Una vez más... Gaza y los castigos colectivos




Lamentablemente, no importa cuando leas esto. Dada la naturaleza criminal del Estado Judío de Israel... siempre es actual.


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El miércoles 16 de julio de 2014, los noticieros informan que ya van cerca de 200 muertos por la operación “Margen protector” llevada adelante contra la Franja de Gaza por el Estado Judío de Israel. Según la ONU, un 80% de esas víctimas son civiles: hombres, mujeres y niños no combatientes. A lo cual hay que sumar los heridos, las consecuencias físicas y psicológicas de largo plazo de las víctimas, las casas dañadas y las totalmente destruidas, y la infraestructura arrasada.

Al considerar ese 80% de personas asesinadas no combatientes, hay que recordar que Gaza no tiene ejército. No estamos ante una batalla entre fuerzas armadas. La operación “Margen protector” es, nuevamente, un castigo colectivo a toda la población confinada por Israel en lo que se ha llamado la cárcel más grande del mundo: el “batustán” de Gaza[1].

Esta vez, el castigo colectivo es por el asesinato de tres jóvenes israelíes (aun no aclarado), el cual se asume es obra de la milicia de Hamas.

Este tipo de represalia colectiva tiene cuantiosos y cruentos precedentes en Palestina. De hecho, lo peor es que uno podría escribir una columna estándar, cambiarle ciertos detalles y estaría vigente siempre... Mientras el Estado Judío de Israel siga ejecutando castigos colectivos contra civiles desarmados.

Este tipo de acto criminal no lo han inventado los israelíes. Aunque vaya que se han esmerado, no son creadores de nada nuevo. La “civilizada” cultura euroamericana ha sido pródiga en atrocidades contra civiles indefensos. Baste recordar a los franceses en Argelia, los belgas en el Congo o los estadounidenses en Vietnam. Sin embargo, el caso más extremo es la infame e inaceptable locura nazi de mediados del siglo XX.

Recordemos un ejemplo entre tantos. El 15 de junio de 1942, el periodista y escritor inglés George Orwell, transcribe en sus Diarios de guerra un informe de la BBC acerca de una transmisión hecha cinco días antes por las emisoras locales de Praga, cuando la hoy desaparecida Checoslovaquia era un “Protectorado” del Tercer Reich. Se titula “Venganza de Heydrich: un pueblo arrasado: todos los hombres fusilados”. Orwell hace una “repetición idéntica” de la proclama:
“Se anuncia de manera oficial: La búsqueda de los asesinos del SS Obergruppenführer, el general Heydrich, y la investigación concomitante, han hallado indicios fidedignos de que la población de la localidad de Lidice, cerca de Kladno, prestó apoyo y auxilio al círculo de perpetradores en cuestión. A pesar de los interrogatorios a que fueron sometidos los habitantes de la localidad, los oportunos medios de la imputación quedaron certificados sin el concurso de la población. La actitud de los habitantes con el ultraje así manifiesto fue subrayada con otros actos de hostilidad al Reich, el descubrimiento de depósitos de armas y municiones, de un radiotransmisor ilegal y de inmensas cantidades de mercancías sujetas a control, así como por el hecho de que algunos habitantes de la localidad estén activos al servicio del enemigo extranjero. Como los habitantes de esta localidad han violado flagrantemente las leyes aprobadas, debido a sus actividades y al apoyo prestado a los asesinos del SS Obergruppenführer Heydrich, se ha procedido al fusilamiento de los varones adultos, al envío de las mujeres a campos de concentración y a la entrega de los niños a las autoridades educativas correspondientes. Los edificios de la localidad han sido demolidos hasta los cimientos, y el nombre de la comunidad se ha borrado de todas partes”.[2]
Es imaginable cómo habrán sido esos “interrogatorios” de la Gestapo. No obstante, de todas maneras la “imputación” quedó en evidencia “sin el concurso de la población”... ¡qué calidad de los investigadores! En fin, quedó manifiesta la “hostilidad al Reich” de aquellos checoslovacos terroristas que violaron “flagrantemente las leyes aprobadas”... por el ocupante. Así que, según los nazis, bien merecido se tenían la represalia colectiva: fusilamientos sumarios, deportaciones, secuestro de niños y destrucción de la aldea.

Cosas similares vienen pasando en Palestina, salvo que a la destrucción de aldeas y sembradíos, le sigue la construcción de asentamientos israelíes ilegales. No es casual que en vez de los nombres árabes de las localidades y zonas ocupadas, figuren ahora nombres hebreos.

Es evidente que esta comparación no busca ser exacta, sería absurdo. Israel no ha montado un sistema burocrático-industrial de esclavización y exterminio. Pero, sí ha llevado a cabo sistemáticamente actos criminales contra la población civil de las zonas ocupadas: desde operaciones militares planificadas a la cultura del “gatillo fácil” entre los soldados. En estos últimos días esa política estatal se ha materializado de nuevo en una represalia colectiva.

Por supuesto que rechazar los castigos colectivos no implica apoyar a Hamas en todo lo que haga. Esa es solo una falacia ramplona esgrimida por la propaganda sionista y los fans de Israel. Mas, no se puede obviar que Hamas, nos gusten o no su ideología y sus medios, se opone a la ocupación. De hecho, si Ud. conoce las condiciones de vida que Israel impone a Gaza, se dará cuenta de que esas mismas condiciones de opresión, humillación, hostigamiento y pobreza son el mejor caldo de cultivo de Hamas. Sólo un desinformado o un cínico ignorarían tal punto.

Las atrocidades no dejan de serlo por más “justos” que sean los objetivos declarados por sus perpetradores. Pero bueno, Ud. ya se habrá dado cuenta de que quien esto escribe solo quiere ensuciar el derecho a la autodefensa, denominándolo mañosamente “castigo colectivo” y remarcando que lo ejecuta uno de los ejércitos más modernos del mundo contra población civil indefensa. Sí, me confieso: según el sionismo seguro soy antisemita, neonazi o títere del fundamentalismo musulmán.

El punto es si, tal como en Sudáfrica, en el caso de Palestina Ud. le creerá y apoyará al victimario o a las víctimas.


Nota:

[1] "Israel divide el territorio palestino en 'bantustanes', dice relator de la ONU", Noticias ONU, 07,11,03. Recuérdese que el término proviene del sistema impuesto por el régimen de apartheid de Sudáfrica donde se encerraban en pequeños territorios a determinadas poblaciones negras.

[2] ORWELL, George. 2009. Matar a un elefante y otros escritos. FCE, México D.F., p. 141.



* Publicado en El Clarín, 17.07.14.

Por qué juzgamos más duramente las decisiones de los pobres




Una serie de estudios realizados en Harvard destapa un prejuicio: la gente con menos recursos debería conformarse con menos, incluso si perjudica su salud o seguridad


Javier Salas


“Para ustedes será basura, para esos padres no era basura. Cuando hablan de esa manera, no me ofenden a mí, les ofenden a ellos”. Cuando Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, defendió con estas palabras los menús de Telepizza para menores vulnerables, quizá el debate de fondo no era sobre la calidad de la comida. Porque los especialistas no tenían dudas. Un estudio de la Universidad de Harvard recién publicado señala que quizá el debate era, en realidad, sobre lo que consideramos aceptable para las familias pobres. ¿Está ese listón más abajo para la gente con menos recursos? Unas investigadoras de la universidad estadounidense quisieron responder esa pregunta y las conclusiones de su trabajo son reveladoras: “Tenemos un doble rasero preocupante”.

A través de 11 experimentos, las investigadoras muestran que las personas de bajos ingresos son juzgadas de manera más negativa por consumir los mismos artículos que otras con mayores ingresos, lo que añade una presión social extra a las restricciones materiales que ya sufren. Pero no es porque tengan menos para gastar, sino porque se considera que sus necesidades deberían ser más frugales. “Descartamos la explicación de que a las personas de mayores ingresos se les permite consumir socialmente más simplemente porque pueden pagar más; al contrario, observamos que a las personas de bajos ingresos se les permite socialmente consumir menos porque se supone que necesitan menos”, aclara Serena Hagerty, autora principal del trabajo. Según Hagerty, las necesidades básicas tienen que ser más básicas para los pobres.

En una de las pruebas, se presenta la historia de Joe a dos grupos distintos: para uno este personaje tiene bajos ingresos, para otro tiene buena renta. A Joe le tocan 200 dólares en una rifa, ¿está bien que los gaste en una televisión nueva? Si Joe tiene pocos ingresos, está mucho peor visto que si tiene una vida acomodada. Curiosamente, hay un grupo de control al que no se le dice nada sobre la situación económica de Joe. Para este grupo, es igual de permisible que el Joe neutro se compre la tele que para el grupo del Joe rico. Solo está mal visto para el pobre.

A medida que se profundiza en el estudio, publicado en PNAS, los experimentos se van complicando para perfilar mejor los mecanismos que juzgan a las personas según sus recursos. Por ejemplo, en otro se pregunta qué tarjeta regalo le regalarían al Joe pobre o al Joe rico, una de 100 dólares para comprar comida o una de 200 para una tele. El Joe pobre recibe sobre todo la tarjeta para comida mientras el Joe rico recibe la que permite comprar una tele, que supone el doble de dinero. De promedio, finalmente, se le regalan 125 dólares al Joe pobre y 152 al rico. Es decir, incluso cuando se trata de un regalo, quien tiene más merece más y quien tiene menos, obtiene un regalo inferior. Incluso si saben que Joe ha dicho expresamente que le gustaría una tele nueva, los participantes en el estudio le regalan mucho menos la tele al Joe pobre que al rico.

“Una implicación de este doble rasero es que la gente parece más cómoda dirigiendo y limitando las decisiones de gasto de los pobres”, resume Hagerty. Este estudio es muy revelador en el contexto actual, como indican estas investigadoras, en el que se debate el desarrollo de rentas mínimas en países como España. “Una crítica potencial al ingreso mínimo vital puede ser que las personas de bajos ingresos gastarán el dinero en cosas equivocadas”, indica Hagerty sobre el caso español. “Sin embargo, es probable que este miedo esté influido en primer lugar por una visión limitada de qué productos se consideran necesarios para las personas de bajos ingresos”, apunta.

Es algo que queda claro en otros de sus experimentos, como en el que se muestran 20 objetos de consumo cotidiano que podría comprar una familia: periódicos, mobiliario, relojes, ordenadores, material deportivo, etcétera. En todos está peor visto que los compre una familia de ingresos menores, salvo en uno: los productos de higiene corporal. Con este mismo planteamiento, se proponen 20 criterios a tener en cuenta por una familia que busca una casa nueva: garaje, aire acondicionado, vecindario ruidoso, cercanía a zonas de ocio, etcétera. Todos están peor vistos si los considera una familia de poca renta, salvo dos: que la casa esté cerca del supermercado y del transporte público. Lo que es más revelador: se considera superfluo para una familia pobre que pretenda una casa cerca de un hospital o en un vecindario seguro, lo que implica que, con poca renta, incluso buscar seguridad se considera un capricho innecesario.

La seguridad como un lujo para familias sin recursos también aparece en otro de los experimentos del estudio, en el que se propone la compra de un coche con sistema de cámara trasera. Incluso cuando a la audiencia se le explica que es un extra importante para la seguridad del vehículo, se considera menos necesario para una familia de pocos recursos. Está mal visto que el pobre compre un objeto que para el rico es básico para su seguridad. De nuevo, no es que el pudiente se permita más, es que el vulnerable no merece tanto, incluso si está en juego su salud.

“La principal contribución de este estudio es que definimos las necesidades a partir de los recursos que tiene la gente, porque lo que definimos como necesario o superfluo cambia según los ingresos de la persona”, el economista Luis Miller, investigador del CSIC. Y añade: “Esto tiene implicaciones importantes sobre todo en el ámbito de lo que llamamos la trampa de la pobreza, ese círculo vicioso que niega los recursos necesarios para acceder a más recursos”. Cuando se critica a un sin techo o un refugiado por tener un smartphone se considera que es un capricho innecesario, aunque para todos sea una herramienta imprescindible para relacionarnos con nuestros familiares, empleadores o clientes. Sin este tipo de recursos, es imposible romper el círculo del que habla Miller: sin una casa, una ducha, un móvil, etcétera, es imposible conseguir un trabajo que permita salir de esa trampa de la pobreza.

“Existe esta idea de que si das ayudas a una familia, haces que trabajen menos. Un proyecto de seguimiento estuvo analizándolo y no es así”, decía recientemente Esther Duflo, premio Nobel de Economía, “no solo no les hace más vagos, sino que les da un bienestar y una seguridad que les hace más productivos”. Todas las personas necesitan salir de la “visión de túnel” que imponen las carencias, esas penurias que impiden tomar decisiones sosegadas, como explicaban Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir en su libro Escasez (Fondo de Cultura Económica): “La escasez captura nuestra atención y esto nos proporciona un beneficio muy estrecho: tenemos un mejor desempeño al ocuparnos de las necesidades más apremiantes. Pero de manera más amplia, pagamos un costo: descuidamos otros asuntos y somos menos eficientes en el resto de nuestra cotidianeidad”. Regalarle una tele al Joe pobre quizá le proporciona el estímulo emocional que le permite amanecer con más ánimo por la mañana. O no. Pero por lo general pensamos que debería conformarse con lo que tiene y centrarse en comprar lo imprescindible para subsistir.

Miller cree que estos mecanismos se producen en España de una manera más matizada, porque aquí las encuestas muestran unas preferencias claras por la redistribución y no existe con tanto peso “la figura del libertario estadounidense, ese que dice que cada cual tiene lo que se merece”. Y añade: “Aquí esos mecanismos tienen más que ver con la necesidad de diferenciarnos del pobre”. Según explica Hagerty por email, la renta de los sujetos que participaron en el estudio no influía en sus opiniones: al margen de sus ingresos, todos reducían el círculo de las compras aceptables para el Joe pobre, incluso si ponían en riesgo su salud, como una sillita para niños en el coche, un barrio sin delincuencia o un acceso cercano a un centro de salud, que se ven casi como caprichos solo si se tienen pocos ingresos. “Que le demos menos margen de maniobra a las decisiones de los desfavorecidos económicamente parece expresar nociones más básicas de mérito y autonomía”, apunta la investigadora.

Volviendo al menú de Telepizza, Hagerty tiene una respuesta clara a la luz de su trabajo: “Esta visión parcial de la necesidad también puede explicar por qué se les dio comida basura a los niños de bajos ingresos [en Madrid], cuando la misma comida puede no ser adecuada para los niños de mayores ingresos”. Y apunta que sus hallazgos sugieren que en debates como ese en realidad se están haciendo dos preguntas distintas que tendrán dos respuestas sustancialmente diferentes: ¿es necesario el acceso a alimentos saludables? y ¿es necesario el acceso a alimentos saludables para las personas de bajos ingresos? “Esto debe tenerse en cuenta en el debate político: ¿cómo se realizan las preguntas relevantes en política y qué prejuicios implícitos pueden influir en sus respuestas?”.



* Publicado en El País, 02.07.20.

Escoria blanca: los ignorados en la historia de las clases sociales en EEUU




La historiadora Nancy Isenberg repasa la historia de Estados Unidos desde la perspectiva de trabajadores pobres y marginados, y desmonta mitos sobre la fundación del país. Ésta es la "Introducción" del libro que publica ahora en español la editorial Capitán Swing.


Nancy Isenberg


Una de las películas más memorables de todos los tiempos es Matar a un ruiseñor, estrenada en 1962. Se trata de un retrato clásico de las secuelas que ha dejado la esclavitud y la segregación racial en el sur de Estados Unidos. Hace más de dos décadas que examino en mis clases el contenido de ese filme, que también es una de las cintas favoritas del presidente Obama. Sin embargo, cuando lo paso en el aula (por mucho que también hayan podido verlo en el instituto), a lo que asisten mis alumnos, y por primera vez en su vida, es a un drama cuyo argumento no solo contiene un mensaje inquietante, sino dos.

Uno de los argumentos habla de un hombre de principios, el valiente abogado Atticus Finch, que se niega a perpetuar el doble rasero racial: pese a saber que va a encontrar una fuerte oposición, acepta defender a un afroamericano llamado Tom Robinson al que se le acusa de haber violado a Mayella Ewell, una chica blanca muy pobre. Aunque el tribunal dictamine la culpabilidad de Robinson, el espectador sabe que es inocente. El reo es un hombre honrado que trabaja de sol a sol y cuya talla personal es muy superior a la de la degenerada familia de sus acusadores: los Ewell. La desaliñada Mayella se siente acobardada por su padre, que la intimida con modales de matón. Este, que responde por Bob Ewell, es un hombre escuálido al que siempre vemos embutido en un mono de trabajo y que carece de todo mérito o virtud moral.

Bob Ewell exige que el jurado, integrado exclusivamente por varones blancos, se ponga de su parte, cosa que al final consigue. Insiste en que le ayuden a vengar el honor de su hija. No contento con saber que alguien ha matado a Robinson cuando intentaba fugarse de la prisión, Bob agredirá además a los dos hijos de Atticus Finch en la noche de Halloween.

El nombre completo de Bob Ewell es Robert E. Lee Ewell. Pero no se trata del heredero de ninguna de las familias aristocráticas del Viejo Sur. Según la descripción que nos ha dejado Harper Lee, la autora de la novela que dio pie a la película, los Ewell forman parte de los más pobres de entre los pobres, de aquellos cuya miseria no hay fluctuación económica que pueda disminuir o agravar –ni siquiera la Gran Depresión–. Son escoria humana.

Así lo afirma en el texto la propia escritora: «Ningún agente del orden era capaz de sujetar a su numerosa descendencia en la escuela; ningún sanitario podía librarles de sus defectos congénitos ni de los diversos gusanos y enfermedades endémicas de los ambientes sucios». Viven detrás del basurero municipal, en cuya porquería rebuscan a diario. La ruinosa chabola que les sirve de casa había sido en otra época «una choza de negros». Y como hay inmundicias por todas partes, la barraca parece «la casa de muñecas de un chiquillo demente».

No hay nadie en todo el vecindario capaz de determinar cuántos críos viven en ese lugar: unos dicen que nueve y otros solo aventuran seis. Para los habitantes del pueblecito de Maycomb, en Alabama, los hijos de los Ewell eran simples «mocosos de cara sucia que se asomaban a las ventanas cada vez que alguien pasaba por allí». Los Ewell responden inconfundiblemente a la imagen de lo que los estadounidenses del sur (y un montón de gente más) denominan «escoria blanca». Sus actuales compatriotas todavía conservan una visión tan estrecha como sesgada de la escoria blanca. Uno de los símbolos más contundentes y familiares de las actitudes retrógradas que se asocian con este grupo social desfavorecido es el que mostraron los periódicos y las cámaras de televisión en 1957 al captar el enfurecido rostro de los blancos que protestaban en un acto de integración escolar que tuvo lugar en Little Rock, Arkansas.

En 2015, varios manifestantes cubiertos de tatuajes del Ku Klux Klan decididos a defender la bandera confederada frente al Parlamento de Charleston, en Carolina del Sur, exhibieron también sentimientos similares, demostrando así la persistencia de un bochornoso fenómeno social. El prestigio de Paula Deen, la popular presentadora del canal de televisión de pago estadounidense Food Network, nacida en Georgia y famosa por sus recetas impregnadas de colesterol, cayó repentinamente en picado en 2013, al revelarse que usaba la «palabra con N». Prácticamente de la noche a la mañana, su reputación de sureña presentable se fue al garete y acabó marcada con el estigma reservado a los paletos más burdos y menos refinados.

Estas instantáneas tipológicas de la escoria blanca nos ofrecen una imagen incompleta de un problema que en realidad es muy antiguo y que generalmente pasa desapercibido. En sus charlas sobre acontecimientos virales como los reseñados más arriba, los estadounidenses no dan ninguna muestra de percibir las diferencias de clase, más allá de una simple constatación superficial. A la cólera y la ignorancia se superpone la compleja historia de una identidad de clase fraguada en el remoto periodo colonial de Estados Unidos sobre la base de las nociones de pobreza traídas de Gran Bretaña.

En muchos sentidos, el sistema de clases de Estados Unidos se ha ido gestando al hilo de la evolución de los argumentarios políticos empleados para despachar o demonizar (y de cuando en cuando reivindicar) a esos marginados rurales aparentemente incapaces de incorporarse a la corriente dominante de la sociedad.

Por consiguiente, los Ewen no son simples figurantes del drama histórico de Estados Unidos. Su trompicada peripecia arranca con el siglo XVI, no en los albores del XX. Es una emanación de las políticas coloniales británicas enfocadas al reasentamiento de los pobres, una consecuencia de un conjunto de decisiones llamadas a condicionar los conceptos de clase estadounidenses y a dejar una huella indeleble en su cultura.

Conocidos en un principio con el nombre de «morralla del Nuevo Mundo» y más tarde con el de «escoria blanca», los estadounidenses socialmente arrinconados acabarían padeciendo el estigma de su inadaptación al sistema de la productividad, de su falta de propiedades o de su incompetencia como progenitores de hijos sanos y aptos para ascender en la escala social; o dicho de otro modo: aparecen carentes del sentido del medro personal que constituye la base del sueño americano.

Y la solución que se ha dado en Estados Unidos a la pobreza y el atraso social no ha sido precisamente la que quizá hubiera cabido esperar. Bien avanzado el siglo XX, la expulsión de los parias o incluso su esterilización eran propuestas que se antojaban racionales a juicio de quienes ansiaban reducir la losa que representaban «los perdedores» para el conjunto de la economía.

En el desarrollo de las actitudes de la sociedad frente a estas personas indeseables, las expresiones lingüísticas más espeluznantes son tal vez las propias de mediados del siglo XIX, ya que en ese periodo los campesinos blancos pobres eran arrojados al saco categorial de los seres inferiores a la raza blanca, debido a que su misma piel amarillenta, unida a su enfermiza y achacosa descendencia, denunciaba su condición de ralea extraña y ajena.

Los términos «morralla» y «escoria» se revelan cruciales para comprender, siquiera mínimamente, el carácter de este impactante y persistente vocabulario. Estados Unidos ha sido siempre, en toda su historia, un sistema de clases. No se trata únicamente de que el uno por ciento de su población sea la que dirija el país ni de que esa exigua élite de privilegiados cuente con el apoyo satisfecho de la clase media: si queremos explicar la identidad de la nación no podemos seguir haciendo caso omiso de las capas estancadas y desechables de la sociedad.

Pobres, despojos, basura… Sea cual sea la etiqueta que se les haya asignado, los integrantes de este estrato social se han situado invariablemente en la vanguardia de las contiendas políticas más pedagógicas de Estados Unidos. En la época del asentamiento colonial, sus componentes actuaron a un tiempo como peones útiles y levantiscos agitadores –una pauta conductual llamada a perdurar entre las masas de emigrantes desposeídos que se dedicarían a ocupar tierras tanto en las regiones del oeste como en el conjunto del continente–.

Los blancos pobres del sur no solo tuvieron un papel muy destacado en el ascenso del Partido Republicano de Abraham Lincoln, también intervinieron en la gestación del clima de desconfianza que determinaría que las inquinas acabaran impregnando las capas más empobrecidas de la Confederación en la época de la Guerra de Secesión estadounidense.

Durante el periodo de la Reconstrucción tras la guerra, la escoria blanca constituyó una peligrosa anomalía y un punto discrepante en los esfuerzos tendentes a refundar la Unión. Y en las dos primeras décadas del siglo XX, coincidiendo con el florecimiento del movimiento eugenésico, sus miembros pasaron a formar la clase degenerada a la que apuntaban los programas de esterilización. La otra cara de la moneda es que los blancos pobres se beneficiaron de los empeños rehabilitadores del New Deal y la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson.

Una y otra vez, la presencia de la escoria blanca nos recuerda una de las más incómodas verdades nacionales de Estados Unidos: que sigue habiendo pobres entre nosotros. La zozobra que induce a penalizar a las personas blancas sumidas en la pobreza revela la existencia de una molesta tensión entre las promesas de país que se inculcan a los estadounidenses –es decir, el sueño de la movilidad social ascendente– y la mucho menos atractiva realidad de que las barreras de clase determinen casi invariablemente que ese sueño resulte inalcanzable. Como es obvio, la encrucijada en la que la raza y la clase se cruzan continúa siendo uno de los factores que influyen innegablemente en el conjunto de la situación.





* Esta Introducción del libro fue publicada originalmente por El País, 18.10.20.

El regreso de los maestros del Excel




Con las pre candidaturas presidenciales y la presentación de los respectivos programas de gobierno, hemos visto el retorno de esos sabios que tienen la capacidad de hacernos ver las cosas en verdad importantes: los medios, la forma y los tecnicismos. Y, al mismo tiempo, nos ayudan a dejar de lado lo irrelevante: los fines, el fondo y los principios.

Los “expertos” volvieron por sus fueros. Sí, los mismos autores o defensores de la planificación, materialización, reproducción y legitimación del “modelo chileno”. Como si desde octubre del 2019 no hubiera pasado nada en el país, los medios de comunicación nuevamente les dan tribuna privilegiada para seguir con su tarea de décadas: convencernos de que lo económico, en su expresión capitalista de mercado y neoliberal, es por lejos lo más importante[1].

Como es evidente, realista, responsable, serio, pragmático, etc., casi lo único, sino lo único, que se discute respecto de los programas presidenciales es su propuesta económica. En serio. Revise los medios. La política y el futuro del país se juega y se limita a lo que esos “expertos” consideran fundamental. Con harto dato “duro” sí, por lo que seguro sus opiniones son serias, indesmentibles, neutrales y objetivas. Como les gusta decir desde el Olimpo: “dato mata relato”[2].

De tal manera, a nadie parece extrañar que en la discusión sobre los programas presidenciales, el economicismo eclipse totalmente a todos los demás temas: arte y cultura, educación, ancianos, marginación, relaciones laborales, medioambiente, política exterior, infancia y juventud, modelos de desarrollo, mujeres, sequía, pueblos originarios, ciencia y tecnología, DDHH, diversidades sexuales, salud, inmigrantes, descentralización, soberanía alimentaria, renacionalización de recursos estratégicos, discapacidad, matriz energética, cambio climático, organizaciones sociales y un largo etcétera.

Esa lista, de hecho no exhaustiva, debería servir para dar cuenta de la complejidad de nuestro país. Es decir, de lo que para los “expertos” parece ser un detalle muy menor: el Chile real… ese que está más allá de sus planillas Excel[3].

Todos esos temas antes listados son, según los “expertos”, meras cuestiones que dependen sencilla y exclusivamente de la eficiente asignación de recursos. Solo alguien no iniciado en economía, podría decir otra cosa... tonta o “populista”. Como, por ejemplo, proponer metas desde los intereses del pueblo y luego encargar a técnicos, competentes y no alienados de la realidad, los mecanismos viables para alcanzarlas. En cambio, los tecnócratas afirman que todas las soluciones a todos los problemas dependen de la disposición de dinero… No de ideas innovadoras, voluntad política y acuerdos intersectoriales, nacionales, regionales o internacionales[4].

Esa plena seguridad de los “expertos” podría tener dos explicaciones. Por un lado, no tienen idea de aquellos tópicos; y, por otro, porque están convencidos del triunfo de su “ciencia imperial”. O sea, no es problema ser ignorantes en todo lo que no sea maximizar dinero, pues, al ser cualquier actividad social un simple subconjunto de la economía, no hace falta estudiarlas. Ya es toda una señal que los equipos importantes de un gobierno son liderados por fans del “enfoque económico” y no por profesionales con conocimiento y experiencia en los diversos temas.

Hace años, Karl Polanyi, un gran historiador de lo económico, señalaba certeramente en El sustento del hombre (libro póstumo), cómo la limitada y unidimensional perspectiva ideológica que instalaron los “expertos”, tenía nefastas consecuencias:
“Una sociedad netamente de mercado como la nuestra, tiene que encontrar difícil, por no decir imposible, apreciar equitativamente las limitaciones de la importancia de lo económico [en su acepción de mercado]. (…) Habiendo convertido el hombre la ganancia económica en su fin absoluto, pierde la capacidad de relativizarla mentalmente. Su imaginación queda encerrada en los límites de esa incapacidad”
Y aquí estamos. Gente incapaz, pero con poder, construye y naturaliza tiempos incapaces donde lo anormal e inconveniente es impuesto como normal y conveniente. No se debe olvidar que el propio Milton Friedman, padre de nuestros “expertos” (más allá de quienes se pudieran creer “heterodoxos”), describía con pesar la situación de los tecnócratas neoliberales a mediados del siglo XX: “una pequeña minoría asediada y considerados como excéntricos por la gran mayoría de nuestros colegas intelectuales”[5].

El problema es que esos excéntricos incapaces de imaginar nada más allá de su miope reduccionismo, son los actuales jueces de lo deseable. Peor aún, de lo posible. Ese tipo de gente siguen siendo los inquisidores de nuestra política y, de ese modo, siguen elaborando y validando la agenda pública desde su economicismo.

Los maestros del Excel no se habían ido. Siempre estuvieron allí. Solo estaban esperando la amnesia colectiva y el conveniente servilismo de los editores periodísticos y de los medios.



NOTAS:


[2] Ni hablarles a estos “expertos” de las relaciones entre ideología y datos; la construcción psicológica, social y cultural de la percepción y de lo que es un “hecho”; las filosofías detrás de cómo concebimos e interpretamos la realidad; etc.

[3] Hay que reconocer que los más loquillos agregan variables no económicas a sus cálculos costo-beneficio… asumiendo todo el esquema general eso sí.

[4] Por eso, luego de décadas de neoliberalismo, aún se insiste en la prioridad de crecer para algún día remoto —cuando los millonarios y grandes empresas acumulen suficiente dinero— redistribuir y avanzar en igualdad. Pero, un pichintún no más, no se me suban por el chorro.

[5] Citado en: GÁRATE, Manuel. 2016. La revolución capitalista de Chile (1973-2003). 4ta. edición. Ediciones Universidad Alberto Hurtado. Santiago.



* Publicado en El Clarín, 23.06.21.

Sobre la (de)formación económica




Dejamos un fragmento de la "Introducción" del libro Oikonomía. Economía Moderna. Economías, titulada "En torno a la conveniencia de discutir lo económico más allá de la 'ciencia económica'". En estos párrafos seleccionados se tratan algunos aspectos de la peligrosa especialización de carácter reduccionista de la enseñanza económica ortodoxa.


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Un problema no menor, relacionado a la dogmática unidad económica moderna, es la extrema especificidad en la formación de los economistas. Se plantea una única manera de concebir los problemas de la esfera productivo-comercial y de la sociedad en general, la cual, además, es limitada o parcial. La disciplina asume una serie de supuestos, no solo como reales, sino que también como universales. Hipótesis inventadas que, desde los aportes verdaderamente empíricos de la historia económica, la sociología, la psicología, la antropología o de las visiones más amplias dentro de la propia economía occidental moderna, dejan en evidencia su falta de sustento, voluntarismo y carácter ideológico. Sin embargo, de igual modo, se les declara pertinentes para la humanidad en su conjunto, se les hace pasar por hechos científicos y se terminan enseñando en los establecimientos educacionales secundarios y universitarios como la economía y sirviendo como fundamento de políticas económicas.[1]

La especie entera será entendida y representada a modo de un único conjunto homogéneo. He ahí el indudable gran triunfo político y cultural, no científico ni académico, de la “ciencia económica”. (...)

Al llegar a este punto, se podría preguntar por qué se les entrega la inmensa responsabilidad de determinar el contexto y los factores de la vida material —con todo lo implicado en ello— a personas con una formación académica limitada y dogmática. ¿Confiaría usted en médicos con erróneos o mínimos conocimientos de anatomía, fisiología, patología u otras disciplinas necesarias para prevenir enfermedades o curarlas? Ese era el caso de los facultativos occidentales de antaño, quienes, en su ignorancia, estaban convencidos, por ejemplo, de la benignidad de sangrar a los enfermos. Asumiendo ese supuesto, si con el tratamiento el paciente llegaba a empeorar, el médico solo veía la necesidad de aumentar el remedio: hacían falta más sanguijuelas. Estaban cegados ante otras alternativas por su deficiente formación, su aceptación de falsedades como verdades y por la legitimación académica y social de sus fundamentos y métodos.

Por qué confiar la supervivencia personal y grupal a quienes creen neutral cooperar con la acumulación monetaria infinita de los grupos privilegiados, dado que no tienen formación política. A quienes no consideran las relaciones sociales asociadas a los procesos productivo-comerciales, pues no tienen conocimientos de sociología. A quienes no toman en cuenta las complejidades y particularidades culturales de los diversos sistemas de sustento, ya que tampoco tienen formación en antropología. A quienes no dominan a cabalidad los principios básicos por los cuales guían su propia labor y, por ende, tampoco pueden cuestionarlos o enmendar rumbos, pues su saber de los fundamentos de la economía o historia de las ideas es limitado o nulo. A quienes al desconocer historia económica ignoran la existencia de otros tipos de economías, las cuales pudieran servir de ejemplos para buscar alternativas y soluciones a determinados problemas o para no repetir errores. A quienes, si no se les enseña filosofía ni ética, no son dados a reflexionar en torno a las consecuencias provocadas por sus ideas y recomendaciones en la sociedad, las personas y la naturaleza. Y, en ese sentido, son incapaces de ir más allá de un pragmatismo utilitario de corto plazo que asume los contextos como dados y juzga cualquier situación por un único principio: el de costo-beneficio. 

No obstante esas graves falencias formativas, asimismo puede decirse que la economía ortodoxa sufre una enfermedad congénita. Al determinar el criterio de posibilidad de la existencia humana desde el inexorable principio de la “escasez”, se terminan asumiendo, desde esa limitada y antojadiza perspectiva, anodinas normas pragmáticas y utilitarias de lo que debe ser la vida. Tal mediocridad igualmente contamina a los propios economistas quienes se autoimponen una especie de castración mental: definir que su solo interés son los “medios” (escasos). De tal manera, al obviar los “fines” no toman en cuenta las cuestiones de fondo o en verdad importantes como el bien, la verdad, la justicia, la dignidad, la belleza, etc. Quienes asumen el “enfoque económico” quedan así atrapados en problemas secundarios, nimios, formales, circunstanciales o meramente técnicos. Salvo honrosas excepciones, los economistas se juegan la vida en el campo de los tecnicismos, en el que, a partir de su pragmatismo utilitario expresado en un complejo lenguaje esotérico y matemático, apoyado en datos estadísticos interpretados desde el “enfoque económico”, derrotan ufanos la que para ellos es la candidez e ignorancia de quienes no son “economistas profesionales”.[2]

Así las cosas, si permitir que profesionales con tal (de)formación y limitaciones teórico-metodológicas elaboren criterios para la vida socioeconómica de los pueblos es a lo menos imprudente, dejarlos a cargo de construir una sociedad y dirigirla es a todas luces insensato. Por supuesto no se trata de incapacidad ni mala fe de quienes se dedican a la economía, sino de una poderosa deformación profesional. Es un adiestramiento que da por resultado un tipo singular de pensamiento y de comprensión de la realidad, desde donde se desarrollan herramientas metodológicas que responden a ellas. El problema es el llamado “enfoque económico”. Es la ceguera y tozudez de asumir que la economía es una “ciencia” al modo de la física y no una disciplina sociocultural (con la formación humanista amplia que ello debe conllevar).

A todas esas limitaciones, hay que agregar la actitud etnocéntrica, cuyo monopolio, se aclara, no es de los economistas, y la cual supone la superioridad del saber del hombre blanco.[3]  En el caso latinoamericano, esa actitud se especifica en la sumisión y admiración ante el conocimiento euronorteamericano. Justamente, cuando se debe mirar al pasado y revisar los fundamentos de la economía occidental moderna, se insiste en el ámbito académico en la obligación de estar actualizados. Esto implica repetir ese saber euronorteamericano cristalizado y seguir las publicaciones indexadas más recientes.[4]


NOTAS:

[1] Dentro de la “ciencia económica” existe una postura pragmática que rescata los supuestos neoclásicos, porque, si bien son modelos simplificados de la realidad, serían fructíferos en términos de comprensión de esa realidad. Supuestamente tal perspectiva sería menos ideologizada, pero es discutible si el pragmatismo en sí mismo no lo es o no se ve afectado por la estructura ideológica de la “ciencia económica”.

[2] Cuán lejos están hoy los economistas “científicos” de la sensata caracterización que Keynes hacía de la profesión en un ensayo sobre Alfred Marshall en 1933: “el economista magistral debe poseer una rara combinación de dones (...) Debe ser matemático, historiador, estadista y filósofo, en algún grado. Debe entender símbolos y expresarse con palabras. Debe contemplar lo particular en términos de lo general, y tocar lo abstracto y lo concreto en el mismo vuelo del pensamiento. Debe estudiar el presente a la luz del pasado con propósitos del futuro. Ninguna parte de la naturaleza humana o de sus instituciones debe quedar por fuera de su consideración. Debe tener propósitos y ser desinteresado de manera simultánea; tan apartado e incorruptible como un artista, pero a veces tan cerca de la tierra como un político” (Keynes citado en Streeten, 2007: 36-37). La necesaria amplitud de perspectiva fue reemplazada, a la fecha, por un afán de fatuo imperialismo cientificista que pretende abarcarlo todo a pesar de ser muy restringido en cuanto formación (Stigler, 1984).

[3] “El etnocentrismo es la tendencia a considerar la cultura propia como superior y a utilizar los estándares y valores propios para juzgar a los extranjeros. El etnocentrismo se atestigua cuando la gente considera que sus creencias culturales propias son las más veraces, más adecuadas o más morales frente a las de otros grupos (Kottak, 2011: 41-42).

[4] Relacionada a esas limitaciones está la excesiva importancia que la academia da al formato paper, el cual impide hacerse cargo de preguntas de mayor amplitud y profundidad. A pesar de que parezca una mala broma, en la academia es tal la “Tiranía del paper” (Santos-Herceg, 2012) que dicho formato... ¡ha desplazado al libro!



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Política industrial y desarrollo: superando los prejuicios




Ha-Joon Chang y José Miguel Ahumada


Actualmente, la necesidad de una política industrial está ganando apoyo no solo en la academia, sino también en organizaciones internacionales y gobiernos de todos los colores políticos, desde China hasta Estados Unidos. A pesar de su creciente aceptación internacional, todavía existen muchos malentendidos sobre su naturaleza y eficacia

Por ejemplo, se ha dicho que la política industrial la dirige solo el Estado y su burocracia central, que fracasó en América Latina y Chile (especialmente a través de Corfo), que en su uso hay más casos de fracaso que de éxito, que incluso en los casos exitosos, estas políticas se han caracterizado por estimular la competencia de manera horizontal y pro mercado (Finlandia) o han generado profundas crisis financieras (Corea del Sur). Finalmente, debido a las distancias geográficas de Chile de los principales mercados internacionales, industrializar recursos naturales como el litio genera más dudas que certezas.

La política industrial, como cualquier otra política económica o social, estimula a la economía a generar resultados que, dejados únicamente al mercado, no serán óptimos para la sociedad en su conjunto. Mientras que las políticas sociales, laborales y educativas aumentan las capacidades individuales, la política industrial crea capacidades productivas colectivas a través del estímulo de sectores con potencial tecnológico de largo plazo. Este proceso, lejos de ser una decisión burocrática centralizada, ha surgido tradicionalmente desde el Estado en constante diálogo con el mundo privado, como lo demuestran las investigaciones de, entre otros, Peter Evans, Alice Amsden y Robert Wade hace ya décadas.

Pero, ¿no fue la política industrial en América Latina y Chile un completo fracaso durante el siglo XX? Hay dos cosas que decir aquí.

Primero, como la literatura ha señalado desde hace mucho tiempo, la política industrial en la región era diametralmente opuesta a la de los casos del este asiático o Europa. En América Latina, el proteccionismo y los subsidios se otorgaron sin regulación ni límites de tiempo, mientras que en el este asiático y Europa, fue objeto de un seguimiento constante de acuerdo con varios criterios de desempeño, especialmente la exportación.

Así, si la política industrial no funcionó bien en América Latina fue porque estuvo mal diseñada e implementada, no porque la idea de política industrial sea errónea.

En segundo lugar, en el caso de Chile, Corfo, lejos de ser ineficiente, jugó un rol empresarial clave, a través de la creación de Endesa, ENAP, CAP, y a través del Plan de Desarrollo Forestal y la construcción de dos grandes plantas químicas de celulosa de fibra larga --Arauco y Constitución--, ambos claves en el despegue exportador forestal.

No hay duda de que en muchos casos las políticas industriales no tuvieron el éxito esperado. Pero señalar que por eso no se deben aplicar es como decirle a los emprendedores que no deben intentar innovar porque hay altas posibilidades de fracasar. El resultado agregado de eso sería un completo estancamiento económico. Lo cierto es que no tenemos casos de países que hayan logrado despegar sin el uso de políticas industriales proactivas para modernizar sectores en que eran competitivos y ayudar a crear nuevos sectores serían los motores del futuro dinamismo.

Las políticas industriales son de naturaleza flexible y no es correcto señalar que eran en su mayoría horizontales y solo promovían el mercado. En los países que han tenido éxito con la política industrial, las políticas más horizontales (como la promoción de la I+D) fueron efectivas solo porque inicialmente habían construido capacidades productivas e innovadoras a través de intervenciones selectivas y específicas. Por ejemplo, Finlandia solo aplicó políticas de innovación horizontal en la década de 1990 después de haber protegido y subsidiado a Nokia y al sector de las telecomunicaciones desde la década de 1980.

Corea del Sur ha sido un caso destacado del éxito de las políticas industriales y, por lo tanto, es extraño que se afirme que tales políticas fueron la causa de la crisis financiera de 1997. Esa hipótesis es simplemente falsa. Estas políticas habían sido desmanteladas por reformas liberales desde 1993 y, como en Chile en la década de 1980, fue la liberalización financiera radical la que infló la burbuja especulativa que estalló en la crisis. Ya existe un consenso bastante claro sobre esto en la literatura.

Si bien el argumento a favor de las políticas industriales puede resultar convincente, ¿no choca con la dura realidad geográfica de Chile, con sus mercados de destino tan distantes que prácticamente eliminan la competitividad que sus componentes industriales podrían tener en las cadenas globales de valor? El determinismo geográfico, institucional o cultural nunca ha sido un buen consejero en el proceso de desarrollo de los países

Por ejemplo, se dijo que China y Corea del Sur, y Japón y Alemania antes que ellos, estaban destinados al subdesarrollo debido a poseer una inalterable débil ética laboral y una incapacidad para pensar racionalmente. Esto hasta que sus economías tomaron impulso. A pesar de aquello, argumentos deterministas siguen apareciendo en las discusiones sobre políticas.

En cuanto al caso chileno y su distanciamiento, no debemos olvidar que durante la mayor parte de sus períodos de “milagro económico”, Corea del Sur y Taiwán dependieron mucho de las exportaciones de manufacturas a Estados Unidos y Europa, a varios miles de kilómetros de distancia, ya que no tenían otro lugar para exportar. China se cerró, mientras que Japón, debido a su proteccionismo, absorbió pocas exportaciones de manufacturas. Otro ejemplo, a pesar de la gran distancia geográfica, actualmente la empresa aeronáutica brasileña Embraer, ejemplo de política industrial exitosa, exporta a Estados Unidos, Europa y China, mientras que Grauna --con amplio apoyo del BNDES-- suministra componentes de turbinas a la cadena de valor global de Pratt & Whitney, DASSO, Finmeccanica, Boeing y Airbus. La distancia geográfica no es una limitante para escalar en las cadenas de valor vía activas políticas industriales.

El desafío que enfrenta Chile implica un debate abierto y fraterno sobre el desarrollo, y esperamos que con esto hayamos podido ayudar a los lectores a disipar prejuicios y malentendidos que rodean políticas que podrían ayudar al país a mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y asegurar bases sólidas para el desarrollo nacional.




* Publicado en el Foro para un Desarrollo Justo y Sostenible. Ha-Joon Chang es director del Centro de Estudios de Desarrollo de la Universidad de Cambridge. José Miguel Ahumada es profesor asistente del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.

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