La élite chilena es antidesarrollo


Andrónico Luksic, Carlo Solari y Luis Enrique Yarur (Fuente: El Mercurio).


Es la élite chilena que no quiere compartir con los demás, no quiere cambiar nada, porque esto le acomoda mucho. Ahí está la piedra de tope


Juan Andrés Guzmán


Así como un temblor inusualmente largo despierta en los chilenos el temor de que sea el inicio de un gran terremoto, cada vez que baja el precio del cobre emerge otro miedo: que nuevamente Chile haya perdido una oportunidad histórica. Y que así como en la época del salitre, o en el boom de los ‘80, una vez más no hayamos sabido aprovechar una bonanza circunstancial para mejorar nuestra habilidades productivas y seguir desarrollándonos.

Aunque escuchamos todo el tiempo sobre lo innovadores que son los emprendedores chilenos, lo cierto es que el 60% de nuestras exportaciones sigue siendo materias primas. Y la experiencia internacional muestra que, salvo excepciones, ningún país se transforma en desarrollado de esa manera. Hay varias razones, pero tal vez la principal es que los productores de materias primas saben hacer muy poco para ser desarrollados, como dijo el economista de la Universidad de Harvard Ricardo Hausmann a CIPER en 2015.

El punto es que las materias primas pueden sacar a un país de la pobreza pero, tarde o temprano conducen a lo que los especialistas llaman “la trampa del ingreso medio”: a medida que el país prospera y las personas mejoran su nivel de vida, a sus industria les resulta cada vez más difícil competir con los bajos costos de naciones más pobres.

En un reciente informe de la OCDE se dice, sin dar explicaciones, que Chile, Uruguay y Trinidad y Tobago ya salieron de esa trampa, de lo que se podría colegir que somos oficialmente un país desarrollado (ver página 33). La mirada más aceptada, sin embargo, es que seguimos en ella y que para seguir desarrollándonos necesitamos hacer algo que no hemos hechos: mover las inversiones desde emprendimientos basados en mano de obra barata a otros que emplean más tecnología y trabajadores mejor preparados, y que, por lo tanto, generan bienes y servicios más valiosos.

Ese salto productivo no se da automáticamente. Por el contrario, es tan difícil de lograr que de los 101 países de ingreso medio en 1960, solo 13 se habían graduado como desarrollados en 2008, según un estudio del Banco Mundial (ver página 12 del informe). Lo frecuente es que los países que van camino al desarrollo no lo logren. Como en el cuento de la Cenicienta, el hechizo de las materias primas termina en algún momento de la noche. Y el paso de estar en el baile de palacio a vestirse con andrajos puede ser abrupto, como lo muestra nuestra historia.

Un reciente estudio examina las causas que han frenado el desarrollo de una política industrial en Chile e identifica la responsabilidad que le ha cabido a los gobiernos de la Concertación, a la élite económica y a la primera administración de Sebastián Piñera.

El estudio se titula El poder empresarial y el Estado mínimo: la derrota de la política industrial en Chile (Business power and the minimal state: the defeat of industrial policy in Chile) y fue publicado en diciembre de 2017 por los cientistas políticos Tomás Bril-Mascarenhas y Aldo Madariaga, en el Journal of Development Studies.

La investigación analiza a fondo el intento de las administraciones de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet por generar un Fondo de Innovación para la Competitividad (FIC) que obtuviera recursos del boom minero y redestinarlos a desarrollar industrias innovadoras a través del Consejo Nacional para la Innovación y la Competitividad (CNIC). El estudio describe cómo las grandes empresas torpedearon el proyecto en el Congreso, limitaron su aplicación y cómo finalmente en el primer gobierno de Piñera se desmanteló esa iniciativa.


Una élite muy rara

El estudio precisa que, salvo por el icónico caso del CNIC (que se detallará más adelante), la constante ha sido que ni el Estado ha promovido las políticas industriales ni las empresas las han demandado.

Bril-Mascarenhas dijo a CIPER que, por una parte, la Concertación tenía equipos técnicos convencidos de que era necesario impulsar políticas que sacaran a Chile de su dependencia de las materias primas, pero nunca quedaron en posición de influir sobre el Ministerio de Hacienda, que es el lugar desde donde se fijan muchas prioridades políticas desde el Consenso de Washington. Hacienda siempre fue dominado por las facciones más ortodoxas que “impulsaron disciplina fiscal, libre comercio y rechazaron la intervención económica del Estado”, afirman los académicos en su estudio.

Por otra parte, las élites económicas chilenas, que con su enorme poder tienen fuerza para hacer que sus necesidades sean satisfechas por el Estado, no demandaron políticas industriales. Más aún, las torpedearon. Bril-Mascarenhas sostiene que, en ese punto, la élite chilena es muy extraña en el contexto latinoamericano, donde usualmente sí piden políticas para sus áreas.

Bril-Mascarenhas sugiere que esta inusual aversión puede deberse a que en Latinoamérica “no encuentras otra élite tan firmemente anclada en el pensamiento económico de Chicago”, lo que probablemente se potencia en “los círculos cerrados donde se forma la élite chilena y que refuerzan la doctrina de Chicago sobre el Estado”.

Citando al politólogo norteamericano Ben Ross Schneider, Bril-Mascarenhas alude a una tercera explicación: la economía latinoamericana --y particularmente la chilena-- está dominada por unos pocos grandes grupos que tienen negocios muy diversificados, son como un portafolio de inversiones con intereses muy diversos. Así, cuando les va mal en un sector (por ejemplo, el cobre) tienen ingresos por otros sectores (pesca, retail).
-Esa estructura de negocios está tan bien hecha que esos grupos no necesitan una transformación productiva para mantener su alto nivel de rentabilidad -dijo Bril-Mascarenhas a CIPER.
De hecho, como lo describe Schneider en su libro El capitalismo jerárquico en Latinoamerica, la élite chilena usó el reciente boom de los commodities para acrecentar su participación en las materias primas y no como trampolín hacia negocios más productivos.

Bril-Mascarenhas dijo a CIPER que un último factor que le permite a la élite no recurrir al Estado en busca de políticas industriales, es que “durante la dictadura, el Estado reguló el sistema de pensiones de modo que las grandes empresas obtienen en el mercado de capitales un financiamiento a plazos larguísimos”.

En teoría ese financiamiento podría apoyar también a actores empresariales innovadores, pero Bril-Mascarenhas aclara que “las AFPs y otros inversores institucionales tienen una preferencia fuerte por los grandes jugadores ya consolidados”. Así, el sistema financiero chileno “favorece a los que ya tienen control del mundo corporativo, no a sus potenciales desafiantes”.

Bril-Mascarenhas y Madariaga citan como ejemplo de lo anterior que los tres grupos más grandes en 2007 --Angelini, Matte y Luksic--, tenían un poder económico equivalente al 15 % del PIB. Este peso económico les permitía “absorber la mayor parte de los préstamos de largo plazo proveídos por los bancos privados”. Los autores argumentan que, debido a ese acceso al crédito, estos grupos se opusieron a que el Estado participara más activamente en el mercado de los créditos pues, probablemente, eso se habría tenido que financiar con un aumento de los impuestos corporativos que ellos pagan y habría favorecido a sus competidores medianos y pequeños.

Esta falta de oferta y demanda de una política industrial prácticamente no ha cambiado a pesar de la dramática desindustrialización de Chile que ha afectado especialmente a las PYMES, las cuales han visto caer su participación en “ventas, empleo y acceso a créditos”. Y si la voz de las PYMES interesadas en políticas industriales no se ha oído en estos años, es porque la élite económica tuvo el poder para “silenciar la expresión pro-industrial de esas empresas”, escriben los autores.

El estudio consigna que entre 1970 y hoy el sector manufacturero pasó de representar un cuarto del PIB a ser solo el 10%, al mismo tiempo que se han expandido considerablemente los servicios con poca productividad (comercio, servicios comunitarios y administración pública). El resultado ha sido el estancamiento de la diversificación de lo que exportamos. Mientras en 1983, el 65% de nuestras exportaciones eran minerales, en esta década se ubican en el 60%. Esta dependencia tiene un agravante: las materias primas sin procesar crecieron su relevancia en nuestra canasta exportadora del 25% en 1983 al 40% en 2010.

La gravedad de la situación en la que estamos la resume una advertencia que nos hizo el gurú de la competitividad Michael Porter: “Estoy preocupado por Chile. Cada vez que vengo hay más tratados de libre comercio, pero no hay nada nuevo que vender. Siguen vendiendo lo mismo”... Y Michael Porter dijo esto en 2008. Hace 10 años.


Deteniendo la industrialización

En el discurso inaugural de su nuevo mandato, el Presidente Sebastián Piñera anunció que su gobierno estará orientado a alcanzar el desarrollo: “Hace 30 años los chilenos realizamos con éxito la primera transición, que nos permitió avanzar a una sociedad con libertad y democracia. Ella ya es parte del pasado. Ahora tenemos que emprender la nueva transición, esa que nos va a conducir a un Chile desarrollado y sin pobreza”.

Su programa, sin embargo, no considera que sea un problema para el desarrollo nuestra dependencia de las materias primas. Tampoco promete impulsar políticas industriales para que las empresas chilenas pasen a producir bienes y servicios con mayor valor agregado. En este tema, la estrategia que se observa, por ejemplo, en la anunciada rebaja tributaria a las grandes compañías, no inaugura una nueva transición, sino que enfatiza las ideas que dominan desde el retorno a la democracia: el Estado se debe enfocar en generar marcos para el crecimiento económico, pero no intervenir en lo que las empresas hacen.

El citado politólogo del MIT Ben Ross Schneider, que ha estudiado a los países que están en la llamada “trampa del ingreso medio”, sostiene que salir de ahí es más complejo que derrotar la pobreza. La razón: “la trampa” no es solo económica, es sobre todo política, pues las instituciones que permitieron a los países alcanzar el ingreso medio no son suficientes para seguir adelante (ver The Middle-Income Trap: More Politics than Economics, junto a Richard Dooner).

El salto al desarrollo, argumenta Schneider, requiere voluntad política, habilidad para mantener una ruta durante un largo tiempo, consensos sociales, colaboración entre empresas y Estado y políticas inclusivas. Pero requiere también, medidas para mejorar las capacidades tecnológicas y la formación de empresas y trabajadores que sean capaces de organizarse en negocios productivos. Todo eso demanda tiempo y la participación coordinada de actores que no se coordinan automáticamente (por ejemplo, entre los profesores de una escuela industrial y las empresas donde los jóvenes van a trabajar).

No solo eso. Schneider remarca que las condiciones que facilitaron la anterior fase de desarrollo (trabajadores mal pagados y mal preparados, desigualdad e informalidad), se vuelven un lastre, pues generan nudos de intereses y enclaves de desigualdad que impiden dar los pasos sucesivos, entre otras cosas, porque rompen la capacidad de la sociedad de trabajar junta.

Siguiendo esta línea, la investigación de Bril-Mascarenhas y Madariaga muestra que si seguimos atados a las materias primas es porque la política ha fallado. No han faltado los recursos, sino la falta de voluntad de parte de quienes han tenido el poder para dirigir esos recursos.

Consignan que ya desde fines de los ‘90 había datos suficientes para notar que el crecimiento que tuvo Chile en esa década (con años en que el PIB saltó al 10% anual) no lograba producir el salto industrial hacia la generación de mayor valor agregado. Los autores citan a un exalto funcionario del Ministerio de Hacienda que describe cómo, pese al declive del crecimiento, los partidarios de hacer de la CORFO una verdadera agencia de la política industrial perdieron una y otra vez frente a quienes, desde adentro del gobierno, promovían un Estado “neutral”.

En esa derrota influyó la férrea oposición de los empresarios y los partidos de derecha. “Si hubiéramos hablado de eso, habríamos tenido a todos sobre nosotros; a la prensa y a los extremistas neoliberales de la UDI”, les dijo una fuente que identifican como un funcionario de alto nivel del Banco Central. Política industrial era por entonces un concepto tabú.

En una reciente entrevista el economista Ricardo Ffrench-Davies recordó que en su administración, Frei Ruiz-Tagle intentó crear un programa de clúster. “En una reunión con grandes empresarios, en la que estuve presente, la reacción de algunos fue decir ‘ustedes con esto quieren destruir a la empresa privada’”, relató Ffrench-Davies.

A nivel internacional dominaba la misma convicción. Mientras Ronald Reagan había inaugurado en los ‘80 la era neoliberal con la frase “el gobierno no es la solución a nuestros problemas, el gobierno es el problema”, en 1996 el demócrata Bill Clinton ahondó en la misma línea anunciando que la era de “los grandes gobiernos ha terminado”.

Pero durante el gobierno de Ricardo Lagos, la reducción del crecimiento y el estancamiento de la diversificación productiva permitieron que los técnicos de la Concertación, partidarios de políticas industriales, tomaran la ofensiva. Argumentaron que la minería del cobre estaba pagando mucho menos impuestos que lo que correspondía y que si se le aplicaba un royalty, estos recursos podrían financiar programas e instituciones destinadas a promover la innovación y la competitividad.

En 2004 Lagos envió un proyecto de royalty minero que fue rechazado en el parlamento. Pero en 2005 se consiguió aprobar un impuesto específico a la minería que estaba ligado a la reinversión de esos recursos en innovación y competitividad. En el proyecto citaban los casos de Finlandia y Corea del Sur como países que “explícitamente orientaron las prioridades políticas en innovación y competitividad”.

El proyecto propuso la creación de un Fondo de Innovación para la Competitividad (FIC), que iba a recolectar los ingresos del nuevo impuesto minero; también propuso la creación del CNIC, con el mandato de dirigir el uso de los recursos del FIC. Luego, durante la primera administración de Michelle Bachelet, se buscó institucionalizar el CNIC, emulando las experiencias de Israel y Finlandia, para que pudiera coordinar la nueva política industrial.

Los autores argumentan que los actores empresariales “usaron su poder para bloquear la nueva política”. Primero, vetaron el royalty que se propuso en 2004 y luego lograron influir para que se modificara profundamente el proyecto que finalmente se aprobó en 2005 (el impuesto específico no fue un royalty sobre las ventas sino un gravamen sobre las rentas; la diferencia redujo mucho los recursos que se podían obtener, según algunos especialistas).

Con ese punto ganado, escriben Bril-Mascarenhas y Madariaga, el sector empresarial se enfocó en el debate sobre la política industrial que se quería poner en marcha. Los autores describen un duro proceso legislativo que separó el impuesto al cobre de la política industrial a la que estaba asociado; luego, el poder empresarial logró que gran parte de los fondos se destinara a las regiones mineras, con lo que se aumentó la posibilidad de las corporaciones mineras de influir en la ubicación de los nuevos recursos.

Y por último, los empresarios influyeron en la composición del directorio del CNIC “para que fuera técnico”. Se demandó más presencia del sector privado en general y de las asociaciones empresariales, argumentándose que el CNIC debería ser como el Banco Central. El entonces senador Hernán Larraín (UDI, actual ministro de Justicia), dijo que la propuesta del gobierno era “un exceso de presidencialismo y un innecesario cesarismo”.

Pese a todas estas limitaciones, el CNIC lanzó la política nacional de clúster para destinar los fondos a promocionar sectores económicos prioritarios: minería, acuicultura, turismo, servicios globales y offshoring (hacer que empresas internacionales trasladaran a Chile una parte de sus servicios, por ejemplo, la atención telefónica a los clientes). Sin embargo, dicen los autores, la presencia de dirigentes empresariales en el CNIC afectó la profundidad de las políticas.

Cuando Sebastián Piñera llegó al gobierno en 2010 la política industrial en ciernes fue lentamente disuelta. Un exmiembro del CNIC durante la administración de Piñera, dijo a los autores que “muchos de los miembros del consejo creían que la política de clúster no era una buena idea. Dos meses después de que el nuevo consejo empezara, cerramos la puerta a todas las iniciativas sin mucho análisis. Y durante el periodo 2010-2014 la política de clúster nunca fue discutida de nuevo”.

Piñera nombró en el CNIC a Fernando Flores, y el organismo pasó de incentivar una política vertical a impulsar una cultura de la innovación. Un exmiembro del CNIC de esos años dijo a los autores: “No hicimos propuestas concretas, esa es la realidad. El CNIC se transformó en una reunión de intelectuales que tenían interesantes conversaciones y lo pasaban bien, pero el consejo no hizo significativas propuestas”. Finalmente, Piñera redujo en un 50% su presupuesto. Cuando Bachelet volvió al poder en 2014, del CNIC no quedaba nada. La política de clúster se había desmantelado y el presupuesto obligaba a reducirla aún más.


Educación al basurero

Un problema derivado del hecho que las empresas decidan libremente que lo más conveniente es producir materias primas, es que generan una economía que ofrece unos pocos buenos empleos (que quedan en manos de la élite (como lo mostró el economista de Yale, Seth D. Zimmerman), y muchos puestos de trabajo mal pagados y de mala calidad. Y eso no solo afecta la distribución del ingreso, sino que, como ha mostrado Ben Ross Schneider, puede dañar la fuerte inversión en educación que hacen las familias chilenas (endeudadas con el CAE) y el Estado (que invierte a través de las Becas Chile en generar capital humano avanzado). Si el grueso de los empleos que puede ofrecer la economía es de poca cualificación, el esfuerzo en capacitarse no va a ser recompensado.

Schneider es quien más profundamente ha reflexionado sobre cómo se ligan la formación y lo que las empresas producen. En su libro El capitalismo jerárquico en Latinoamérica, sostiene que este tipo de capitalismo, del que Chile es un ejemplo clásico, “no ha producido buenos trabajos, ni desarrollo equitativo y probablemente no los pueda producir por sí mismo”. Y un asunto grave es que la falta de buenos empleos puede llevar a caer en lo que él llama “la trampa de las bajas habilidades”: viendo que la generación que se preparó y se endeudó no obtiene buenos empleos y remuneraciones, la siguiente generación puede decidir no preparase, con lo que salir de las materias primas se volverá más difícil.

Dado lo anterior, a Aldo Madariaga le parece un grave error poner el acento solo en la capacitación de los trabajadores: “si no tienes empleos en los que ocupar a esos obreros, las habilidades que ellos obtengan, se van a devaluar. El ‘desarrollo de competencias’ sin política industrial termina haciendo que los obreros mejor calificados trabajen en actividades que no necesitan ese tipo de calificación”. La formación se transforma así, en acumular diplomas para mantenerse más o menos en los mismos puestos. Y el esfuerzo no retribuido genera una gran frustración.
-Educación y política industrial no pueden ir disociadas -remarca Madariaga.
Agrega que, en el caso chileno, la política industrial siempre ha parecido difícil de justificar porque hay muchas carencias sociales: “poner muchos recursos en la transformación de un sector industrial compite siempre con la necesidad de gastar en pensiones o en educación”. Sin embargo, la experiencia indica que si esas nuevas empresas tienen éxito “pueden generar un retorno tremendo al crear puestos de trabajo de alta calificación haciendo que la inversión en educación que han hecho las familias y el Estado tenga un destino”.

Desde esta perspectiva, las políticas desplegadas por Chile para llegar al desarrollo, cojean. El economista Ha-Joon Chang advirtió hace un tiempo en CIPER: “Si Chile no tiene una estrategia para crear trabajos donde estas personas mejor educadas puedan desplegar sus habilidades, la enorme inversión que ustedes han hecho se va a perder”.


¿Confía Usted en los Matte?

Parece evidente que aunque la élite no las quiera, las políticas industriales pueden ser beneficiosas para la mayoría. Sin embargo, implican algo difícil de resolver: son las empresas más grandes --por su capital y su conocimiento de los mercados-- las que están en mejor posición para dar el salto productivo. De hecho, Schneider, usa en su libro a la Papelera (CMPC, la industria símbolo del Grupo Matte), para sintetizar las dificultades que tiene el salto productivo. Schneider se pregunta por qué la Papelera no es Nokia (la empresa forestal finlandesa que, con aportes públicos, se reconvirtió exitosamente a las comunicaciones).

Por supuesto, a muchos chilenos nos dolería el estómago que el Estado aportara recursos a los Matte para que se reconvirtieran hacia la alta tecnología (a los mismos que durante 10 años sacaron utilidades ilícitas con la colusión en el precio del papel de uso doméstico). Lo mismo ocurre con Soquimich (SQM) o con varias empresas pesqueras que financiaron ilegalmente la política, o con las empresas que se privatizaron abusivamente en la dictadura.

En la entrevista con CIPER, Madariaga reconoce que ese es un tema complejo para avanzar en las políticas industriales y que no tiene una respuesta fácil: “Tener una asociación entre el Estado y ciertos grupos empresariales y que eso se convierta en corrupción abierta, es algo que se ve en Brasil hoy y también se vio en Corea en los ‘90”.

Aunque corrupción hay siempre: existe ahora y sin los beneficios que podría traer la política industrial. “Yo diría que la cercanía que tienen los empresarios con los políticos puede ser un problema, pero también un activo; cuando en el gobierno y en la empresa hay tipos que tienen una socialización parecida, eso puede favorecer acuerdos y entendimientos”, agrega Madariaga.

Más que la corrupción, para este académico el gran freno que tiene Chile para avanzar hacia una política industrial, es otro: “Es la élite chilena que no quiere compartir con los demás, no quiere cambiar nada, porque esto le acomoda mucho. Ahí está la piedra de tope”, acota.



* Publicado en CIPER, 12.04.18. Tomás Bril Mascarenhas es Ph.D., MA en Ciencias Políticas de la Universidad de California-Berkeley y profesor de Política y Gobierno en la Universidad Nacional de San Martín, Argentina. Aldo Madariaga es doctor en Economía Política de la Universidad de Colonia (Alemania).

Discurso del Presidente de la República, Salvador Allende Gossens, en respuesta al Acuerdo de la Cámara de Diputados

 



El 22 de agosto de 1973 la oposición a Allende en la Cámara de Diputados suscribió un acuerdo político que acusaba al gobierno de un "grave quebrantamiento del orden constitucional". En la práctica estaban dando su venia al golpe de Estado. Medio siglo después la derecha --ayer golpista, hoy negacionista y por cincuenta años defensora de la dictadura-- usó su mayoría en la Cámara para leer nuevamente dicho acuerdo en su impúdico afán de justificar el golpe.

Dejamos el discurso de respuesta del presidente de la República, Salvador Allende Gossens, a dicho Acuerdo de la Cámara de Diputados.


§§§


Al país,

La Cámara de Diputados ha aprobado, con los votos de la oposición, un acuerdo político destinado a desprestigiar al país en el extranjero y crear confusión interna. Facilitará con ello la intención sediciosa de determinados sectores.

Para que el Congreso se pronuncie sobre el comportamiento legal del Gobierno, existe un solo camino: la acusación constitucional según el procedimiento expresamente contemplado por la Constitución. En las elecciones parlamentarias últimas, sectores opositores trataron de obtener dos tercios de los senadores para poder acusar al Presidente. No lograron suficiente respaldo electoral para ello. Por eso, ahora, pretenden, mediante un simple acuerdo, producir los mismos efectos de la acusación constitucional. El inmérito acuerdo aprobado no tiene validez jurídica alguna para el fin perseguido, ni vincula a nadie. Pero contiene el símbolo de la renuncia por parte de algunos sectores a los valores cívicos más esenciales de nuestra democracia.

En el día de anteayer, los diputados de oposición han exhortado formalmente a las Fuerzas Armadas y Carabineros a que adopten una posición deliberante frente al Poder Ejecutivo, a que quebranten su deber de obediencia al Supremo Gobierno, a que se indisciplinen contra la autoridad civil del Estado a la que están subordinadas por mandato de la Carta Fundamental, a que asuman una función política según las opiniones inconstitucionales de la mayoría de una de las ramas del Congreso.

Que un órgano del Poder Legislativo invoque la intervención de las Fuerzas Armadas y de Orden frente al Gobierno democráticamente elegido, significa subordinar la representación política de la Soberanía Nacional a Instituciones Armadas que no pueden ni deben asumir funciones políticas propias ni la representación de la voluntad popular. Esta última, en la democracia chilena, está delegada exclusivamente en las autoridades que la Constitución establece:
“Ninguna magistratura, ninguna persona, ni reunión de personas puede atribuirse, ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les haya conferido por las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo” (Artículo 4º de la Constitución vigente).
El Presidente de la República, en uso de sus atribuciones privativas, ha confiado responsabilidades ministeriales a las Fuerzas Armadas y Carabineros para cumplir en el Gabinete un deber superior al servicio de la paz cívica y de la Seguridad Nacional, defendiendo las instituciones republicanas frente a la insurrección y al terrorismo. Pedir a las Fuerzas Armadas y Carabineros que lleven a cabo funciones de gobierno al margen de la autoridad y dirección política del Presidente de la República es promover al golpe de Estado. Con ello, la oposición que dirige la Cámara de Diputados asume la responsabilidad histórica de incitar a la destrucción de las instituciones democráticas, y respalda de hecho a quienes conscientemente vienen buscando la guerra civil.

Dicha mayoría ha desnaturalizado el contenido de la facultad fiscalizadora que el artículo 39, Nº 2º, otorga a la Cámara, que establece que los acuerdos y observaciones adoptadas “se transmitirán por escrito al Presidente de la República” --no directamente a los Ministros, como se ha hecho--, y que “no afectarán la responsabilidad política de los Ministros” mientras que sí la contempla el acuerdo mencionado.

Con una fundamentación llena de afirmaciones ya antes refutadas en su integridad por el Gobierno por gratuitas o infundadas, en su mayor parte reversible contra el uso que la oposición ha hecho de su mayoría parlamentaria, ésta pretende destruir el basamento institucional del Estado y del Gobierno republicano, democrático y representativo.

El acuerdo aprobado, más que violar, niega la substancia de toda la Constitución, y de modo directo, los artículos 1º, 2º, 3º, 4º, 9º, 10, 22, 23, 39, 61, 71, 72 y 78b de nuestra Carta Fundamental. La oposición está abjurando de las bases del régimen político y jurídico establecido solemnemente en la Constitución de 1925 y desarrollado en los pasados 47 años.

Pretende, asimismo, constituir a la Cámara de Diputados en poder paralelo contra la Constitución y revela su intención de concentrar en el Congreso el poder total al arrogarse funciones del Ejecutivo, además de las legislativas, que le son propias.

La democracia chilena es una conquista de todo el pueblo. No es obra ni regalo de las clases explotadoras y será defendida por quienes, con sacrificios acumulados de generaciones, la han impuesto.

Con tranquilidad de conciencia y midiendo mi responsabilidad ante las generaciones presentes y futuras, sostengo que nunca antes ha habido en Chile un Gobierno más democrático que el que me honro en presidir, que haya hecho más por defender la independencia económica y política del país, por la liberación social de los trabajadores. El gobierno ha sido respetuoso de las leyes y se ha empeñado en realizar transformaciones en nuestras estructuras económicas y sociales.

Reitero solemnemente mi decisión de desarrollar la democracia y el Estado de Derecho hasta sus últimas consecuencias. Y como dijera el pasado día 2 en carta al presidente del Partido Demócrata Cristiano, “es en la robustez de las instituciones políticas donde reposa la fortaleza de nuestro régimen institucional”.

El Parlamento se ha constituido en un bastión contra las transformaciones y ha hecho todo lo que ha estado en su mano para perturbar el funcionamiento de las finanzas y de las instituciones, esterilizando cualquier iniciativa creadora. Anteayer, la mayoría de la Cámara de Diputados, al silenciar toda condena al terrorismo imperante, en el hecho lo ampara y lo acepta.

Con ello facilitan la sedición de los que quisieran inmolar a los trabajadores que bregan por su libertad económica y política plenas. Por ello me es posible acusar a la oposición de querer impedir el desarrollo histórico de nuestra legalidad democrática, elevándola a un nivel más auténtico y alto. En el documento parlamentario se esconde tras la expresión “Estado de Derecho” una situación que presupone una injusticia económica y social entre chilenos que nuestro pueblo ha rechazado. Pretenden ignorar que el Estado de Derecho sólo se realiza plenamente en la medida que se superen las desigualdades de una sociedad capitalista. Con estas acciones la reacción chilena descubre ante el país entero y el mundo los intereses egoístas que defiende.

Son muy trascendentes y graves las medidas económicas y políticas que nuestro país necesita para superar la crisis total a que se nos está queriendo arrastrar, medidas que el Gobierno adoptará, pese a los obstáculos que se les ponen por delante y en las que ha solicitado la colaboración de los sectores democráticos de oposición.

Pero cuando a la parálisis de las instituciones impuesta por el Congreso sucede el intento de destruir el propio Estado, cuando la formidable ofensiva que se ha desencadenado atenta directamente contra la democracia y el régimen de derecho, mi deber patriótico me obliga a asumir y usar en su plenitud todos los poderes políticos y administrativos que la Constitución me confiere como Jefe Supremo de la Nación.

Cada ataque, cada peldaño que franquea la reacción en su afán de destruir las vidas, los bienes materiales, las instituciones cívicas y las militares, obra esforzada de décadas de historia, fortalecen mi ánimo, multiplican mi voluntad de luchar por el presente de tantos millones de chilenos que buscan paz, bienestar y amor para ellos y la patria.

Hoy, cuando la reacción embiste de frente contra la razón del derecho y amenaza de muerte a las libertades, cuando los trabajadores reivindican con fuerza una nueva sociedad, los chilenos pueden estar seguros de que el Presidente de la República, junto al pueblo, cumplirá sin vacilaciones con su deber, para asegurar así la plena realidad de la democracia y las libertades dentro del proceso revolucionario. Para esta noble tarea convoco a los trabajadores, a todos los demócratas y patriotas de Chile.



* Publicado en Economía y Sociedad, nro. 92, Agosto-Octubre 2017. El discurso original fue pronunicado el 24.08.73.

Memorias de un árabe-judío




En su libro Tres mundos: memorias de un árabe-judío Avi Shlaim afirma haber descubierto pruebas innegables de que los agentes sionistas fueron responsables de atacar a la comunidad judía en 1950 y 1951, obligándolos a huir de Irak y establecerse en Israel.


Justin Marozzi


La familia de Avi Shlaim llevaba una buena vida en Bagdad. Miembros prósperos y distinguidos de la minoría judía de Irak, una comunidad que podía rastrear su presencia en Babilonia desde hace más de 2500 años, tenían una casa grande con sirvientes y niñeras, iban a las mejores escuelas, se codeaban con los grandes y los buenos y pavoneaban elegantemente de una fiesta brillante a la siguiente. El padre de Shlaim era un exitoso hombre de negocios que contaba a los ministros como amigos. Su madre, mucho más joven, era una belleza socialmente ambiciosa que atraía admiradores, desde el rey Farouk de Egipto hasta un reclutador del Mossad. Para este sector privilegiado de la sociedad iraquí, era un medio rico, cosmopolita y generalmente armonioso. Y para el joven Shlaim, nacido en Bagdad en 1945, estos fueron días felices.

No iban a durar. En 1950, durante una serie de bombardeos contra la población judía en la capital iraquí, él y su familia huyeron de su antigua patria para comenzar una nueva vida en el incipiente estado de Israel. Su padre, que para entonces tenía cincuenta y tantos años, no podía hablar hebreo y estaba completamente deshecho por la mudanza. Después de un par de intentos fallidos de iniciar un negocio, nunca volvió a trabajar. La madre vivaz de Shlaim se vio obligada a tomar el relevo, cambiando la vida dorada de una anfitriona de la sociedad en Bagdad por un trabajo mundano como telefonista en Ramat Gan, al este de Tel Aviv, donde vivían en circunstancias muy reducidas. La pareja se separó y se divorció, y el padre de Shlaim murió en 1970.

Desenterrando su turbulenta infancia más de 70 años después, Shlaim, un profesor jubilado de Oxford y distinguido historiador del conflicto árabe-israelí, llega a comprender que su primera relación con Israel estuvo definida por un complejo de inferioridad. Los sefardíes, judíos de tierras árabes, fueron menospreciados por los ashkenazíes, sus homólogos europeos. Era mudo y taciturno en la escuela y solo recuperó su confianza, después de un período infeliz en Israel, cuando se reasentaron en Gran Bretaña cuando era un adolescente.

En el corazón de este libro fascinante y profundamente controvertido se encuentra la investigación de Shlaim sobre los atentados con bombas en Bagdad contra objetivos judíos en 1950 y 1951. Entre esos años, alrededor de 110.000 judíos de una población de aproximadamente 135.000 emigraron de Irak a Israel. Aunque Israel ha negado constantemente cualquier participación en estos ataques, la sospecha se ha cernido sobre las actividades clandestinas de los agentes sionistas encargados de persuadir a la comunidad judía para que huya de Irak y se establezca en Israel.

La bomba de Shlaim es descubrir lo que él llama "prueba innegable de la participación sionista en los ataques terroristas", que ayudó a terminar con la milenaria presencia de judíos en Babilonia. Es un gran cargo, y siempre será muy discutido.

Este es un libro bellamente escrito que combina ingeniosamente lo personal con lo político. Los recuerdos de la vida familiar tanto en su gloria como en sus angustiosas tribulaciones se recrean vívidamente. Shlaim es una voz poderosa y humana que nos recuerda que los palestinos no fueron las únicas víctimas de la creación de Israel en 1948. 

Argumenta que el proyecto sionista asestó un golpe mortal a la posición de los judíos en las tierras árabes, convirtiéndolos decompatriotas aceptados a una presunta quinta columna aliada al nuevo estado judío. Se aferra resueltamente a su identidad como árabe y judío, de ahí el título de estas memorias.

Después del servicio nacional y su llegada como estudiante a Cambridge en 1966, Shlaim cierra su historia con un extraordinario epílogo en el que lanza un ataque frontal contra el sionismo y el moderno estado de Israel. Incluso después de todo lo que ha sucedido antes de esto, su pura ferocidad aturde.

Este es un J'Accuse laceranteeso dejará a algunos lectores tambaleándose. Argumenta que el movimiento sionista eurocéntrico e Israel juntos han intensificado las divisiones entre árabes y judíos, israelíes y palestinos, hebreo y árabe, judaísmo e islam. Ha trabajado activamente para borrar una antigua herencia de "pluralismo, tolerancia religiosa, cosmopolitismo y convivencia".

Sobre todo, el sionismo nos ha disuadido de vernos unos a otros como seres humanos. Israel, creado originalmente por un "movimiento colonial de colonos" que perpetró la "limpieza étnica de Palestina", se ha convertido en "un estado fortaleza con una mentalidad de asedio que atribuye intenciones genocidas a sus vecinos". Este es un territorio muy disputado. Shlaim confiesa que la mayoría de los israelíes, incluida su familia, están indignados por la designación de Israel como "estado de apartheid".

En cuanto a la forma más efectiva de avanzar, es difícil montar un argumento creíble contra su conclusión de que la llamada solución de "dos ​​estados" al conflicto israelí-palestino es un fracaso. Después de años de expansión implacable e ilegal de los asentamientos israelíes, la forma más clara de demostrar esto es formular una simple pregunta. ¿Dónde estaría exactamente el estado palestino?

La resolución del conflicto preferida por Shlaim, una vez descartada como una búsqueda marginal extrema, pero ahora considerada con creciente seriedad, incluso por los palestinos pero por muy pocos israelíes, es la solución de un solo estado, con "igualdad de derechos para todos sus ciudadanos, independientemente de su etnia o religión". Eso equivaldría al fin del estado judío de Israel.

¿Por qué debería contemplarse eso? Shlaim responde con una estocada final: "El apartheid en el siglo XXI simplemente no es sostenible".



* Publicado en The Spectator, 17.03.23.

Corrupción de fundaciones y Estado subsidiario




Roberto Pizarro Hofer


Los organizadores de “Democracia Viva”, militantes de Revolución Democrática (RD) cometieron un grave pecado, en su intento de aprovecharse de dineros del Estado para beneficio político o propio. Eso es corrupción y resulta inaceptable para quienes desafiaron ética y políticamente a la derecha y a la Concertación.

Las decisiones del actual gobierno, incluidas Fiscalía y Contraloría, y de la propia dirección de RD, por sancionar a los responsables de utilizar dineros públicos de forma fraudulenta, no ha frenado la ofensiva de la derecha y de algunos senadores del Partido Socialista. Se intenta convertir el acto repudiable en un fenómeno de envergadura mayor, que busca comprometer a RD en su conjunto e incluso al Frente Amplio (FA).

La oposición política al gobierno, y algunos senadores oficialistas, han multiplicado voces de odio, que no se habían escuchado en el pasado, cuando los casos Penta, SQM y Corpesca. Tampoco se han conocido similares cuestionamientos en el reciente y descarado desfalco del municipio de Vitacura, como los desplegados en contra de “Democracia Viva”

Ha sido un festín para los medios de comunicación de la derecha. Incluso la alcaldesa de Providencia, y potencial candidata presidencia de la UDI, Evelyn Matthei, ha dicho que “Jackson está quemado y que su partido RD ha mostrado ser un asco». Expresiones algo desproporcionadas para quien no era un asco abrazarse con Pinochet.

También los medios de la derecha publicitan ampliamente el discurso odioso del senador socialista, Fidel Espinoza, contra RD y, en particular, contra Giorgio Jackson. Agresiones persistentes. Espinoza parece como esos jóvenes enamorados y despechados. No da tregua a Jackson, ni cuando fue ministro de la Presidencia, ni tampoco ahora: “Giorgio Jackson fundó este partido de la corrupción y está callado”.

Igual que Matthei, el senador socialista extiende la corruptela de “Democracia Viva” a RD. Curiosamente no hizo lo mismo, cuando presidió la Comisión parlamentaria para revisar los casos de Penta y SQM: fue más riguroso en esa ocasión para precisar culpables, porque no generalizó la corruptela a los partidos de la Concertación.

Finalmente, Sebastián Dávalos, se mete donde no debe y, como siempre, se equivoca. Asegura que el caso “Democracia Viva” es peor que CAVAL. Pero, no es así. Su caso es más grave porque, como hijo de la presidenta Bachelet, al solicitar un trato privilegiado con el dueño del Banco Chile, Andrónico Luksic, abre puertas para que la política entregue concesiones especiales a los grupos económicos, como ha sido con Penta, SQM y Corpesca y, además, su comportamiento afectó seriamente el gobierno de su madre, la presidenta Bachelet.

Con “Democracia Viva” volvemos a los malos tiempos, cuando la corrupción se instaló en la agenda nacional. En la segunda década del dos mil, quedaron de manifiesto los vínculos perversos entre la política y los negocios.

Gravísimo para los intereses nacionales resultaba la manipulada ley de pesca, el favoritismo en las concesiones de salares en favor de Ponce Lerou y el caso Penta, con ejecutivos que intentaban proteger sus Isapres y AFP, pagando a parlamentarios. Más grave aún resultó el acuerdo político transversal para el ocultamiento o mediatización de estos hechos, con el debilitamiento del Servicio de Impuestos Internos y a la Fiscalía.

Ahora, mientras pasan los días, el traspaso irregular de fondos que se descubre con “Democracia Viva» se instala como un fenómeno generalizado, territorialmente y también políticamente (recién se conoció el caso del gobernador de la Araucanía apoyado por Evópoli, quien transfería fondos de forma directa a la fundación de sus amigos).

A diferencia de la corruptela de años pasados, en el caso emblemático de “Democracia Viva”, existe un olvido sustantivo, deliberado o por ignorancia. Se trata de la inefable Constitución de 1980, fundamento del libre mercado y de la minimización del Estado. Es inocultable que en la subsidiariedad de lo público radica el fundamento estructural para que empresas privadas y fundaciones reemplacen al Estado en sus tareas propias.

Las fundaciones y empresas privadas que subcontrata el Estado no existirían si éste no externalizara actividades propias de su funcionamiento. Esto es característico del sistema neoliberal instalado en el país, que deposita en el mercado su funcionamiento económico y social. El Estado reduce así su papel y se ve atado de manos en su trabajo.

La externalización, una práctica marginal antes de la dictadura, comenzó a dar sus primeros pasos en el periodo 1974-1990, para consolidarse durante la transición a la democracia. El Estado subsidiario, se instala con las reformas neoliberales implementadas a partir 1975 y se formaliza con la Constitución de 1980 y luego se consolida en las tres últimas décadas.

La subsidiariedad del Estado se potenció con el Código Laboral de José Piñera, el que sirvió para eliminar las barreras jurídicas de la subcontratación y para externalizar funciones que formaban parte de las actividades permanente de las empresas y del Estado. Así las cosas, numerosas actividades que son competencia de ministerios se trasladan a fundaciones o a empresas privadas.

El invento de Piñera, en vez de ser eliminado por la Concertación, se formaliza mediante la ley 2006 de subcontratación (Ley 20.123). Sin embargo, esta ley es muy laxa y no incorpora exigencias de igualdad de condiciones laborales entre trabajadores de planta y tercerizados, tampoco precisa las funciones a externalizar ni menos asegura labores de fiscalización sobre los externalizados.

Así las cosas, el régimen de subcontratación se generaliza en el país y se despliega abundantemente en el sector privado y en las instituciones estatales.

En este sistema adquiere preponderancia el “trato directo” en la compra de bienes y servicios por el sector público, para evitar licitaciones. Existen casos emblemáticos, como la empresa Sonda con sus servicios tecnológicos para el Transantiago y el Registro Civil, entre otros. También ha sido utilizado a discreción por los municipios, las Fuerzas Armadas, Carabineros y la PDI.

La externalización es un tema difícil de enfrentar y no tendrá una solución efectiva mientras persista el Estado subsidiario.

Además, en lo contingente, sobre la transferencia de recursos a fundaciones, el senador Huenchumilla es claro en señalar responsabilidades del propio Estado, que facilitan actos corruptos: “Hay un pecado capital original de Hacienda, DIPRES y Congreso, porque en la ley de presupuesto se entregan autorizaciones con glosas abiertas, sin aclarar el tipo de transferencia ni la regulación respectiva” (El Mercurio, 11.07.2023).

En consecuencia, el atentado a la ética de los militantes de RD de Antofagasta exige ineludibles sanciones legales; pero, también, ese hecho revela la necesidad de revisar el papel del Estado en la economía. Es preciso devolver al sector público la gestión directa que le corresponde y, cuando sea necesaria la externalización, fijar regulaciones estrictas para la entrega de recursos a fundaciones o empresas privadas. En realidad, la culpa es del chancho, pero también de quien le da el afrecho.



* Publicado en Polítika, julio 2023.

Joseph Stiglitz: la economía estándar está equivocada




La desigualdad y los ingresos no laborales matan la economía. Las reglas del juego se pueden cambiar para revertir la desigualdad.


Joseph Stiglitz


A mediados del siglo XX, se llegó a creer que "una marea creciente levanta todos los barcos": el crecimiento económico traería una mayor riqueza y mejores niveles de vida a todos los sectores de la sociedad. En ese momento, había alguna evidencia detrás de esa afirmación. En los países industrializados en las décadas de 1950 y 1960 todos los grupos estaban avanzando, y aquellos con ingresos más bajos estaban creciendo más rápidamente.

En el debate económico y político que siguió, esta "hipótesis de la marea alta" evolucionó hacia una idea mucho más específica, según la cual las políticas económicas regresivas, políticas que favorecen a las clases más ricas, terminarían beneficiando a todos. Los recursos dados a los ricos inevitablemente "gotearían" al resto. Es importante aclarar que esta versión de la antigua "economía de goteo" no se derivó de la evidencia de la posguerra. La "hipótesis de la marea creciente" era igualmente consistente con la teoría del "goteo hacia arriba": dé más dinero a los de abajo y todos se beneficiarán; o con una teoría de "construir desde el medio" — ayude a los del centro, y tanto los de arriba como los de abajo se beneficiarán.

Hoy se ha invertido la tendencia a una mayor igualdad de ingresos que caracterizó la posguerra. La desigualdad ahora está aumentando rápidamente. Contrariamente a la hipótesis de la marea creciente, la marea creciente solo ha levantado los yates grandes, y muchos de los botes más pequeños han quedado estrellados contra las rocas. Esto se debe en parte a que el extraordinario crecimiento de los ingresos más altos ha coincidido con una desaceleración económica.

La noción de goteo, junto con su justificación teórica, la teoría de la productividad marginal, necesita un replanteamiento urgente. Esa teoría intenta tanto explicar la desigualdad (por qué ocurre) como justificarla (por qué sería beneficiosa para la economía en su conjunto). Este ensayo analiza críticamente ambas afirmaciones. Argumenta a favor de explicaciones alternativas de la desigualdad, con particular referencia a la teoría de la búsqueda de rentas y a la influencia de factores institucionales y políticos, que han dado forma a los mercados laborales y patrones de remuneración. Y muestra que, lejos de ser necesaria o buena para el crecimiento económico, la desigualdad excesiva tiende a conducir a un desempeño económico más débil. A la luz de esto, aboga por una gama de políticas que aumentarían tanto la equidad como el bienestar económico.


Explicando la desigualdad

¿Cómo podemos explicar estas tendencias preocupantes? Tradicionalmente, ha habido poco consenso entre economistas y pensadores sociales sobre las causas de la desigualdad. En el siglo XIX, se esforzaron por explicar y justificar o criticar los evidentes altos niveles de disparidad. Marx habló de la explotación. Nassau Senior, el primer titular de la primera cátedra de economía, la cátedra Drummond en All Souls College, Oxford, habló de los rendimientos del capital como pago por la abstinencia de los capitalistas, por no consumir. No era la explotación del trabajo, sino la justa recompensa por su consumo anterior. Los economistas neoclásicos desarrollaron la teoría de la productividad marginal, que argumentaba que la compensación reflejaba más ampliamente las contribuciones de diferentes individuos a la sociedad.

Mientras que la explotación sugiere que los de arriba obtienen lo que obtienen quitándoles a los de abajo, la teoría de la productividad marginal sugiere que los de arriba solo obtienen lo que agregan. Los defensores de este punto de vista han ido más allá: han sugerido que en un mercado competitivo, la explotación (por ejemplo, como resultado del poder de monopolio o la discriminación) simplemente no podría persistir, y que las adiciones al capital harían que los salarios aumentaran, por lo que los trabajadores estar mejor gracias a los ahorros y la innovación de los de arriba.

Más específicamente, la teoría de la productividad marginal sostiene que, debido a la competencia, todos los que participan en el proceso de producción ganan una remuneración igual a su productividad marginal. Esta teoría asocia mayores ingresos con una mayor contribución a la sociedad. Esto puede justificar, por ejemplo, un tratamiento fiscal preferencial para los ricos: al gravar los ingresos altos los privaríamos de los "justos merecimientos" por su contribución a la sociedad y, lo que es más importante, los disuadiríamos de expresar su talento. Además, cuanto más contribuyan, cuanto más trabajen y más ahorren, mejor será para los trabajadores, cuyos salarios aumentarán como resultado.

La razón por la que han perdurado estas ideas que justifican la desigualdad es que tienen una pizca de verdad. Algunos de los que han ganado grandes sumas de dinero han contribuido mucho a nuestra sociedad y, en algunos casos, lo que se han apropiado para sí mismos es solo una fracción de lo que han contribuido a la sociedad. Pero esto es solo una parte de la historia: hay otras posibles causas de la desigualdad. La disparidad puede resultar de la explotación, la discriminación y el ejercicio del poder de monopolio. Además, en general, la desigualdad está fuertemente influenciada por muchos factores institucionales y políticos (relaciones industriales, instituciones del mercado laboral, sistemas de bienestar e impuestos, por ejemplo) que pueden funcionar independientemente de la productividad y afectarla.

El hecho de que la distribución del ingreso antes de impuestos y de transferencias difiere notablemente entre países sugiere que la distribución del ingreso no puede explicarse únicamente mediante la teoría económica estándar

Francia y Noruega son ejemplos de países de la OCDE que, en general, han logrado resistir la tendencia al aumento de la desigualdad. Los países escandinavos tienen un nivel mucho más alto de igualdad de oportunidades, independientemente de cómo se evalúe. La teoría de la productividad marginal está destinada a tener una aplicación universal. La teoría neoclásica enseñaba que se podían explicar los resultados económicos sin hacer referencia, por ejemplo, a las instituciones. Sostuvo que las instituciones de una sociedad son simplemente una fachada; el comportamiento económico está impulsado por las leyes subyacentes de la oferta y la demanda, y el trabajo del economista es comprender estas fuerzas subyacentes.

Sin embargo, la evidencia es que las instituciones sí importan. No solo se puede analizar el efecto de las instituciones, sino que las propias instituciones a menudo se pueden explicar, a veces por la historia, a veces por las relaciones de poder y, a veces, por las fuerzas económicas (como las asimetrías de información) que quedan fuera del análisis estándar. Por lo tanto, un impulso importante de la economía moderna es comprender el papel de las instituciones en la creación y configuración de los mercados. La pregunta entonces es: ¿cuál es el papel relativo y la importancia de estas hipótesis alternativas? No existe una manera fácil de proporcionar una respuesta cuantitativa clara, pero los acontecimientos y estudios recientes han dado un peso persuasivo a las teorías que se centran más en la búsqueda de rentas y la explotación.


Búsqueda de rentas y rentas máximas

El término "renta" se usó originalmente para describir los rendimientos de la tierra, ya que el propietario de la tierra recibe estos pagos en virtud de su propiedad y no por algo que haga. Luego, el término se amplió para incluir las ganancias de monopolio (o rentas de monopolio), el ingreso que uno recibe simplemente por el control de un monopolio, y en general los rendimientos debido a reclamos de propiedad similares. Por lo tanto, la búsqueda de rentas significa obtener un ingreso no como una recompensa por crear riqueza, sino apoderándose de una mayor parte de la riqueza que se habría producido de todos modos. De hecho, los buscadores de rentas típicamente destruyen la riqueza, como un subproducto de quitársela a los demás. Un monopolista que cobra de más por su producto toma dinero de aquellos a quienes está cobrando de más y al mismo tiempo destruye valor. Para obtener su precio de monopolio,

El crecimiento de los ingresos más altos en las últimas tres décadas se ha visto impulsado principalmente en dos categorías ocupacionales: los del sector financiero (tanto ejecutivos como profesionales) y los ejecutivos no financieros. La evidencia sugiere que las rentas han contribuido en gran medida al fuerte aumento de los ingresos de ambos.

Consideremos primero a los ejecutivos en general. El hecho de que el aumento de su remuneración no haya reflejado la productividad lo indica la falta de correlación entre la remuneración de los directivos y el rendimiento de la empresa. Ya en 1990, Jensen y Murphy, al estudiar una muestra de 2505 directores ejecutivos en 1400 empresas, encontraron que los cambios anuales en la compensación ejecutiva no reflejaban cambios en el desempeño corporativo. Desde entonces, el trabajo de Bebchuk, Fried y Grinstein ha demostrado que el enorme aumento en la compensación de los ejecutivos estadounidenses desde 1993 no puede explicarse por el desempeño de la empresa o la estructura industrial y que, en cambio, se debe principalmente a fallas en el gobierno corporativo, lo que permitió a los gerentes en la práctica para fijar su propio salario. Mishel y Sabadish examinaron 350 empresas, mostrando que el crecimiento en la compensación de sus directores ejecutivos superó en gran medida el aumento en su valor bursátil. Lo más sorprendente es que la compensación de los ejecutivos mostró un crecimiento positivo sustancial incluso durante los períodos en que los valores del mercado de valores disminuyeron.

Hay otras razones para dudar de la teoría estándar de la productividad marginal. En los Estados Unidos, la relación entre el salario de un director ejecutivo y el del trabajador promedio aumentó de alrededor de 20 a 1 en 1965 a 354 a 1 en 2012. No hubo ningún cambio en la tecnología que pudiera explicar un cambio en la productividad relativa de esa magnitud, y tampoco explicación de por qué ese cambio de tecnología se daría en EE.UU. y no en otros países similares. Además, el diseño de los esquemas de compensación corporativa ha puesto en evidencia que no están destinados a recompensar el esfuerzo: típicamente, están relacionados con el desempeño de la acción [bursátil], que sube y baja dependiendo de muchos factores fuera del control del CEO, como las tasas de interés del mercado y el precio del petróleo. Habría sido fácil diseñar una estructura de incentivos con menos riesgo, simplemente basando la compensación en el desempeño relativo, en relación con un grupo de empresas comparables. Las luchas de la administración Clinton para introducir sistemas fiscales que fomenten el llamado pago por desempeño (sin imponer condiciones para garantizar que el pago esté realmente relacionado con el desempeño) y los requisitos de divulgación (que habrían permitido a los participantes del mercado evaluar mejor el alcance de la dilución de acciones asociada con CEO planes de opciones sobre acciones) aclararon las líneas de batalla: los que presionan por un tratamiento fiscal favorable y en contra de la divulgación entendieron bien que estos arreglos habrían facilitado mayores desigualdades en los ingresos.

Específicamente para el aumento de los ingresos más altos en el sector financiero, la evidencia es aún más desfavorable a las explicaciones basadas en la teoría de la productividad marginal. Un estudio empírico de Philippon y Reshef muestra que en las últimas dos décadas los trabajadores de la industria financiera han disfrutado de una enorme "prima salarial" con respecto a sectores similares, lo que no puede explicarse por los indicadores habituales de productividad (como el nivel de educación o habilidad no observada). Según sus estimaciones, las compensaciones del sector financiero han sido alrededor de un 40% más altas que el nivel que se hubiera esperado en condiciones de competencia perfecta.

También está bien documentado que los bancos considerados "demasiado grandes para quebrar" disfrutan de una renta debido a una garantía estatal implícita. Los inversionistas saben que estas grandes instituciones financieras pueden contar, en efecto, con una garantía del gobierno y, por lo tanto, están dispuestos a proporcionarles fondos a tasas de interés más bajas. Así, los grandes bancos pueden prosperar no porque sean más eficientes o presten un mejor servicio, sino porque, de hecho, están subsidiados por los contribuyentes. Hay otras razones para los rendimientos supernormales de los grandes bancos y sus banqueros. En algunas de las actividades del sector financiero, la competencia está lejos de ser perfecta. Las prácticas anticompetitivas en tarjetas de débito y crédito han ampliado el poder de mercado preexistente para generar enormes rentas. Falta de transparencia (p. ej. en swaps de incumplimiento crediticio (CDS) extrabursátiles y derivados) también han generado grandes rentas, con el mercado dominado por cuatro jugadores. No es de extrañar que las rentas que disfrutaban así los grandes bancos se tradujeran en mayores ingresos para sus directivos y accionistas.

En el sector financiero, incluso más que en otras industrias, la compensación de los ejecutivos después de la crisis brindó evidencia convincente contra la teoría de la productividad marginal como explicación de los salarios en la cima: los banqueros que habían llevado a sus empresas y a la economía global al borde de la quiebra continuaba recibiendo altas tasas de pago, compensación que de ninguna manera podía estar relacionada ni con su contribución social ni siquiera con su contribución a las empresas para las que trabajaban (ambas negativas). Por ejemplo, un estudio que se centró en Bear Sterns y Lehman Brothers entre 2000 y 2008 descubrió que los principales gerentes ejecutivos de estos dos gigantes habían traído a casa enormes cantidades de compensaciones "basadas en el desempeño" (estimadas en alrededor de mil millones de dólares para Lehman y $ 1.4 mil millones para Bear Stearns),

Otra prueba más que respalda la importancia de la búsqueda de rentas para explicar el aumento de la desigualdad la proporcionan los estudios que han demostrado que los aumentos de impuestos en la parte más alta no dan como resultado una disminución de las tasas de crecimiento. Si estos ingresos fueran el resultado de sus esfuerzos, podríamos haber esperado que los de arriba respondieran trabajando menos, con efectos adversos en el PIB.


El aumento de los alquileres

Tres aspectos sorprendentes de la evolución de la mayoría de los países ricos en los últimos treinta y cinco años son (a) el aumento en la relación riqueza-ingreso; (b) el estancamiento de los salarios medios; y (c) la imposibilidad de disminuir el rendimiento del capital. Las teorías neoclásicas estándar, en las que "riqueza" se equipara con "capital", sugerirían que el aumento de capital debería estar asociado con una disminución en el rendimiento del capital y un aumento en los salarios. Algunos (especialmente en la década de 1990) han atribuido el fracaso de los salarios de los trabajadores no calificados al cambio tecnológico sesgado hacia la calificación, que aumentó la prima que el mercado otorga a las habilidades. Por lo tanto, aquellos con habilidades verían aumentar sus salarios y aquellos sin habilidades los verían caer. Pero los últimos años han visto una disminución en los salarios pagados incluso a los trabajadores calificados. Es más, como muestra mi investigación reciente, los salarios promedio deberían haber aumentado, incluso si algunos salarios cayeron. Algo más debe estar pasando.

Hay una explicación alternativa, y más plausible. Se basa en la observación de que las rentas están aumentando (debido al aumento de las rentas de la tierra, las rentas de la propiedad intelectual y el poder de monopolio). Como resultado, el valor de aquellos activos que pueden proporcionar rentas a sus propietarios, como terrenos, casas y algunos derechos financieros, está aumentando proporcionalmente. Entonces, la riqueza general aumenta, pero esto no conduce a un aumento en la capacidad productiva de la economía o en la productividad marginal media o el salario promedio de los trabajadores. Por el contrario, los salarios pueden estancarse o incluso disminuir, porque el aumento de la participación de las rentas se ha producido a expensas de los salarios.

Los activos que impulsan el aumento de la riqueza general, de hecho, no son bienes de capital producidos. En muchos casos, ni siquiera son "productivos" en el sentido habitual; no están directamente relacionados con la producción de bienes y servicios. Con más riqueza puesta en estos activos, puede haber menos inversión en capital productivo real. En el caso de muchos países de los que tenemos datos (como Francia) hay pruebas de que efectivamente es así: una parte desproporcionada del ahorro de los últimos años se ha ido a la compra de vivienda, lo que no ha aumentado la productividad de la "economía real".

Las políticas monetarias que conducen a tasas de interés bajas pueden aumentar el valor de estos activos fijos "improductivos", un aumento en el valor de la riqueza que no va acompañado de ningún aumento en el flujo de bienes y servicios. Del mismo modo, una burbuja puede conducir a un aumento de la riqueza —durante un período prolongado— de nuevo con posibles efectos adversos sobre el stock de capital productivo "real". De hecho, es fácil para las economías capitalistas generar tales burbujas (un hecho que debería ser obvio a partir del registro histórico, pero que también se ha confirmado en los modelos teóricos). Mientras que en los últimos años ha habido una "corrección" en la burbuja inmobiliaria (y en el precio subyacente de la tierra), no podemos estar seguros de que haya habido una corrección completa. El aumento de la relación riqueza-ingreso aún puede tener más que ver con un aumento en el valor de las rentas que con un aumento en la cantidad de capital productivo. Aquellos que tienen acceso a los mercados financieros y pueden obtener crédito de los bancos (generalmente aquellos que ya están bien) pueden comprar estos activos, usándolos como garantía. A medida que la burbuja despega, también lo hace su riqueza y la desigualdad de la sociedad. Una vez más, las políticas amplifican la desigualdad resultante: el tratamiento fiscal favorable de las ganancias de capital permite rendimientos después de impuestos especialmente altos sobre estos activos y aumenta la riqueza, especialmente de los ricos, que poseen desproporcionadamente dichos activos (y es comprensible que así sea, ya que están en mejores condiciones para resistir los riesgos asociados).


El papel de las instituciones y la política

La gran influencia de la búsqueda de rentas en el aumento de los ingresos más altos socava la teoría de la productividad marginal de la distribución del ingreso. Los ingresos y la riqueza de los que están en la cima se producen, al menos en parte, a expensas de los demás, exactamente la conclusión opuesta a la que surge de la economía del goteo. Cuando, por ejemplo, un monopolio logra aumentar el precio de los bienes que vende, reduce el ingreso real de todos los demás. Esto sugiere que los factores institucionales y políticos juegan un papel importante al influir en las proporciones relativas del capital y el trabajo.

Como señalamos anteriormente, en las últimas tres décadas los salarios han crecido mucho menos que la productividad, un hecho que es difícil de reconciliar con la teoría de la productividad marginal, pero que es consistente con una mayor explotación. Esto sugiere que el debilitamiento del poder de negociación de los trabajadores ha sido un factor importante. Los sindicatos débiles y la globalización asimétrica, donde el capital es libre de moverse mientras que la mano de obra lo es mucho menos, es probable que hayan contribuido significativamente al gran aumento de la desigualdad.

La forma en que se ha manejado la globalización ha llevado a salarios más bajos en parte porque el poder de negociación de los trabajadores ha sido destripado. Con capital altamente móvil y tarifas bajas, las empresas simplemente pueden decirles a los trabajadores que si no aceptan salarios más bajos y peores condiciones de trabajo, la empresa se mudará a otra parte. Para ver cómo la globalización asimétrica puede afectar el poder de negociación, imagine, por un momento, cómo sería el mundo si hubiera libre movilidad del trabajo, pero no movilidad del capital. Los países competirían para atraer trabajadores. Prometerían buenas escuelas y un buen ambiente, así como impuestos bajos para los trabajadores. Esto podría ser financiado por altos impuestos sobre el capital. Pero ese no es el mundo en el que vivimos.

En la mayoría de los países industrializados se ha producido una disminución de la afiliación e influencia de los sindicatos; este descenso ha sido especialmente fuerte en el mundo anglosajón. Esto ha creado un desequilibrio de poder económico y un vacío político. Sin la protección que brinda un sindicato, a los trabajadores les ha ido aún peor de lo que les habría ido de otra manera. La incapacidad de los sindicatos para proteger a los trabajadores contra la amenaza de pérdida de empleo por el traslado de puestos de trabajo al extranjero ha contribuido a debilitar el poder de los sindicatos. Pero la política también ha jugado un papel importante, ejemplificado en el rompimiento de la huelga de los controladores de tráfico aéreo en los Estados Unidos por parte del presidente Reagan en 1981 o la batalla de Margaret Thatcher contra el Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros en el Reino Unido.

Es casi seguro que las políticas de los bancos centrales centradas en la inflación han sido otro factor que contribuye a la creciente desigualdad y al debilitamiento del poder de negociación de los trabajadores. Tan pronto como los salarios comienzan a aumentar, y especialmente si aumentan más rápido que la tasa de inflación, los bancos centrales que se centran en la inflación elevan las tasas de interés. El resultado es un nivel promedio más alto de desempleo y un efecto de reducción de los salarios: a medida que la economía entra en recesión, los salarios reales a menudo caen; y luego la política monetaria está diseñada para garantizar que no se recuperen.

Las desigualdades se ven afectadas no solo por los arreglos institucionales legales y formales (como la fuerza de los sindicatos), sino también por las costumbres sociales, incluso si se considera aceptable participar en la discriminación.

Al mismo tiempo, los gobiernos han sido poco estrictos en la aplicación de las leyes contra la discriminación. Contrariamente a la sugerencia de los economistas de libre mercado, pero consistente incluso con la observación casual de cómo se comportan realmente los mercados, la discriminación ha sido un aspecto persistente de las economías de mercado y ayuda a explicar mucho de lo que ha sucedido en la parte inferior. La discriminación toma muchas formas: en los mercados inmobiliarios, en los mercados financieros (al menos uno de los grandes bancos de Estados Unidos tuvo que pagar una multa muy alta por sus prácticas discriminatorias en el período previo a la crisis) y en los mercados laborales. Hay una gran cantidad de literatura que explica cómo persiste tal discriminación.

Por supuesto, las fuerzas del mercado (la oferta y la demanda de trabajadores calificados, afectadas por los cambios en la tecnología y la educación) también juegan un papel importante, incluso si esas fuerzas están parcialmente moldeadas por la política. Pero en lugar de que estas fuerzas del mercado y la política se equilibren entre sí, con el proceso político amortiguando el aumento de las desigualdades de ingresos y riqueza en períodos en que las fuerzas del mercado han llevado a disparidades crecientes, en los países ricos de hoy ambos han estado trabajando juntos para aumentar desigualdad.


El precio de la desigualdad

Por lo tanto, la evidencia no respalda las explicaciones de la desigualdad centradas únicamente en la productividad marginal. Pero, ¿qué pasa con el argumento de que necesitamos que crezca la desigualdad?

Una primera justificación para la afirmación de que la desigualdad es necesaria para el crecimiento se centra en el papel del ahorro y la inversión en la promoción del crecimiento, y se basa en la observación de que los que están arriba ahorran, mientras que los que están abajo suelen gastar todas sus ganancias. Por lo tanto, los países con una alta participación de los salarios no podrán acumular capital tan rápido como aquellos con una baja participación de los salarios. La única forma de generar los ahorros necesarios para el crecimiento a largo plazo es, por lo tanto, garantizar ingresos suficientes para los ricos.

Este argumento es particularmente inapropiado hoy, donde el problema es, para usar el término de Bernanke, un exceso de ahorro global. Pero incluso en aquellas circunstancias en las que el crecimiento aumentaría mediante un aumento del ahorro nacional, existen mejores formas de inducir el ahorro que aumentar la desigualdad. El gobierno puede gravar los ingresos de los ricos y utilizar los fondos para financiar inversiones públicas o privadas; tales políticas reducen las desigualdades en el consumo y el ingreso disponible, y conducen a un aumento del ahorro nacional (medido apropiadamente).

Un segundo argumento se centra en el concepto erróneo popular de que los que están en la cima son los creadores de puestos de trabajo y que darles más dinero creará más puestos de trabajo. Los países industrializados están llenos de personas emprendedoras creativas en toda la distribución del ingreso. Lo que crea empleo es la demanda: cuando hay demanda, las empresas crearán los empleos para satisfacer esa demanda (sobre todo si logramos que el sistema financiero funcione como debe, otorgando crédito a las pequeñas y medianas empresas).

De hecho, como ha demostrado la investigación empírica del FMI, la desigualdad está asociada con la inestabilidad económica. En particular, los investigadores del FMI han demostrado que los períodos de crecimiento tienden a ser más cortos cuando la desigualdad de ingresos es alta. Este resultado también se mantiene cuando se toman en cuenta otros determinantes de la duración del crecimiento (como shocks externos, derechos de propiedad y condiciones macroeconómicas): en promedio, una disminución de la desigualdad en un percentil 10 aumenta a la mitad la duración esperada de un período de crecimiento. La imagen no cambia si uno se enfoca en las tasas de crecimiento promedio a mediano plazo en lugar de la duración del crecimiento. Investigaciones empíricas recientes publicadas por la OCDE muestran que la desigualdad de ingresos tiene un efecto negativo y estadísticamente significativo en el crecimiento a mediano plazo.

Hay diferentes canales a través de los cuales la desigualdad daña la economía. Primero, la desigualdad conduce a una demanda agregada débil. La razón es fácil de entender: los de abajo gastan una fracción mayor de sus ingresos que los de arriba. El problema puede verse agravado por las respuestas defectuosas de las autoridades monetarias a esta débil demanda. Al reducir las tasas de interés y relajar las regulaciones, la política monetaria da lugar con demasiada facilidad a una burbuja de activos, cuyo estallido conduce a su vez a una recesión.

De hecho, muchas interpretaciones de la crisis actual han enfatizado la importancia de las preocupaciones distributivas. La creciente desigualdad habría llevado a un menor consumo de no haber sido por los efectos de una política monetaria laxa y regulaciones laxas, que condujeron a una burbuja inmobiliaria y un auge del consumo. Fue, en definitiva, sólo el endeudamiento creciente lo que permitió sostener el consumo. Pero era inevitable que la burbuja finalmente se rompiera. Y era inevitable que, cuando se rompiera, la economía entraría en recesión.

En segundo lugar, la desigualdad de resultados está asociada con la desigualdad de oportunidades. Cuando quienes se encuentran en la parte inferior de la distribución del ingreso corren un gran riesgo de no estar a la altura de su potencial, la economía paga un precio no solo con una demanda más débil hoy, sino también con un menor crecimiento en el futuro. Con casi uno de cada cuatro niños estadounidenses creciendo en la pobreza, muchos de ellos enfrentando no solo la falta de oportunidades educativas sino también la falta de acceso a una nutrición y salud adecuadas, las perspectivas a largo plazo del país están en peligro.

En tercer lugar, las sociedades con mayor desigualdad tienen menos probabilidades de realizar inversiones públicas que mejoren la productividad, como en transporte público, infraestructura, tecnología y educación. Si los ricos creen que no necesitan estas instalaciones públicas y les preocupa que un gobierno fuerte que podría aumentar la eficiencia de la economía pueda al mismo tiempo usar sus poderes para redistribuir el ingreso y la riqueza, no es sorprendente que la inversión pública sea menor en los países con mayor desigualdad. Además, en tales países es probable que las políticas tributarias y otras políticas económicas fomenten aquellas actividades que benefician al sector financiero por encima de actividades más productivas. En los Estados Unidos hoy en día, los rendimientos de la especulación financiera a largo plazo (ganancias de capital) se gravan a aproximadamente la mitad de la tasa del trabajo y los derivados especulativos tienen prioridad en la quiebra sobre los trabajadores. Las leyes fiscales fomentan la creación de empleo en el extranjero en lugar de en casa. El resultado es una economía más débil e inestable. Reformar estas políticas —y usar otras políticas para reducir la búsqueda de rentas— no solo reduciría la desigualdad; mejoraría el desempeño económico.

Cabe señalar que la existencia de estos efectos adversos de la desigualdad en el crecimiento es en sí misma evidencia en contra de una explicación del alto nivel de desigualdad actual basada en la teoría de la productividad marginal. Porque la premisa básica de la productividad marginal es que los que están en la cima simplemente reciben lo merecido por sus esfuerzos, y que el resto de la sociedad se beneficia de sus actividades. Si eso fuera así, deberíamos esperar ver un mayor crecimiento asociado con mayores ingresos en la parte superior. De hecho, vemos justo lo contrario.


Revertir la desigualdad

Una amplia gama de políticas puede ayudar a reducir la desigualdad. Las políticas deben estar dirigidas a reducir las desigualdades tanto en los ingresos de mercado como en los ingresos después de impuestos y transferencias. Las reglas del juego desempeñan un papel importante en la determinación de la distribución del mercado: en la prevención de la discriminación, en la creación de derechos de negociación para los trabajadores, en la reducción de los monopolios y los poderes de los directores ejecutivos para explotar a otras partes interesadas de las empresas y al sector financiero para explotar al resto de la sociedad. Estas reglas se reescribieron en gran medida durante los últimos treinta años de manera que condujeron a una mayor desigualdad y un peor desempeño económico general. Ahora deben reescribirse una vez más para reducir la desigualdad y fortalecer la economía, por ejemplo, desalentando el cortoplacismo que se ha vuelto rampante en el sector financiero y corporativo.

Las reformas incluyen más apoyo a la educación, incluido el preescolar; aumentar el salario mínimo; fortalecer los créditos tributarios por ingresos del trabajo; fortalecer la voz de los trabajadores en el lugar de trabajo, incluso a través de los sindicatos; y una aplicación más eficaz de las leyes contra la discriminación. Pero hay cuatro áreas en particular que podrían abrir camino en el alto nivel de desigualdad que ahora existe.

Primero, la compensación ejecutiva (especialmente en los EE. UU.) se ha vuelto excesiva y es difícil justificar el diseño de esquemas de compensación ejecutiva basados ​​en opciones sobre acciones. Los ejecutivos no deben ser recompensados por mejoras en el desempeño del mercado de valores de una empresa en el que no participan. Si la Reserva Federal baja las tasas de interés y eso conduce a un aumento en los precios del mercado de valores, los directores ejecutivos no deberían recibir una bonificación como resultado. Si los precios del petróleo caen y, por lo tanto, aumentan las ganancias de las aerolíneas y el valor de las acciones de las aerolíneas, los directores ejecutivos de las aerolíneas no deberían recibir una bonificación. Hay una manera fácil de tener en cuenta estas ganancias (o pérdidas) que no son atribuibles a los esfuerzos de los ejecutivos: basar el pago por desempeño en el desempeño relativo de las empresas en circunstancias comparables. El diseño de buenos esquemas de compensación que hacen esto ha sido bien entendido durante más de un tercio de siglo y, sin embargo, los ejecutivos de las grandes corporaciones se han resistido casi concienzudamente a estas ideas. Se han centrado más en aprovechar las deficiencias en el gobierno corporativo y la falta de comprensión de estos temas por parte de muchos accionistas para tratar de mejorar sus ganancias, obteniendo salarios altos cuando los precios de las acciones aumentan y también cuando los precios de las acciones caen. A la larga, como hemos visto, el propio desempeño económico se ve afectado. Se han centrado más en aprovechar las deficiencias en el gobierno corporativo y la falta de comprensión de estos temas por parte de muchos accionistas para tratar de mejorar sus ganancias, obteniendo salarios altos cuando los precios de las acciones aumentan y también cuando los precios de las acciones bajan.

En segundo lugar, se necesitan políticas macroeconómicas que mantengan la estabilidad económica y el pleno empleo. El alto desempleo penaliza más severamente a los que se encuentran en la parte inferior y media de la distribución del ingreso. Hoy en día, los trabajadores sufren tres veces: por el alto desempleo, salarios débiles y recortes en los servicios públicos, ya que los ingresos del gobierno son menores de lo que serían si las economías funcionaran bien.

Como hemos argumentado, la alta desigualdad ha debilitado la demanda agregada. Alimentar burbujas de precios de activos a través de una política monetaria hiperexpansiva y la desregulación no es la única respuesta posible. Una mayor inversión pública —en infraestructuras, tecnología y educación— reactivaría la demanda y aliviaría la desigualdad, y esto impulsaría el crecimiento a corto y largo plazo. Según un estudio empírico reciente del FMI, la inversión en infraestructura pública bien diseñada aumenta la producción tanto a corto como a largo plazo, especialmente cuando la economía está operando por debajo de su potencial. Y no necesita aumentar la deuda pública en términos del PIB: los proyectos de infraestructura bien implementados se pagarían por sí mismos, ya que el aumento de los ingresos (y por lo tanto de los ingresos fiscales) compensaría con creces el aumento del gasto.

En tercer lugar, la inversión pública en educación es fundamental para abordar la desigualdad. Un determinante clave de los ingresos de los trabajadores es el nivel y la calidad de la educación. Si los gobiernos garantizan la igualdad de acceso a la educación, la distribución de salarios reflejará la distribución de habilidades (incluida la capacidad de beneficiarse de la educación) y la medida en que el sistema educativo intenta compensar las diferencias en habilidades y antecedentes. Si, como en los Estados Unidos, las personas con padres ricos suelen tener acceso a una mejor educación, la desigualdad de una generación se transmitirá a la siguiente y, en cada generación, la desigualdad salarial reflejará las desigualdades de ingresos de la anterior.

En cuarto lugar, estas inversiones públicas tan necesarias podrían financiarse mediante impuestos justos y completos sobre los ingresos del capital. Esto contribuiría aún más a contrarrestar el aumento de la desigualdad: puede ayudar a reducir el rendimiento neto del capital, de modo que aquellos capitalistas que ahorran gran parte de sus ingresos no verán cómo su riqueza se acumula a un ritmo más rápido que el crecimiento de la economía en general, lo que se traduce en una creciente desigualdad de la riqueza. Las disposiciones especiales que prevén una tributación favorable de las ganancias de capital y los dividendos no solo distorsionan la economía, sino que, dado que la gran mayoría de los beneficios van a parar a la parte superior, aumentan la desigualdad. Al mismo tiempo, imponen enormes costos presupuestarios: 2 billones de dólares de 2013 a 2023 en EE.UU., según la Oficina de Presupuesto del Congreso. La eliminación de las provisiones especiales para ganancias de capital y dividendos, junto con la tributación de las ganancias de capital sobre la base de lo devengado, no solo de las realizaciones, es la reforma más obvia en el código tributario que mejoraría la desigualdad y aumentaría cantidades sustanciales de ingresos. Hay muchos otros, como un buen sistema de sucesiones y un impuesto sobre el patrimonio efectivamente aplicado.


Redefiniendo el desempeño económico

Solíamos pensar que había una compensación: podíamos lograr más igualdad, pero solo a expensas del desempeño económico general. Ahora está claro que, dados los extremos de desigualdad que se están alcanzando en muchos países ricos y la forma en que se han generado, una mayor igualdad y un mejor desempeño económico son complementarios.

Esto es especialmente cierto si nos enfocamos en las medidas apropiadas de crecimiento. Si usamos las métricas equivocadas, nos esforzaremos por las cosas equivocadas. Como argumentó la Comisión Internacional para la Medición del Desempeño Económico y el Progreso Social, existe un creciente consenso mundial de que el PIB no proporciona una buena medida del desempeño económico general. Lo que importa es si el crecimiento es sostenible y si la mayoría de los ciudadanos ven cómo su nivel de vida aumenta año tras año.

Desde el comienzo del nuevo milenio, la economía de los EE.UU. y la de la mayoría de los demás países avanzados claramente no ha estado funcionando. De hecho, durante tres décadas, los ingresos medios reales se han estancado esencialmente. Es más, en el caso de EE.UU., los problemas son aún peores y se manifestaron mucho antes de la recesión: en las últimas cuatro décadas, los salarios promedio se han estancado, aunque la productividad ha aumentado drásticamente.

Como se ha enfatizado en este ensayo, un factor clave que subyace a las actuales dificultades económicas de los países ricos es la creciente desigualdad. Necesitamos centrarnos no en lo que sucede en promedio, como nos lleva a hacer el PIB, sino en el desempeño de la economía para el ciudadano típico, reflejado, por ejemplo, en el ingreso disponible medio. La gente se preocupa por la salud, la equidad y la seguridad y, sin embargo, las estadísticas del PIB no reflejan su declive. Una vez que se tienen en cuenta estos y otros aspectos del bienestar social, el desempeño reciente en los países ricos parece mucho peor.

Las políticas económicas requeridas para cambiar esto no son difíciles de identificar. Necesitamos más inversión en bienes públicos; mejores leyes de gobierno corporativo, antimonopolio y contra la discriminación; un sistema financiero mejor regulado; derechos de los trabajadores más fuertes; y políticas fiscales y de transferencia más progresivas. Al "reescribir las reglas" que rigen la economía de mercado de esta manera, es posible lograr una mayor igualdad en la distribución del ingreso antes y después de impuestos y transferencias y, por lo tanto, un desempeño económico más sólido.



* Publicado en Evonomics. The next evolution of Economics, 09.09.16. Adaptado (con autorización) de Rethinking Capitalism: Economics and Policy for Sustainable and Inclusive Growtheditado por Michael Jacobs y Mariana Mazzucato, (Serie de monografías de la revista Policy Quarterly), WILEY Blackwell. Joseph Stiglitz es Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel de 2001.

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