulo, las reacciones psicológicas de los prisioneros de un campo de concentración van mucho más allá de la mera expresión de determinadas condiciones físicas y sociológicas. Por mucho que todas ellas —la falta de sueño, la escasísima alimentación y las múltiples tensiones psíquicas— nos induzcan a suponer un comportamiento estereotipado de los reclusos, se advierte, en un análisis más profundo, que el tipo de persona en que se convertía cada prisionero era más el resultado de una decisión personal que el producto de la tiranía del Lager. De modo que cada hombre, incluso en condiciones trágicas, puede decidir quién quiere ser —espiritual y mentalmente — y conservar su dignidad humana.

Dostoyevski escribió: «Solo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos». Estas palabras acudían constantemente a mi mente al conocer a esos mártires cuya conducta, sufrimiento y muerte en el campo suponían un testimonio vivo de que el reducto íntimo de libertad nunca se pierde. Ellos fueron dignos de su sufrimiento; la manera en que lo soportaron supuso una verdadera hazaña interior. Precisamente esa libertad interior, que nadie puede arrebatar, confiere a la vida intención y sentido.

Una vida activa cumple con la finalidad de brindar al hombre la posibilidad de desempeñar un trabajo que le proporciona valores creativos; una vida contemplativa también le concede la posibilidad de hallar la plenitud al experimentar la belleza, el arte o la naturaleza. Pero también atesora sentido una vida exenta de creación o contemplación, que solo admite una única capacidad de respuesta: la actitud de mantenerse erguido ante su inexorable destino, como por ejemplo en un campo de concentración. En esas condiciones, al hombre se le niega el valor de la creación o de la vivencia, pero aun así la vida ofrece un sentido. De manera que todos los aspectos de la vida son significativos; también el sufrimiento. Si hay un sentido en la vida, entonces debe haber un sentido en el sufrimiento. La experiencia indica que el sufrimiento es parte sustancial de la vida, como el destino y la muerte. Sin ellos, la existencia quedaría incompleta.

Mientras que la principal preocupación de la mayoría de los prisioneros se resumía en la pregunta: ¿sobreviviremos? —de no ser así, no valdrían de nada los atroces sufrimientos—, a mí me angustiaba otra cuestión: todo este sufrimiento, todas esas muertes, ¿tienen un sentido? —pues, de no ser así, tampoco tendría sentido sobrevivir a la estancia en el Lager—. Una vida que consistiera solo en salvarse o perecer, cuyo sentido dependiera del azar de las miles de arbitrariedades que conforman la vida en un campo de concentración, no merecería ser vivida.



* Fragmento del libro El hombre en busca de sentido, Primera Parte, Segunda fase: "La vida en el campo". 

Contra la defensa conservadora del Imperio español




José Luis Villacañas (filósofo, historiador y catedrático de la Universidad Complutense), escribió el libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico. Otra historia del imperio español (2021) en respuesta a un libro de María Elvira Roca Barea (ensayista conservadora y negacionista de las atrocidades españolas en América): Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español (2021).

El texto de Roca es una firme defensa de los imperios en general (con varias omisiones por lo demás) y del español en particular... contra sus malvados enemigos que han injuriado su gloriosa historia. Un escrito muy valioso para los monárquicos y franquistas de la España actual. Muy acorde también a las fantasías, falacias y mentiras de la derecha española sobre la grandeza y bondad del Imperio español.

Dejamos acá un apartado de la "1a. Parte: La teoría" del libro de Villacañas.


Los superiores


José Luis Villacañas


El libro de Roca Barea se levanta contra la indolente España. La autora también. Se multiplica, viaja, llega a la omnipresencia y por doquier deja tras de sí titulares arrojados, combativos, apologéticos. Por todos sitios, mano a mano, el libro Imperiofobia y su autora inyectan autoestima en la deprimida España. «¿Qué me han estado contando?», exclama un famoso locutor de radio tras leerlo, como si por fin accediera a una verdad revelada y abandonara una existencia provisional, precaria. A su paso, todos se rinden. «Es la hora de desmontar toneladas de propaganda sobre España», confiesa no sin entusiasmo otro preclaro lector. Una nueva iluminada, afamada directora de cine, identifica los intereses inconfesables contra España de nuestros vecinos del norte, los responsables de extender la leyenda negra, los mismos que ahora dejan libre a Puigdemont. La propia editorial, con no menos convicción, manifiesta que este libro ayudará a plantear de manera adecuada el futuro. Aunque no sabemos el futuro de qué o de quién, no es de extrañar que esta nueva revelación acerca de la verdad de España haya generado un entusiasmo casi evangélico. Miles de lectores aclaman el libro. En todas las conferencias en las que me veo envuelto me piden opinión sobre él y, antes de que diga una palabra, los presentes se lanzan a comentar el libro con fervor. Hace poco, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores del reino de España, el señor Borrell, ejemplo de ave fénix, confiesa que lo está leyendo y que lo recomienda.

Algo de verdad debe de haber en este libro que se ha convertido en un fenómeno político y algo de representativo tendrá su autora, una mujer que no mantiene inhibición alguna respecto de sus opiniones y las expresa todas ellas, acertadas y disparatadas, con la misma frescura, casi con descaro desafiante. No podemos decidir todavía si la verdad afecta a los enunciados del libro o, sencillamente, se refiere a que el libro es un síntoma de la verdad de una parte del público español. Y más aún: síntoma no solo del nivel intelectual de las clases acomodadas de España, sino también de su salud moral. Algo de síntoma de esa doble verdad ética y dianoética de tantas gentes de España tendrá también el estilo de argumentar y de pensar de Roca Barea, directo, brutal, sin remilgos, a martillazos, compulsivo; una cierta afinidad electiva ha de haber entre este volumen y una parte de la ciudadanía española que compra libros y los lee, y no libros ligeros, sino como este, de muchas páginas, caja amplia y letra menuda.

No es la primera vez que ocurre. Desde los textos de Manuel Fernández Álvarez sobre Carlos V, a los que tanto se parece Imperiofobia, ningún otro ensayo histórico ha sido atendido por un público tan amplio entre la población lectora española. No puede ser el azar. En un caso se trató de la reivindicación del Imperio carolino por parte de un catedrático formado en la universidad franquista. Aunque con muchas debilidades de estilo, don Manuel tenía un sólido saber y una exigencia de verdad. Este libro de Roca Barea es otra cosa, por mucho que haya seducido a miles de los lectores de aquellos grandes tomos sobre Carlos V y Felipe II. Sin embargo, su aspiración es otra y sus miras más amplias. Roca Barea no emprende solo la defensa del imperio español. A su modo, pretende ser la defensora de cuatro grandes imperios mundiales: Roma, España, Estados Unidos y Rusia. En realidad, la defensa de Roma es tibia y la de Rusia, extraña en un libro español. Al final, el texto tiene un valor sintomático porque, se limita a una defensa del imperio actual de los Estados Unidos y del antiguo imperio español. La operación de la Generación del 98 ha quedado atrás, clausurada. El intento del 98 comenzó con la contraposición entre el imperio del espíritu, representado por el legado español, y el imperio de la materia y el dinero, el de los Estados Unidos. Rubén Darío ayudó mucho a este movimiento con su «Oda a Roosevelt», junto con el Ariel de José Emilio Rodó, que puso a circular la identificación de Estados Unidos con el nuevo y brutal Calibán. Maeztu, que venía de abandonar Cuba, le dio aliento español a la rivalidad del cosmos hispano contra el mundo yankee. Ese fue el sentido de su vida. Hasta el final.

Imperiofobia, que da un giro notable al argumento, emprende a la vez y sobre todo la defensa de los dos imperios, el americano y el español, antaño indispuestos desde el hundimiento del Maine. Con ello, podemos apreciar en este libro un giro radical en la orientación mental del ensayo político español. ¿Nos ofrece Imperiofobia una ékphrasis [Descripción precisa y detallada de un objeto artístico] de la foto de las Azores entre Bush hijo, Aznar y Blair? No del todo. Gran Bretaña, el imperio más decisivo de todos los occidentales, no aparece en la foto de Roca Barea. Es demasiado protestante para que nuestra autora lo aprecie. Su amor por los imperios es claramente menor a su odio al protestantismo. ¿Y Turquía, uno de los mayores imperios territoriales que han existido jamás? Tampoco está presente. El islam está fuera de la óptica de este libro, que selecciona de forma muy extraña sus elementos geoestratégicos. Hoy no podemos considerar un azar que este libro alabe los Estados Unidos, gobernados por Donald Trump; a Rusia, desde hace tiempo gobernada por Putin, y a la España imperial, reivindicada por José María Aznar y ahora por Pablo Casado.

No adelantemos acontecimientos, sin embargo. El libro pretende ser por encima de todo la defensa de la forma política «imperio». Su autora desea argumentar que los imperios son positivos, beneficiosos, inevitables, como el rayo en la tormenta que ilumina el mundo perdido en un bosque tenebroso. Si este libro se recibe sin distancia crítica, es fácil que produzca encendidos defensores de un imperio que no sabemos todavía qué rostro tendrá, de un imperio futuro para el que quizá nos prepara Roca Barea. En la opinión de nuestra autora, los imperios son necesarios, buenos para la humanidad. La primera pregunta que debemos hacernos es por qué cree eso. Según se deriva del libro, es una firme defensora de una mezcla de darwinismo y nietzscheanismo que ya inspiró a las clases acomodadas españolas de la Restauración de 1876, que legitimaron su poder en el duro combate de la lucha por la vida, como lo vio muy bien Pedro Cerezo en su imprescindible volumen El mal del siglo. Para Roca Barea, como para los próceres del siglo XIX al estilo de Joaquín Sánchez de Toca, el mundo también está dividido en seres humanos superiores e inferiores. Estos últimos son los que viven anclados en un prejuicio antimperial, los portadores de la imperiofobia, los forjadores de las leyendas negras, los fracasados de la historia, esas élites locales casposas, clientelares y poco flexibles [56], atrasadas y oligárquicas.

Hay dos palabras que se oponen con rotundidad en este libro. Por un lado, la forma imperial; por otro, la oligarquía local. El ejemplo perfecto de esta segunda forma es todo nacionalismo excluyente e introvertido, léase subliminalmente y para nosotros el catalán. Afortunadamente, los imperios nos libran de ellos. Así argumenta Roca: «Aparece el imperio y rompe las viejas estructuras locales ya muy artríticas. Por lo pronto, ofrece oportunidades de promoción social, […] otros caminos hacia la cumbre o al menos hacia las colinas. Los imperios son principalmente meritocracias»[57]. La autora parece ofrecernos una ley histórica, una secuencia necesaria. «Aparece el imperio…», dice, y luego todo lo demás se sigue con precisión providencial. Es como una revelación mesiánica, de efectos fulminantes. Tras la irrupción imperial apreciaremos las cumbres, o al menos llegaremos a las colinas. Y las oligarquías locales desaparecen, por fin, en la ciénaga. Todo sucede como en las canciones de mi infancia: «Montañas nevadas, banderas al viento / el alma tranquila, yo sabré vencer». ¿Hay que recordar cómo comenzaba aquella canción que resonaba al unísono en los patios de las escuelas de España en los años 60? Comenzaba así: «Voy por rutas imperiales / caminando hacia Dios».

No nos perdamos en oscuras melancolías, porque por el momento no acaban ahí los beneficios de los imperios. Dado lo atrasado de las élites locales, de las oligarquías ansiosas de mantener privilegios, los imperios por lo general tienen que intervenir pacificando gentes díscolas, bárbaras. Por eso «ningún imperio ha podido serlo sin asumir el papel de gran gendarme»[63]. Como sabía el viejo Carl Schmitt, las guerras imperiales no son guerras, sino pura persecución policial del criminal. Los intereses imperiales no son los propios, sino los intereses de la humanidad entera. Sus rivales no defienden intereses legítimos (un problema ante el que Roca Barea retrocede: «gran asunto el de la legitimidad del poder», dice muy seria en la página 56), sino que solo oponen obstáculos al progreso. Por eso es natural el resultado: «los imperios pagan por el hecho de serlo un gran tributo de sangre, en ocasiones bastante elevado, para resolver sus problemas y también los de los otros»[63]. Aquí sugiero que repararemos en el ritmo de la frase, en la coda, en el final, en ese point de capiton [un significante queda abrochado a un significado y se constituye una significación]: puestos a resolver problemas, los imperios resuelven «también los de los otros». Generosos, los imperios derraman la sangre de sus hijos para resolver los problemas de los demás, esos pueblos inferiores. ¿Estará pensando Roca Barea en cómo los Estados Unidos resolvieron los problemas de Corea, Vietnam, Afganistán o Irak? ¿O estará pensando en España? ¿Qué problemas de «los otros» resolvió Pizarro? ¿O Cortés? Ya lo veremos. En todo caso, lo que no podían pedir estos pueblos díscolos y bárbaros es que los imperios resolvieran sus asuntos gratis. En su ejemplo, no podían exigir que los romanos fueran a todos sitios a «arreglar los desaguisados que se organizaban cada dos por tres en territorio heleno y luego irse a casa»[65]. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Ya que estaban allí, tras resolver los problemas de los demás, se cobraban los costes (rescataban decían los castellanos, cuando entraron a saco en la conquista de Málaga, una palabra que se empleó después de forma habitual en las Indias).

Como de pasada, Roca Barea menciona los inevitables impuestos o rescates que hay que pagar al gendarme imperial [63]. Al final, el veredicto favorable se impone: «El yugo de Roma es leve comparado con otros»[64]. Con cuáles otros, no lo sabremos por el momento, pero al menos de algo no cabe duda. Roca también piensa en el imperio español y en los rebeldes criollos americanos que lograron la independencia de España hace ahora dos siglos. A todas esas naciones jóvenes americanas les pregunta si acaso «¿Les fue mejor […] sin el imperio español?». Por supuesto, la pregunta adecuada debería ser esta: ¿cómo nos fue a nosotros, desde los cien mil hijos de san Luis, las continuas asonadas de espadones, las cuatro guerras civiles y las dos repúblicas fallidas? Si apreciamos este poderoso isomorfismo entre ellos y nosotros quizá nos podamos preguntar adicionalmente: ¿Qué causas comunes hicieron que a unos y a otros, metrópolis y colonias, nos fuera igual de mal? ¿Tiene que ver con la herencia que les dejamos? Y la otra pregunta, todavía más importante: ¿ya nosotros, desde cuándo nos va bien? Roca se prohíbe esas preguntas. A fortiori, a España siempre le fue, le va y le irá bien. En todo caso, implícitamente, como en un susurro, escuchamos que el yugo de España era leve. Como el de Roma. Que se lo digan a los numantinos, como todavía Cervantes recordará en la obra que dedicó al formidable sitio del alto soriano, ejemplo del yugo ligero de los imperios; una obra la cervantina cuyo propósito tendríamos que investigar con atención. En todo caso, el darwinismo social de inferiores y superiores, eso que Roca Barea llama meritocracia, no le permite plantearse la pregunta correcta: ¿por qué tenemos que ponerle yugos a nadie? Ni suaves ni duros. ¿Qué tal si cada pueblo se hace responsable de sus asuntos? ¿Qué tal si los pueblos cooperan sin tener que medirse como superiores o inferiores? ¿Qué tal si los pequeños se unen para garantizarse recíprocamente la libertad y disponer del poder de no verse uncidos al yugo de nadie? Para Roca esto es sencillamente inviable. Hay pueblos inferiores y lo único que entienden los inferiores es el yugo. Uno, el de sus oligarquías, es duro y opresivo; el otro, el de los imperios, es suave y ligero como el prometido por el Mesías.



* Fragmento del libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico. Otra historia del imperio español. Los números entrecorchetes indican las páginas de la edición del texto de Roca que usó Villacañas.

La economía feminista: Una propuesta clasificatoria




Amaia Pérez Orozco

 

 

La economía feminista se caracteriza, a nivel epistemológico, por cuestionar las bases mismas de la epistemología ilustrada. En primer lugar, cuestiona la división sujeto/objeto. En segundo lugar, se asegura que el sujeto protagonista de la ciencia ilustrada, ente abstracto caracterizado por la razón capaz de ver todo, desde ningún sitio y sin ser visto, es un sujeto imposible, y que, en cambio, la identidad del agente de conocimiento es relevante, porque sus valores e intereses se reflejarán en el conocimiento que produzca --así, la economía hecha por hombres refleja intereses de género. En tercer lugar, frente a la visión del proceso de obtención de conocimiento como un ejercicio individual, de sujetos aislados de su entorno social y exento de valores, se aduce que éste es un proceso social, que está, por tanto, indisolublemente ligado a los conflictos sociales, entre ellos, el de género. Por último, sobre los criterios legitimadores del conocimiento cabe decir que el de la objetividad es el más claramente cuestionado; la objetividad como neutralidad valorativa se considera no sólo un imposible, sino una forma de ocultar los verdaderos intereses que subyacen al discurso científico. La economía feminista propone formas alternativas de objetividad, pero no logra un acuerdo sobre el cuestionamiento o la renuncia a los criterios de universalidad y verdad. Es más, un arraigo especialmente fuerte de estos principios ilustrados, hacen que la economía feminista sea uno de los ámbitos del conocimiento feminista en los que más está costando redefinir las bases epistemológicas androcéntricas.

 

A nivel del ámbito de estudio, la economía feminista se caracteriza por asumir como tarea prioritaria el replanteamiento de la estructura androcéntrica que identifica la economía con lo monetizado y desvelar los sesgos androcéntricos subyacentes. En primer lugar, se pretende dar una definición más amplia de lo económico que, de forma clave, atienda a las actividades invisibilizadas históricamente realizadas por las mujeres. Se trata, por tanto, de descentrar a los mercados hacia los que se había dirigido la mirada primordial o exclusiva. Este descentramiento tiene que permitir, en segundo lugar, una recuperación de los elementos femeninos invisibilizados, recuperando a las mujeres como agentes económicos. En tercer lugar, es necesario mostrar las relaciones de poder de género que subyacían a la estructura dicotómica y, a la par, convertir dichas relaciones en un objeto legítimo de estudio económico. Todo esto tiene consecuencias metodológicas y se argumentan reformulaciones más o menos profundas de los marcos preexistentes.

 

El último elemento definitorio de la economía feminista que vamos a señalar en este texto es que, frente a una disciplina masculinizada que valora la investigación pura, al margen de su aplicabilidad para la comprensión y la solución de los problemas concretos de las personas, la economía feminista apuesta por dar a estos últimos una atención prioritaria. Por tanto, el análisis del funcionamiento de los sistemas económicos y el impacto del mismo y de las políticas económicas, atendiendo a las situaciones distintas de diversos grupos sociales y redefiniendo los criterios valorativos bienestar, desarrollo, pobreza..., adquiere una importancia central. Todo esto apunta, asimismo, a la necesidad de desarrollar perspectivas feministas de la macroeconomía, dimensión en la que la evolución está siendo más lenta. En todo caso, el objetivo final no es detenerse en el análisis de la realidad, sino mejorar las condiciones de vida de las mujeres y de la población en general. Por tanto, la economía feminista se erige como un enfoque normativo y asume como tarea propia la propuesta de soluciones.

 

 

3.1 La economía feminista de la conciliación

 

La economía feminista de la conciliación pretende redefinir los conceptos fundacionales de economía y trabajo, recuperando el conjunto de actividades femeninas invisibilizadas condensadas en el trabajo doméstico y conjugar esta recuperación con los conceptos y marcos previos. Pueden distinguirse varias fases de dicha recuperación. En primer lugar, se saca a la luz la existencia de toda una esfera de actividad económica, relacionada con el trabajo doméstico y la reproducción, que, hasta entonces, había sido negada. Se redefine el concepto de trabajo para abarcar el trabajo doméstico y se analizan sus características. Otra cuestión que ha centralizado muchos esfuerzos ha sido la de la medición de este tipo de trabajo el texto pionero puede afirmarse que es Waring (1988), debatiendo sobre las causas de su exclusión de los sistemas de contabilidad nacional y qué método es el adecuado para remediarla: si la medición en términos monetarios respecto al coste de los inputs: método del coste de oportunidad, del coste de reemplazo y del coste de servicios, o con referencia al outputo en términos temporales.

 

En segundo lugar, se visibilizan las relaciones de género de desigualdad. El objetivo de la recuperación del trabajo doméstico no es una simple mejora «técnica» del análisis, sino una mejora de las posiciones de las mujeres. Se identifica la desigual adscripción del trabajo de mercado y doméstico entre hombres y mujeres respectivamente. Para comprender estas implicaciones de género empiezan a integrarse en el análisis económico términos hasta entonces ajenos al mismo género, sexo, patriarcado... Como resultado, aparecen dos conceptos centrales. Por un lado, el de división sexual del trabajo que, de origen marxista, pero posteriormente utilizado por el conjunto de economistas feministas de la conciliación, pretende captar toda una estructura social en la que «el trabajo no se distribuye de modo neutral, que hombres y mujeres tienen puestos diferentes en el mundo del trabajo profesional y doméstico» (Maruani, 2000: 65). Por otro, el de familia nuclear tradicional basada en el modelo hombre ganador de ingresos/mujer ama de casa; de origen más vinculado a los análisis micro de corte neoclásico, que pretende describir la concreción micro de dicha estructura social, su materialización en la unidad de convivencia y decisión económica básica, la familia.

 

En tercer lugar, se analizan las causas del desigual reparto, lo cual supone preguntarse por las interconexiones entre las esferas del mercado y de los hogares. Podemos afirmar que hay dos vías primordiales de respuesta. Por una parte, las que proporcionan una explicación economicista y unidireccional, achacando todo lo que ocurre en el ámbito doméstico a consecuencias de intereses y procesos mercantiles; y/o bien aplicando una metodología estricta derivada del análisis de los mercados para poder comprender los procesos que ocurren fuera de ellos. Entre ellas, puede nombrarse al debate sobre el trabajo doméstico, que afirma la preponderancia de una lógica del capital que determina lo que ocurre en el ámbito doméstico y aplica un método marxista sin reelaborar; así como a las reelaboraciones feministas de la NEF [Nueva Economía de la Familia], con su adherencia a la metodología neoclásica y la consideración de que la lógica de maximización de funciones de utilidad explica los procesos tanto mercantiles como no mercantiles (un balance en Wolley, 1999). Por otra parte, hay corrientes que aseguran que la realidad es una compleja interacción de fuerzas mercantiles y no mercantiles, de relaciones de clase y de género; y que hay que atender a la intervención entretejida y simultánea de todas ellas para comprender lo que ocurre con los trabajos y la posición económica de las mujeres. Son explicaciones bidireccionales que atienden a elementos hasta entonces ausentes de los análisis económicos y que implican la necesidad de ampliar las categorías económicas y alterar de los marcos con la introducción de nuevos conceptos. Puede decirse que se ha ido produciendo una evolución relativamente consensuada hacia esta postura. Esto supone entender que existe un proceso de retroalimentación entre las desigualdades laborales entre mujeres y hombres en lo doméstico y en el mercado (p.e. Rodríguez, 2004); que las economistas de corte neoclásico explican en función de la interdeterminación de las identidades de género y los procesos mercantiles (p.e. Badgett y Folbre, 1999; Akerlof y Kranton, 2000) y las economistas de tendencia marxista como una doble consecuencia de la coexistencia del capitalismo y el patriarcado.

 

En cuarto lugar, es el análisis de ambas esferas económicas el que permitirá explicar la totalidad de la realidad y de la actividad económica de la mujeres. Se logra acabar con el mito de la «falsa economía» (Else, 1996), en la que los mercados y los hombres son autosuficientes, mientras que los hogares y las mujeres dependen de ellos. El enfoque producción-reproducción (p.e. Carrasco et al., 1991; Humphries y Rubery, 1984) es el que más claramente establece que integrar esas dos esferas económicas la producción, tradicionalmente tenida en cuenta por los análisis androcéntricos y la reproducción, recientemente recuperada por las feministas concediéndoles la misma importancia analítica, supone entender los procesos de generación de bienestar social. Es en ese proceso conjunto donde las mujeres tiene una doble presencia (Balbo, 1978). Es decir, no es sólo que las mujeres no estén ausentes del sistema económico imagen promovida desde los enfoques androcéntricos, sino que tienen una presencia doble tanto en el ámbito mercantil como en el doméstico.

 

 

3.2. La economía feminista de la ruptura

 

Puede decirse que esta corriente se encuentra en fase actual de crecimiento y que, hoy por hoy, asume como tarea primordial, por un lado, situar en el centro del análisis la sostenibilidad de la vida y explorar las consecuencias de esto en el cuestionamiento de todas las concepciones conceptuales y metodológicas previas y, por otro, atender no sólo a las diferencias entre mujeres y hombres, sino a las relaciones de poder entre las propias mujeres.

 

Esta corriente considera que la estrategia de la economía feminista de la conciliación de integrar una nueva esfera de actividad económica el hogar, el trabajo doméstico, la reproducción al análisis previo implica problemas insuperables. Entre ellos: que el centro del análisis sigue siendo lo mercantil y que las esferas feminizadas no dejan de tener una importancia secundaria, al integrarse en el análisis de forma derivada, por su similitud con lo que ocurre en el mercado. Por tanto, lo mercantil y masculino sigue siendo el núcleo duro (Himmelweit, 1995).

Al permanecer dentro de una concepción binaria de las actividades económicas (mercado/masculinizado y hogar/feminizado, etc.), los sectores «añadidos», a pesar de ser reconocidos y contabilizados, siguen estando atrapados en la posición subordinada, minusvalorada/desvalorizada vis a vis la economía ‘central’.» (Cameron y Gibson-Graham, 2003: 14)

Además, es una estrategia que impide valorar la diversidad de actividades realizadas por las distintas mujeres, al dar un concepto de trabajo doméstico muy centrado en la experiencia femenina occidental (Wood, 1997). La economía feminista ha adolecido de los mismos sesgos etnocéntricos de los que se ha acusado a gran parte de la teoría feminista.
 

Así pues, esta perspectiva propone una estrategia alternativa: centrar el análisis en los procesos de sostenibilidad de la vida (Carrasco, 2001), es decir, los procesos de satisfacción de las necesidades humanas. Producción y reproducción no tienen el mismo valor analítico, es más, la producción, los mercados, no tienen valor en sí mismos, sino en la medida en que colaborar al o impiden el mantenimiento de la vida, que es la categoría central de análisis. Como afirma Izquierdo, renunciando a su previa adherencia al enfoque producción-reproducción:

«La actividad fundamental de los seres humanos, como la de cualquier ser vivo, es la de producir o destruir vida, ese es el eje que permite estudiar las actividades productivas y no la aproximación dual que hice en trabajos anteriores» (1998: 276).

El uso del concepto de sostenibilidad de la vida como categoría primaria del análisis no da una definición cerrada y estática de la economía, sino que busca abrir un espacio al conjunto de relaciones sociales que garantizan la satisfacción de las necesidades de las personas y que están en estado de continuo cambio (Power, 2003). Es decir, es un concepto social, que pretende trascender situaciones individualizadas de acceso a los recursos y que implica que las «cuestiones sobre el poder y sobre el acceso desigual al poder son parte del análisis desde el comienzo» (Power, 2003: 4). Un elemento clave es el reconocimiento de las diferencias y las relaciones de poder entre las propias mujeres; se renuncia, por tanto, a la búsqueda de un sujeto unitario, con unas experiencias e intereses comunes que definan a «la mujer» en el mundo.

 

Hablar de necesidades supone entrar en un debate ético sobre el proceso de creación y expresión de las necesidades y entender las mismas en un sentido multidimensional. «Las necesidades humanas son de bienes y servicios pero también de afectos y relaciones» (Carrasco, 2001: 14). Las facetas material e inmaterial han de entenderse conjuntamente. Esto supone introducir elementos tales como el afecto, el cuidado, el establecimiento de vínculos sociales, la participación en la dinámica colectiva, la libertad... que han sido históricamente asociados a la feminidad y han permanecido en la periferia de los análisis económicos (Beasley, 1994). Supone también revalorizar y reconocer la especificidad de los trabajos femeninos, porque es desde ellos desde donde se satisfacen mayoritariamente esas dimensiones «inmateriales». Esto implica que la noción de trabajo utilizada para delimitar el análisis ya no puede tener una referencia mercantil, porque todas las actividades que entren a formar parte de los procesos de sostenibilidad de la vida han de incluirse en el análisis y reconocerse en su diversidad.

«Entendemos el trabajo como la práctica de creación y recreación de la vida y de las relaciones humanas. En la experiencia de las mujeres, trabajo y vida son la misma cosa. El trabajo nos permite crear las condiciones adecuadas para que se desarrolle la vida humana partiendo de las condiciones del medio natural.» (Bosch et al., 2004: 9)

Los límites difusos de este concepto implican el uso una estrategia localizada; para la economía feminista de la ruptura, es momento de romper los estrictos límites que había demarcado la economía, se considera más fructífero, en el momento actual, el cuestionar las limitaciones previas que el establecer fronteras alternativas que, de nuevo, distingan lo económico de lo no económico. Los conceptos de la economía feminista de la ruptura pretenden captar procesos, no esencias. Todo lo cual se relaciona con la radical interdisciplinariedad del análisis y con la ampliación de los métodos; el objetivo es poder entender aquello que se considera relevante, sin limitaciones metodológicas previas, dando como resultado una economía «orientada a los problemas» y no «orientada al método» (Robeyns, 2000: 19).

 

Atender de forma localizada a los procesos de satisfacción de la vida tiene varias implicaciones fundamentales. En primer lugar, no sólo se afirma la existencia de más esferas económicas además de las monetizadas, sino que la determinación de las esferas y agentes relevantes ha de producirse para cada contexto, sin poder ser determinarse a priori, y «en relación con los efectos que tienen sobre la vida humana y el medio en que se desenvuelve la misma» (Izquierdo, 1998: 275). Por tanto, los mercados y la experiencia masculina en los mismos dejan de ser la encarnación de la normalidad y normatividad económica. Puede afirmarse que las experiencias femeninas responsabilizadas de la gestión cotidiana de la vida responden a una lógica mucho más económica, en el sentido de ceñirse a la sostenibilidad de la vida y no a necesidades mercantiles de acumulación. Esto se relaciona con una segunda implicación esencial: el reconocimiento de la coexistencia de dos lógicas de funcionamiento social antagónicas, coexistentes allí donde se han expandido los mercados capitalistas. Por una parte, la lógica de acumulación, interna a los propios mercados, que implica que éstos funcionan en la medida en que se generan beneficios, pudiendo, de manera derivada, satisfacer necesidades --las expresadas mediante una demanda solvente--, pero que sin tener en ello su objetivo. Y, por otra parte, la lógica de mantenimiento de la vida, la que persigue las satisfacción de necesidades. Ambas lógicas son opuestas, existe una «contradicción profunda entre la obtención de beneficio y los estándares de vida de toda la población» (Bosch et al., 2004: 4). Por tanto, la tercera pregunta que surge es cómo se maneja este conflicto. «Entre la sostenibilidad de la vida humana y el beneficio económico, nuestras sociedades patriarcales capitalistas han optado por éste último» (Carrasco, 2001: 28). Es decir, el conflicto se resuelve otorgando prioridad a la lógica de acumulación, situando a los mercados como el eje en torno al cual se organiza la estructura socioeconómica, por lo que la vida ha de garantizarse desde otros ámbitos, ya que se niega la responsabilidad social en su mantenimiento. ¿Quién y desde dónde asume esta responsabilidad? Habitualmente, se relega a las esferas invisibilizadas del sistema económico, aquellas en las que las tensiones y el conflicto, inevitables, no se ven, no adquieren legitimidad social.

 

Es decir, la economía en un «‘Patriarcado Capitalista Blanco’ (¿cómo deberíamos llamar a esta escandalosa Cosa?)» (Haraway, 1991), puede representarse con la imagen de un iceberg. Metáfora que capta la idea básica de que, para mantener la parte privilegiada la mercantil a flote, se precisa la existencia de toda una serie de actividades invisibles desde las que se garantice la vida. Esas esferas invisibles han mantenido un estrecho vínculo histórico con la esfera de lo privado, lo doméstico, los trabajos no remunerados protagonizados por las mujeres. Por tanto, no es sólo que estos trabajos no reconocidos por los enfoques androcéntricos existieran, sino que su misma invisibilidad era requisito para que siguiera, sin ser cuestionado, un sistema que relegaba las necesidades humanas a un segundo plano. El reparto de trabajos en semejante sistema se realiza por ejes de poder, es decir, el sistema económico, basado en la desigualdad, recrea relaciones sociales de poder, de género, pero no sólo.

 

Por tanto, la actividad de las mujeres en esas esferas, se califica como de presencia-ausente (Hewitson, 1999), pretendiendo captar el doble sentido de que sus trabajos eran económicamente relevantes, pero debían permanecer ocultos. En la medida en que las mujeres protagonizan a un tiempo las actividades de mercado y las no remuneradas, hemos de hablar de doble presencia/ausencia (Izquierdo, 1998), término que capta el protagonismo dual de las mujeres, la contraposición de objetivos sociales, la imposibilidad de conciliar ambos, encarnada en los propios cuerpos femeninos, y la negativa de las mujeres a, a pesar de todo, elegir y aceptar que la estructura socio-económica es una realidad escindida.

 

En conjunto: la profundidad del conflicto de lógicas, el grado hasta el cuál los mercados se han situado en el epicentro de la organización social, la forma en que se resuelve u oculta el conflicto, qué agentes son responsables de garantizar la sostenibilidad de la vida y cómo se recrean relaciones de poder en el reparto de los trabajos son preguntas de gran importancia derivadas de la aplicación del concepto de sostenibilidad de la vida a un contexto capitalista.



* Fragmento, sin las notas a pie, del artículo "Economía del género y economía feminista: ¿Conciliación o ruptura?", publicado en Revista Venezolana de Estudios de la MujerAño 2005, Vol. 10, Número 24. Amaia Pérez Orozco es economista.

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