El totalitarismo positivo




Los gurús de la autoayuda nos enseñan a aceptar tan solo la felicidad, dejando de lado cualquier tipo de molestia. No obstante, ¿no esconde este totalitario régimen emocional la imposibilidad de cambiar las injusticias creadas por el sistema?


Carlos González S.


Con una tan silenciosa como peligrosa normalidad, se ha terminado por imponer una pedagogía social que aboga por rastrear obsesivamente «zonas erróneas» en nuestro desarrollo y funcionamiento psíquico. La tristeza, la frustración o la indignación se condenan y señalan como emociones «negativas», así consideradas por el establishment del pensamiento positivo, como si no tuvieran un papel adaptativo central y del todo fundamental en nuestra maduración psicológica y social.

Desde diversos promontorios presuntamente científicos se nos insta de continuo a «gestionar» este tipo de emociones para no dejarles un espacio que, a juicio de la psicología positiva, debería estar ocupado por otras emociones como la felicidad, la gratitud o la esperanza, que –nos dicen– conducen al éxito, al crecimiento y al progreso personal. La pregunta que deberíamos hacernos, como individuos inscritos en una sociedad y en una cultura determinadas, es si este régimen emocional totalitario de lo positivo no esconde la imposibilidad de subvertir el statu quo que permite que ciertas injusticias, malestares y desigualdades se mantengan e incluso adquieran mayor hondura y protagonismo.

Con la introducción y establecimiento de las políticas económicas liberales en la sociedad occidental a lo largo del siglo XX, el único indicador de desarrollo y bienestar ha estado –y está– ocupado por el PIB: una mayor renta per cápita, nos aseguran, repercute en un mayor bienestar de las sociedades. Sin embargo, esta visión exclusivamente economicista de la realidad ha alterado y repercutido de forma decisiva en nuestra manera de explicar y comprender el bienestar de los sujetos. En primer lugar, «la sociedad» es un constructo teórico que deja fuera los casos particulares, obviando y olvidando los problemas y tesituras singulares de los individuos; así las cosas, se trazan políticas sociales y económicas que sólo se centran en la escalada económica en términos macro. Además, y en segundo lugar, esta narrativa meramente economicista ha desembocado en la falacia de que nuestra esfera personal y nuestro bienestar como ciudadanos puede ser dirimida de igual forma que la esfera de lo económico, lo que ha introducido todo un léxico economicista a la hora de referirnos a nuestra salud psicológica (progresar, gestionar, sacar provecho, rentabilizar y un larguísimo etcétera).

No se trata de condenar ciertas políticas económicas, sino de pensar qué tipo de efectos tiene en nuestras vidas singulares el hecho de considerarlas en exclusiva desde un punto de vista económico. En programas televisivos de tertulia política, noticieros y diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad. Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano. Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal, continental o incluso mundial no redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional, psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del «crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los más desfavorecidos.

En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad. De igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social. Y es que si no existen (porque se soslayan o persiguen) la indignación, la tristeza, el enfado, el sufrimiento o el sentimiento subjetivo de soledad, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente a los malestares e injusticias de nuestro tiempo histórico.

Porque son justamente esas emociones llamadas «negativas» las que nos indican que algo no va bien en nuestra vida o en el devenir ciudadano y social. Más aún: son esas emociones negativas las que nos unen y hermanan en nuestras desavenencias y nos empujan a luchar por una posible mejora. Son esas emociones las que amparan nuestro legítimo derecho a delimitar y poner nombre a las realidades que crean y promueven ciertas lacras de nuestro presente. Son esas emociones negativas las que, en fin, no nos presentan la injusticia y el malestar como calamidades o infortunios (divinos, sistémicos, trascendentes) que no podemos solucionar, sino como sucesos que debemos afrontar individual y comunitariamente. Sin la facultad para encontrarnos mal perdemos nuestra facultad para denunciar, cívicamente, las iniquidades contemporáneas. Son esas emociones negativas las que permiten tomar conciencia de nuestras necesidades para fomentar las vehicular las pertinentes reivindicaciones (económicas, políticas, jurídicas). Son esas emociones, en definitiva, las que permiten el despliegue de un irremplazable proceso de concienciación que vaya de abajo arriba, de manera que no se imponga de arriba abajo cómo debemos sentir(nos).

Concluyo con un fragmento de una de las muchas y clarividentes cartas de Simone Weil en La condición obrera: «Lentamente, en el sufrimiento, he reconquistado, a través de la esclavitud, el sentimiento de mi dignidad de ser humano […]. Y en medio de todo esto [se refiere a su experiencia en la fábrica], una sonrisa, una palabra de bondad, un instante de contacto humano tienen más valor que las amistades más íntimas entre los privilegiados. Sólo ahí puede saberse lo que es en verdad la fraternidad humana».

No se trata de romantizar el sufrimiento, sino –como escribió Weil– de «reconquistarlo» para no hacerlo propio ni endémico de una clase social determinada. Para poner las condiciones que permitan comunicarlo y, en última instancia, intentar mitigarlo.



* Publicado en Ethic, 23.05.23.

Los peligros de una Constitución del Partido Republicano




En una carta pública 9 centros de estudio emitieron "reparos a las enmiendas [presentadas por el Partido Republicano que] se fundamentan en un análisis riguroso basado en los principios esenciales del constitucionalismo democrático contemporáneo que permitió identificar 11 líneas rojas que estas enmiendas cruzan hacia un retroceso democrático inaceptable": "grave retroceso en materia de derechos humanos", "constitucionalización de las Isapre y las AFP", "debilitamiento deliberado de la educación pública", "severa limitación de la soberanía popular", "autonomización de las FFAA y las policías", "grave menoscabo a los derechos de las mujeres", "debilitamiento de la protección del medio ambientge", "privatización del agua", "precarización del trabajo y la limitación de la libertad sindical", "establecimiento de una constitución pétrea" (inmodificable) e "impunidad a crímenes de lesa humanidad".


§§§


9 centros de estudio firmaron una carta en la que advierten que las enmiendas presentadas, especialmente por el Partido Republicano, "ponen en cuestión avances civilizatorios de la humanidad".


CNN Chile


Diversos centros de estudio publicaron una carta en la que advierten que existe un “riesgo de regresión constitucional y democrática” en el actual proceso constituyente.

La misiva fue firmada por nueve instituciones: Casa Común, Chile 21, Horizonte Ciudadano, Fundación por la Democracia, Democracia y Comunidad, ICAL, Instituto Igualdad, Nodo XXI y Rumbo Colectivo.

“Vemos con preocupación que los avances registrados a partir del triunfo en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, las reformas constitucionales de 1989 y 2005, entre otros avances institucionales, están hoy día seriamente amenazados“, señalaron.


¿Qué dijeron los centros de estudio?

En la carta señalaron que las enmiendas presentadas por el Partido Republicano en el Consejo Constitucional “atentan en contra de conquistas democráticas fundamentales. Su aprobación, significaría una grave regresión hacia un sistema de democracia liberal“.

En esta línea, lamentaron que los partidos de Chile Vamos “que han sido parte de varios de los mejoramientos constitucionales de las últimas décadas, no opongan resistencia y, más aún, con la presentación de varias enmiendas conjuntas se plieguen al esfuerzo para transformar en letra muerta la afirmación de un Estado Social Democrático de Derecho consignada en la reforma constitucional que habilitó el proceso hoy en curso”.

“Las enmiendas, especialmente del Partido Republicano, ponen en cuestión avances civilizatorios de la humanidad. Constituyen un conjunto de propuestas sintonizadas con otras fuerzas de extrema derecha a nivel internacional (…). Buscan, en primer lugar, constituir gobiernos autoritarios que puedan operar sin contrapesos. De allí el objetivo explícito de limitar la autonomía del poder judicial y socavar las atribuciones del Congreso”, agregaron.

Afirmaron que “se proponen instrumentalizar las Fuerzas Armadas y las policías otorgándoles un estatuto de privilegio. Obstaculizan la búsqueda de verdad, justicia y reparación en materia de derechos humanos (…) Además, apuntan a precarizar el trabajo y limitar la capacidad de los trabajadores de luchar por sus derechos y reivindicaciones. Atentan contra los derechos de las mujeres, haciendo caso omiso de las luchas históricas”.

“Desprotegen el medio ambiente y cuestionan la condición de bien público de un recurso tan indispensable para la vida humana como el agua. Como corolario, mediante la reposición de quorums prácticamente inalcanzables que tenía la Constitución de 1980, buscan que la nueva Carta que proponen sea en los hechos inmodificable o simplemente pétrea“, añadieron en la misiva.

Por otra parte, hicieron eco de otras instituciones de la sociedad civil, aunque sean de “orientación distinta a la nuestra”, tales como el Centro de Estudios Públicos (CEP): “Ellos han advertido que las enmiendas republicanas introducen una ‘política de identidad que solo puede practicarse de manera conflictiva‘ puesto que ‘las identidades no aceptan negociación‘ lo que conduce a ‘devaluar la actitud democrática liberal de defensa de la autonomía individual frente a la elección de opciones sustantivas’”.

Finalmente, recalcaron que no están “lanzando críticas sin sustento jurídico basadas en diferencias ideológicas” y mencionaron “11 líneas rojas” que ciertas enmiendas “cruzan hacia un retroceso democrático inaceptable”. “Nuestros reparos a las enmiendas se fundamentan en un análisis riguroso basado en los principios esenciales del constitucionalismo democrático contemporáneo”.



* Publicado en CNN Chile, 05.09.23.

Gaza: un genocidio de manual




Israel ha sido explícito sobre lo que está llevando a cabo en Gaza. ¿Por qué el mundo no escucha?


Raz Segal


El viernes [8 de octubre de 2023], Israel ordenó a la población sitiada en la mitad norte de la Franja de Gaza evacuar hacia el sur, advirtiendo que pronto intensificaría su ataque contra la mitad superior de la Franja. La orden ha dejado a más de un millón de personas, la mitad de las cuales son niños, intentando huir desesperadamente en medio de continuos ataques aéreos, en un enclave amurallado donde ningún destino es seguro.

Como escribió hoy desde Gaza la periodista palestina Ruwaida Kamal Amer, “los refugiados del norte ya están llegando a Khan Younis, donde los misiles nunca paran y nos estamos quedando sin alimentos, agua y energía”. La ONU ha advertido que la huida de personas desde la parte norte de Gaza hacia el sur creará “consecuencias humanitarias devastadoras” y “transformará lo que ya es una tragedia en una situación calamitosa”. 

Durante la última semana, la violencia de Israel contra Gaza ha matado a más de 1.800 palestinos, herido a miles y desplazado a más de 400.000 dentro de la franja. Y, sin embargo, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, prometió hoy que lo que hemos visto es “sólo el comienzo”.

La campaña de Israel para desplazar a los habitantes de Gaza (y potencialmente expulsarlos por completo a Egipto) es otro capítulo más de la Nakba, en la que se estima que 750.000 palestinos fueron expulsados ​​de sus hogares durante la guerra de 1948 que condujo a la creación del Estado [Judío] de Israel. 

Pero el ataque a Gaza también puede entenderse en otros términos: como un caso clásico de genocidio que se desarrolla ante nuestros ojos. Digo esto como un estudioso del genocidio que ha pasado muchos años escribiendo sobre la violencia masiva israelí contra los palestinos. He escrito sobre el colonialismo de colonos y la supremacía judía en Israel, la distorsión del Holocausto para impulsar la industria armamentística israelí, la utilización de acusaciones de antisemitismo como arma para justificar la violencia israelí contra los palestinos y el régimen racista del apartheid israelí. 

Ahora, tras el ataque de Hamás el sábado y el asesinato en masa de más de 1.000 civiles israelíes, está sucediendo lo peor de lo peor.

Según el derecho internacional, el crimen de genocidio se define como “la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”, como se señala en la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y el Castigo del Crimen de Genocidio de diciembre de 1948. En su ataque asesino contra Gaza, Israel ha proclamado en voz alta esta intención. El Ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, lo declaró en términos muy claros el 9 de octubre:
“Estamos imponiendo un asedio completo a Gaza. Sin electricidad, sin comida, sin agua, sin combustible. Todo está cerrado. Estamos luchando contra los animales humanos y actuaremos en consecuencia”.
Los líderes occidentales reforzaron esta retórica racista al describir el asesinato en masa de civiles israelíes por parte de Hamás (un crimen de guerra según el derecho internacional que, con razón, provocó horror y conmoción en Israel y en todo el mundo) como “un acto de pura maldad”, en palabras del presidente de Estados Unidos, Joe Biden. O como una medida que reflejaba un “mal antiguo”, en la terminología de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. 

Este lenguaje deshumanizador está claramente calculado para justificar la destrucción a gran escala de vidas palestinas. La afirmación del “mal”, en su absolutismo, elude las distinciones entre los militantes de Hamás y los civiles de Gaza, e invisibiliza el contexto más amplio de la colonización y la ocupación.

La Convención sobre Genocidio de la ONU enumera cinco actos que entran dentro de su definición. Israel está perpetrando actualmente tres de estos en Gaza:
“1. Matar a miembros del grupo.
2. Provocar daños corporales o psíquicos graves a los miembros del grupo.
3. Infligir deliberadamente al grupo condiciones de vida destinadas a provocar su destrucción física total o parcial”.
La Fuerza Aérea de Israel, según sus propias declaraciones, ha lanzado hasta ahora más de 6.000 bombas sobre Gaza, que es una de las zonas más densamente pobladas del mundo: casi tantas bombas como las que Estados Unidos arrojó sobre todo Afganistán durante el récord de años de guerra allí[1]. 

Human Rights Watch ha confirmado que entre las armas utilizadas se encontraban bombas de fósforo, que prendieron fuego a cuerpos y edificios, generando llamas que no se extinguen al contacto con el agua. Esto demuestra claramente lo que Gallant quiere decir con “actuar en consecuencia”: no atacar a militantes individuales de Hamás, como afirma Israel, sino desatar una violencia mortal contra los palestinos en Gaza “como tales”, en el lenguaje de la Convención sobre Genocidio de la ONU.

Israel también ha intensificado su asedio de 16 años a Gaza (el más largo de la historia moderna, en clara violación del derecho internacional humanitario) hasta alcanzar un “asedio total”, en palabras de Gallant.

Este giro de frase que explícitamente indexa un plan para llevar el asedio a su destino final de destrucción sistemática de los palestinos y de la sociedad palestina en Gaza, matándolos, matándolos de hambre, cortándoles el suministro de agua y bombardeando sus hospitales.

No son sólo los líderes de Israel los que utilizan ese lenguaje. Un entrevistado en el Canal 14 pro-Netanyahu llamó a Israel a “convertir Gaza en Dresde”[2]. El Canal 12, la estación de noticias más vista de Israel, publicó un informe sobre israelíes de izquierda que llamaban a “bailar en lo que solía ser Gaza”. Mientras tanto, los verbos genocidas (llamados a “borrar” y “aplanar” Gaza) se han vuelto omnipresentes en las redes sociales israelíes. En Tel Aviv, se vio una pancarta que decía “Cero habitantes de Gaza” colgando de un puente.

De hecho, el ataque genocida de Israel contra Gaza es bastante explícito, abierto y descarado. Los autores de genocidio no suelen expresar sus intenciones con tanta claridad, aunque hay excepciones. 

A principios del siglo XX, por ejemplo, los ocupantes coloniales alemanes perpetraron un genocidio en respuesta a un levantamiento de las poblaciones indígenas herero y nama en el suroeste de África. En 1904, el general Lothar von Trotha, el comandante militar alemán, emitió una “orden de exterminio”, justificada por el argumento de una “guerra racial”. En 1908, las autoridades alemanas habían asesinado a 10.000 nama y habían logrado su objetivo declarado de “destruir a los herero”, matando a 65.000 herero, el 80% de la población.

Las órdenes de Gallant del 9 de octubre no fueron menos explícitas. El objetivo de Israel es destruir a los palestinos de Gaza. Y aquellos de nosotros que observamos en todo el mundo no cumplimos con nuestra responsabilidad de impedir que lo hagan.


NOTA:

[1] Corrección: una versión anterior de este artículo decía que Israel lanzó más bombas sobre Gaza esta semana que las que Estados Unidos lanzó sobre Afganistán en cualquier año de su guerra allí. De hecho, Estados Unidos lanzó más de 7.000 bombas sobre Afganistán tanto en 2018 como en 2019; En el momento de esta publicación, Israel había lanzado unas 6.000 bombas sobre Gaza en menos de una semana.

[2] A fines de la Segunda Guerra Mundial los Aliados bombardearosn Dresde con bombas de fósforo, quemando vivos a miles de alemanes no combatientes.



* Publicado en Jewish Currets, 13.10.23. Raz Segal es israelí y profesor asociado de estudios del Holocausto y genocidio en la Universidad de Stockton y profesor subvencionado para el estudio del genocidio moderno.

"Generación Woke" y el nuevo puritanismo "progresista"



El auge de lo políticamente correcto es cada vez más vigoroso entre los jóvenes de la Generación Z. Los nacidos a partir de 1995 se han criado en entornos superprotegidos y acuden a universidades tomadas por la hipercorreción política.


Argemino Barro


Una ola de revisionismo histórico recorre Estados Unidos. De costa a costa, las estatuas de multitud de personajes, en otro tiempo venerados, acaban siendo derribadas o presa del vandalismo. La caída de los símbolos, aunque cada caso tenga sus particularidades, refleja algo más que un brote de iconoclastia o corrección política. El país de las barras y estrellas vive un cambio generacional: el ascenso a primera línea de una juventud más diversa, combativa y susceptible. Una hornada de “guerreros de la justicia social” que se ha gestado en las universidades y que empieza a tomar posiciones de responsabilidad.

Podemos incluso definir el año en que las cosas empezaron a cambiar: 2013. El momento en que la llamada Generación Z llegó a la universidad. Varios estudios indican que este corte generacional, a diferencia de otros, es bastante limpio. Las personas nacidas a partir de 1995 se habrían educado en un contexto social y tecnológico sin precedentes, cuyas consecuencias apenas estarían aflorando a la superficie.

Las primeras pulsaciones de esta nueva hornada saltaron a la vista de Greg Lukianoff, abogado público y presidente de FIRE, un grupo defensor de la libertad de expresión en las universidades de EEUU. En 2014 Lukianoff empezó a observar varias cosas: primero, que las iniciativas estudiantiles para desinvitar a oradores y conferenciantes se habían disparado. Los alumnos, organizados en asociaciones y prestos a manifestarse, presionaban a la directiva para que rescindiese la invitación a determinados panelistas por considerar que su mensaje oprimía de alguna manera al cuerpo estudiantil y por tanto no tenía espacio en el campus.


Estudiantes belicosos

Si la universidad ignoraba las peticiones y mantenía la invitación, muchas veces los estudiantes le hacían un escrache [funa] al invitado. Bloqueaban la entrada a la sala de conferencias o gritaban tanto que nadie podía escuchar al panelista. Si este era guiado a una sala resguardada para que diese su discurso por la radio, o en streaming, lo estudiantes golpeaban con las palmas abiertas las paredes del estudio para hacer un ruido insoportable. Fue lo que le sucedió al sociólogo conservador Charles Murray en Middlebury College, en 2016. Cuando Murray y la profesora que lo había invitado, Allison Stanger, salieron del estudio, la turba los roció de insultos y alguien le causó a Stanger una contusión al tirarle del pelo. Su coche abandonó el campus escoltado por seguridad, entre los empellones de los alumnos.

Murray es un reconocido conservador que, en un libro publicado hace 26 años, añadió el coeficiente intelectual como un posible factor que explicase la pobreza. Una idea que le ganó el epíteto de “fascista” y “supremacista blanco” por parte de los estudiantes y de algunos profesores de Middlebury College. Otros académicos y pensadores de la derecha, así como políticos republicanos, jefes de policía, escritores, cómicos o activistas de los derechos humanos, han sido igualmente desinvitados o escracheados. La ira estudiantil ha llegado a arremeter contra el demócrata Eric Holder, fiscal general durante la administración Obama, o Madeleine Albright, primera mujer en ocupar la secretaría de Estado. Los estudiantes de Scripps College alegaron que Albright, una “feminista blanca”, había “posibilitado el genocidio de Ruanda”.

Según la contabilidad de FIRE, entre 2000 y 2018 hubo 379 iniciativas para cancelar invitaciones a hablar en universidades, la mayoría desde 2013 en adelante. De estas peticiones, casi la mitad tuvieron éxito. De la otra mitad, los eventos que sí se celebraron, aproximadamente un tercio fueron objeto de protesta o sabotaje.


El germen del fanatismo

Esa fue la primera alarma que se encendió en la mente de Greg Lukianoff. Otro elemento que no le pasó desapercibido es que, en muchas de las universidades, empezaban a aparecer peticiones de colocar trigger warnings en los materiales de estudio: advertencias sobre contenidos que podrían herir la sensibilidad de los estudiantes. La novela El Gran Gatsby, por ejemplo, podría resultar ofensiva dadas las actitudes misóginas de algunos de sus personajes. En otros clásicos norteamericanos, como La cabaña del Tío Tom o Matar a un ruiseñor, aparecen epítetos racistas contra los negros, y por tanto había que advertir de antemano para evitar que algunos estudiantes de color se sintiesen vejados. Los mismo con Miss Dalloway, de Virginia Woolf, o Metamorfosis, donde el poeta romano Ovidio incluye descripciones de una violación.

Lukianoff, además, vio que los servicios de ayuda psicológica de los campus se veían desbordados y que los alumnos, como él mismo sabía por experiencia propia, tendían a mostrar comportamientos típicos de las personas depresivas. Solían caer en el catastrofismo, tomándose pequeños baches rutinarios como si fueran atentados a su integridad personal. A la hora de interactuar con otras personas, los estudiantes se ponían siempre en lo peor, asumiendo que los comentarios torpes o fuera de lugar eran “microagresiones” intencionadas, y practicaban el pensamiento binario: la idea de que el mundo se divide entre buenos y malos, negros y blancos, oprimidos y opresores. Lo más grave es que sus profesores, en lugar de intentar corregir estas actitudes mentales, parecían reforzarlas.

Sopesando estas ideas, Greg Lukianoff quedó para comer con el psicólogo social y experto en comportamientos políticos, el profesor de Yale Jonathan Haidt. De su encuentro salió un artículo, "The Coddling of the American Mind" (“El consentimiento de la mente estadounidense”) publicado en The Atlantic en 2015. El texto, que ilustraba los brotes fanáticos en las universidades y sus posibles motivos, provocó la magia de la identificación: muchos observadores de dentro y fuera del mundo académico reconocieron estos cambios en la dinámica estudiantil. El entonces presidente Barack Obama vio en estas actitudes una “receta para el dogmatismo” y animó a los estudiantes a escuchar y a no tener miedo de las opiniones discordantes.

Tres años después, en 2018, The Coddling of the American Mind se había transformado en un libro donde Lukianoff y Haidt indagan en las razones que habían expuesto en su artículo. Las variadas y profundas raíces del fanatismo en las universidades más prestigiosas del mundo.


Crianza paranoica

Uno de los mimbres que explican este paisaje es la “crianza paranoica” de los niños. A principios de los años noventa, dos crímenes abominables contra dos menores habían generado un clima de miedo a los pervertidos y al secuestro infantil. Las fotos de los menores desaparecidos empapelaron los cartones de leche y los muros de las ciudades, y la televisión desarrolló todo un género de sucesos y misterios sin resolver. La ola de terror, pese a la bajada general del crimen y las ínfimas posibilidades de secuestro, hizo que los padres fueran estrechando la vigilancia de sus criaturas, hasta no dejarlas solas ni un minuto en todo el día.

La preocupación de los padres se extendió a los colegios y a la ley. Las madres que dejaban a sus niños cinco minutos en el aparcamiento, dentro del coche, para comprar unos auriculares, eran denunciadas, y algunas ciudades de Estados Unidos obligaban a no dejar que los menores de 16 años anduvieran solos por la calle.

El cambio de modelo no ha pasado desapercibido. En España existe el fenómeno de Yo fui a EGB: la nostalgia por ese mundo de bocadillos de chocolate, columpios oxidados y el juego del escondite hasta bien entrada la noche, sin que ningún adulto interrumpiese la lenta iniciación de los niños en las verdades de la madurez: el dolor, las caídas, la competición, las traiciones, las alianzas. En Estados Unidos hay un fenómeno equivalente.

Aquel mundo de los chichones, las peleas a la puerta del colegio y las rodillas llenas de rasguños ha pasado a la historia, y si bien la “crianza paranoica” ha reducido al mínimo todo tipo de percances y accidentes, las investigaciones citadas por Lukianoff y Haidt reflejan consecuencias perniciosas en el medio plazo. La ausencia de libertad y riesgo en nombre de la seguridad debilita a los niños, los hace miedosos y dependientes e incrementa, a la larga, la incidencia de trastornos mentales como la ansiedad y la depresión.

No solo es una cuestión familiar. El sistema educativo norteamericano se ha vuelto mucho más competitivo, en todos los órdenes. La demanda de las grandes universidades ha crecido tanto en los últimos 20 años que estas solo admiten a un puñado selecto de alumnos (7% de los postulados, en el caso de Yale). La carrera por llegar a Yale o a Harvard, o a cualquier otra universidad de nivel igual o inferior, es tan agresiva que empieza en la escuela primaria. Por eso el volumen de deberes y actividades extraescolares ha salido disparado, a costa, una vez más, del tiempo libre para jugar, desarrollar la imaginación y pillarse los dedos en las trampas del entorno.

La presión constante sobre los niños y adolescentes incidiría en su salud mental. Entre 2005 y 2017, la proporción de jóvenes de entre 12 y 17 años que sufrió un “gran episodio depresivo en el último año” subió un 50%, hasta el 13,2% de los encuestados. El efecto ha sido más clamoroso, y trágico, en determinadas regiones, por ejemplo, las que rodean a las grandes corporaciones tecnológicas de California. Un estudio del Centro de Prevención y Control de Enfermedades recoge que, en 2016, el índice de suicidio adolescente en Palo Alto, dentro de Silicon Valley, era cuatro veces mayor a la media nacional.


Las redes sociales

Un tercer mimbre, según Lukianoff y Haidt, es el impacto de las redes sociales. El motivo principal por el que 2013 es el año clave es este: cuando salió el primer iPhone, en 2007, los nacidos en 1995 estaban ya a las puertas de la adolescencia. Facebook, Twitter y sus variantes se incorporaron orgánicamente a su desarrollo juvenil, con todas sus ventajas e inconvenientes: incluidos la adicción y la sobreexposición constante a los juicios y opiniones de los demás. Muchos de los escasos momentos de ocio, en lugar de ser empleados jugando al fútbol o corriendo por un patio, se invertían en el mundo de los likes, los perfiles filtrados y la carrera por aparentar una vida más interesante y exitosa que la de los demás.

Este habría sido el equipaje con el que la Generación Z llegó al campus, en otoño de 2013. ¿Y qué tipo de instituciones los recibieron?

Las universidades estadounidenses tampoco se habían mantenido estáticas, congeladas en el tiempo. Los campus de todo el país, especialmente en las dos costas, habían tenido su propia evolución. Una evolución hacia la izquierda.


Universidades más progresistas

Hasta los años noventa, una buena parte del profesorado estadounidense estaba compuesto por veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Una mayoría de hombres que, al volver de combatir en Europa o el Pacífico, habían aprovechado las becas públicas para estudiar e iniciar una carrera académica. Lukianoff y Haidt estiman, en base a los sondeos de aquellos años, que el ratio ideológico del campus medio era de dos profesores progresistas por cada profesor conservador: dos contra uno. Una media razonable, teniendo en cuenta que el mundo educativo, a diferencia del militar, por ejemplo, suele tender hacia la izquierda (los autores del libro que nos ocupa se reconocen abiertamente progresistas).

En los años noventa, la llamada Gran Generación colgó finalmente las botas, y quienes tomaron el testigo fueron los estudiantes que se habían formado en los años sesenta y setenta: la época de la lucha por los derechos civiles y las protestas contra la Guerra de Vietnam, la época de la experimentación, el feminismo y la revolución de las costumbres sociales. La Generación del Baby Boom creció en este vivero, y escoró los campus hacia posiciones aún más progresistas.

La izquierdización universitaria, en las últimas dos décadas, ha terminado arrinconando a las posiciones conservadoras. Los datos de Higher Education Research Institute reflejan que, en 2011, la proporción de docentes izquierdistas frente a docentes conservadores era de cinco a uno. En los campos de humanidades y ciencias sociales la diferencia es mayor, de diez a uno. En 2017, en la disciplina de psicología, había 17 profesores autoconsiderados de izquierdas por cada profesor de derechas.

En otras palabras, muchas universidades, sobre todo en las zonas de la costa Este y Oeste de Estados Unidos, de mayor tradición progresista, se han convertido prácticamente en monocultivos: lugares donde la dinámica inherente a la investigación y el proceso educativo, la diversidad y armonización de opiniones distintas, se ha visto mermada por la ideología.

Una disciplina que ha imperado en los departamentos de estudios sociales y culturales es la marcusiana, por el filósofo neomarxista alemán Herbert Marcuse, que en los años cincuenta y sesenta dio clase en las universidades de Columbia, Harvard, Brandeis y California. Su teoría del control social, en la que llamaba a los grupos oprimidos a revertir las estructuras de poder e imponerse a las élites, goza de plena salud y se ha ramificado hacia las perspectivas raciales y de género contemporáneas: la visión de la historia como una dialéctica entre grupos opuestos, una guerra contínua por el control de los recursos, con buenos y malos, esclavos y esclavistas, vencedores y vencidos.

Más que su objetivo, que sería terminar con la estigmatización de las minorías sexuales y de la gente de color, larvada en la historia de este país y todavía presente en las discriminaciones económicas y educativas o en el tratamiento por parte de la policía, lo que preocupa a los autores es la manera de conseguirlo: la tribalización en pequeñas identidades emboscadas y la búsqueda no de un terreno común, en la estela de Martin Luther King y su apelación a valores transversales como la solidaridad, la patria o la familia, sino de un enemigo. Un villano a quien culpar de las injusticias históricas y contra el que movilizar una cólera catártica.

Lukianoff y Haidt, que hilvanan su tesis cautelosamente, aportando excepciones y cubriendo varios ángulos, por ejemplo la polarización política general o las crecientes provocaciones de la extrema derecha a los universitarios, trazan un cuadro sombrío. Un paisaje tenso e hipersensible, sin baches ni ofensas, sin dobles sentidos, donde cada palabra es mirada con lupa, a las opiniones discordantes se las traga la autocensura y todo tiene que ser planchado para quedar perfecto: igualitario, diverso, politicamente correcto, justo.


El imperio de lo políticamente correcto

Si este mundo ideal es trastocado, se generan rápidas explosiones de ira que los autores califican de “caza de brujas”, ya que cumplen los requisitos que en su día estableció el pensador Émile Durkheim: son persecuciones que aparecen de golpe, por cosas nimias como un gesto o una palabra en un email, y tan viscerales que los que se oponen a ellas guardan silencio por miedo a ser arrojados, ellos también, a la hoguera.

Han pasado siete años desde que estos fenómenos comenzaran a proliferar en las universidades, y el fervor identitario está consolidándose en el siguiente escaño de la trayectoria vital: en las empresas, los profesorados, las administraciones y las fundaciones de Estados Unidos. Las fuertes protestas nacionales, causadas por el asesinato de otro afroamericano indefenso a manos de un policía blanco, han dado visibilidad e impulso a estas perspectivas.

Stay angry, stay woke”, decían los carteles en las manifestaciones de estas últimas semanas. Angry significa “enfadado” y woke lo podríamos traducir como “políticamente despierto”: la etiqueta que utiliza esta nueva izquierda identitaria, germinada en los monocultivos universitarios. Unos guerreros de la justicia social armados con todo tipo de términos nuevos, como “apropiación cultural”, “interseccionalidad”, “marginalización”, “blanqueamiento”, “luz de gas”, “heteronormatividad”, “cisgénero” y otros conceptos de muy difícil traducción.

Más allá de en las marchas contra el racismo y la violencia policial, apoyadas por una amplia mayoría de estadounidenses, el componente woke ha sido más visible en sus aledaños: en las reacciones que se han dado dentro de empresas y medios de comunicación, muy parecidas a las vividas en los campus.

La Poetry Foundation de Chicago, por ejemplo, publicó un comunicado oficial de denuncia contra el racismo sistémico y de apoyo al movimiento Black Lives Matter, que ha liderado muchas de estas protestas. El comunicado, sin embargo, no fue considerado lo suficientemente entusiasta por algunos de los miembros de la fundación. Lo consideraron, directamente, un “insulto”. “Dada la situación”, decía la carta abierta de 1.800 miembros, “equiparable ni más ni menos que al genocidio contra la gente negra, las vaguedades aguadas de este comunicado, al final, son violencia”. Los sublevados exigieron la dimisión inmediata del presidente y del jefe del consejo de la fundación, lo cual consiguieron, y la entrega de “cada céntimo” del presupuesto “a aquellos cuyo trabajo amasó esos fondos”.

El National Books Critics Circle ha pasado por una ordalía similar, que ha provocado la dimisión de más de la mitad de sus directivos, y también una serie de medios de comunicación, como recopila el periodista Matt Taibbi.


Mordaza a los periodistas

La sección de opinión de The New York Times, en virtud de ofrecer diversos de puntos de vista, encargó una columna al senador de Arkansas, el republicano Tom Cotton, que había abogado por desplegar al Ejército contra los disturbios que esos días atenazaban decenas de ciudades de Estados Unidos. El sentir de Cotton, veterano de guerra y rumoreado candidato presidencial en el futuro, era compartido por algo más de la mitad de la opinión pública estadounidense, según una encuesta de ABC News y la agencia Ipsos. El problema es que, según algunos periodistas jóvenes de la redacción, una columna así no tenía lugar en el Times porque “pone en peligro las vidas negras”.

El hombre que había encargado la columna de Cotton, el jefe de opinión del periódico, James Bennet, presentó su dimisión, así como la columnista Bari Weiss, que había expresado su rechazo a la reacción de sus compañeros contra el texto de Cotton. Weiss declaró que dentro del periódico había “una guerra civil entre los (sobre todo jóvenes) wokes y los (sobre todo mayores de 40) progresistas y es la misma que se libra en publicaciones y compañías por todo el país”.

Un reportero de The Intercept, Lee Fang, habló con un señor afroamericano que ofrecía una narrativa diferente sobre Black Lives Matter y la violencia policial. “¿Por qué la vida negra solo importa cuando la quita un hombre blanco?”, se preguntaba el entrevistado. “Si un hombre blanco me quita la vida esta noche, será noticia a nivel nacional, pero si me la quita un hombre negro, puede que ni siquiera se hable de ello”.

No era la opinión del periodista, sino de una de sus fuentes. Pero el hecho de darle espacio fue suficiente para que muchos compañeros de Fang se volvieran contra él y lo difamaran públicamente. Su colega Akela Lacy acusó a Fang de “usar la libertad de expresión para proponer anti-negritud”. Y le espetó: “Deja de ser un racista, Lee”. No fue una opinión aislada. Una cascada de periodistas de The Intercept y de otros medios como The New York Times o el canal MSNBC se lanzaron a por el reportero. Fang, que es de raza asiática y abiertamente progresista, tuvo que publicar una disculpa y lamentarse de su “insensibilidad hacia las experiencias vividas por otros”.

El editor del Philadelphia Inquirer fue despedido por un titular desafortunado ("Los edificios también importan"). Situaciones similares se dieron en Bon Appétit, Refinery29 o Variety, como apunta Matt Taibbi.

La HBO, siguiendo el hábito de los campus, retiró Lo que el viento se llevó para añadirle las correspondientes explicaciones y trigger warnings. La BBC y el canal de entretenimiento online Netflix cancelaron la serie Little Britain por sus constantes parodias sociales, que incluían a grupos desfavorecidos. Sus creadores pidieron disculpas. La co-creadora de Friends, Marta Kauffman, hizo lo propio: confesó el pecado de no haber elegido un reparto de actores racialmente diversos en 1994.

El derribo de estatuas en las últimas semanas puede no ser una reacción aislada o puntual, sino un rasgo del cambio de época. Un síntoma de la ira identitaria, que no solo se dirige contra los monumentos de aquellos generales confederados que lucharon para mantener la esclavitud, sino contra todo aquel que no encaje perfectamente en el modelo definido por el colectivo woke

Un celo revolucionario similar al de los pueblos puritanos del siglo XVII, que, en nombre de valores encomiables como la paz y el orden, llevaron al extremo su obsesión por la perfección terrenal. Una cólera catártica que desborda los límites del presente y se expande, con iPhones en la mano en lugar de con antorchas, hacia la historia.



* Publicado por El Ágora, 26.06.20.

Imposible encarcelar a dos millones de personas sin esperar un precio cruel




Ayer, ya se hablaba de borrar barrios enteros de la ciudad de Gaza, de ocupar la Franja de Gaza y de castigar a Gaza “como nunca antes se había castigado”. Pero Gaza no ha dejado de ser castigada por Israel desde 1948, siquiera por un momento.


Gideón Levy


Detrás de todo esto está la arrogancia israelí. Pensamos que tenemos permiso para hacer cualquier cosa y suponer que nunca pagaremos, ni seremos castigados. Y pensamos que seguiremos y nada nos interrumpirá. Arrestaremos, mataremos, abusaremos, despojaremos, protegeremos a los colonos y sus pogromos, iremos a la tumba de José, a la tumba de Ot’niel, al altar de Josué, todo en los territorios palestinos, y por supuesto al Monte del Templo —más de 5.000 judíos sólo en Sucot—. Dispararemos a inocentes, les arrancaremos los ojos y les destrozaremos la cara, los expulsaremos, expropiaremos, robaremos, los secuestraremos de sus camas, los someteremos a limpieza étnica y, por supuesto, continuaremos con el increíble asedio a Gaza. Y supondremos que todo seguirá como si nada.

Pensamos que con la construcción una super barrera alrededor de la Franja de Gaza, cuyo muro subterráneo costó tres mil millones de shekels, con eso ya estábamos a salvo. Confiamos en que nos avisarían a tiempo los genios del 8200 (unidad de escuchas de inteligencia militar) y los miembros del Shin Bet, que lo saben todo. Pensamos en moveríamos medio ejército de las cercanías de Gaza a Hawara sólo para proteger las locas travesuras de Zvi Sukkot y los colonos, y todo saldría bien, tanto en Hawara como en Erez. Resulta que cuando existe una gran motivación el obstáculo más sofisticado y costoso del mundo puede ser atravesado hasta por una simple excavadora y con relativa facilidad. Se puede cruzar ese altanero muro con bicicletas y scooters, a pesar de todos los miles de millones invertidos en él y a pesar de todos los expertos y con sus contratistas enriqueciéndose.

Pensamos que seguiríamos acosando a Gaza, arrojándole algunas migajas de bondad en forma de algunos miles de permisos de trabajo en Israel —una gota en el océano, y además siempre están condicionados a un “correcto comportamiento”— y aún así supusimos que los seguiríamos manteniendo como en una prisión.

Pensamos que haciendo las paces con Arabia Saudita y los Emiratos, los palestinos serían olvidados, hasta ser borrados, como les gustaría a muchos israelíes. Seguiríamos reteniendo a miles de prisioneros palestinos, incluidos prisioneros sin juicio, la mayoría de ellos prisioneros políticos, y aún así no aceptaríamos discutir su liberación, incluso después de décadas en prisión. Les diríamos que sólo por la fuerza sus prisioneros verán la libertad. Pensamos que seguiríamos rechazando con soberbia cualquier intento de solución política, simplemente porque no nos conviene hacerlo, y pensamos que seguramente todo seguiría así para siempre.

Una vez más se demuestra que no es así. Varios cientos de militantes palestinos atravesaron el alambrado e invadieron Israel de una manera que ningún israelí imaginó que puedieran. Unos cientos de militantes palestinos demostraron que es imposible encarcelar a dos millones de personas para siempre sin que ello suponga un precio cruel. Así como ayer la humeante y anticuada excavadora palestina derribó la valla, la más sofisticada de todas las vallas, también desgarró el manto de arrogancia de Israel. Y también destrozó la idea de que basta con atacar y desmantelar Gaza con drones suicidas y venderlos a medio mundo para mantener la seguridad.

Israel vio ayer imágenes que nunca había visto antes: vehículos militares palestinos patrullando la ciudad, ciclistas de Gaza entrando por sus puertas. Estas imágenes deben rasgar el velo de la arrogancia. Los palestinos de Gaza decidieron que están dispuestos a pagar cualquier precio por una chispa de libertad. Pero… ¿Tiene esto algún potencial? No. ¿Israel aprenderá la lección? No.

Ayer, ya se hablaba de borrar barrios enteros de la ciudad de Gaza, de ocupar la Franja de Gaza y de castigar a Gaza “como nunca antes se había castigado”. Pero Gaza no ha dejado de ser castigada por Israel desde 1948, siquiera por un momento. Más de siete décadas de abusos, y otra vez, lo peor está por venir. Las amenazas de “aplanar Gaza” sólo prueban una cosa: no hemos aprendido nada. La arrogancia llegó para quedarse, incluso después de que Israel, otra vez, paga un alto precio.

Benjamín Netanyahu tiene una gran responsabilidad por lo sucedido y debe pagar los costos, pero la cuestión no comenzó con él y no terminará después de su partida. Ahora debemos llorar amargamente por las víctimas israelíes; pero también tenemos que llorar por Gaza. Gaza, la mayor parte de sus residentes son refugiados creados por Israel. Gaza, la que nunca conoció un solo día de libertad.



* Publicado en Haaretz, 08.10.23.

El trabajo más allá del mero trabajo




En Occidente el trabajo ha sido históricamente separado, por motivos ideológicos, de quienes lo ejecutan. Lo que fuera de ser una partición imposible, ha implicado una radical diferencia de estatus entre las y los trabajadores y los productos de su labor. Cuestión que asimismo ha tenido consecuencias en los premios o pagos recibidos por el trabajo: mientras se ha admirado la obra se ha menospreciado al obrero.

Si nos situamos en tres contextos históricos y culturales diferentes de Occidente, se puede graficar lo antedicho en una mirada muy general de tales hechos y procesos, los que en realidad son mucho más complejos.

En la antigua Atenas clásica (siglo V a.C.) el trabajo manual era despreciado al ser un evidente indicador de la inferior condición socioeconómica, moral e intelectual de una persona. La dependencia que suponía tener que trabajar para sobrevivir era despreciada desde los valores impuestos por los grupos dominantes y su alta consideración del ocio: demostraban su superioridad al no laborar productivamente en virtud de poseer un patrimonio suficiente para disponer de trabajo dependiente (libre o esclavo).

Luego, durante la Baja Edad Media (aproximadamente entre los siglos X-XV), si bien ya Europa occidental era cristiana, la visión general del trabajo no varió. Desde los valores de los estamentos dominantes, las labores manuales siguen suponiendo una marca pública de bajeza e incluso de vileza. Obviamente ello se remarcaba en el caso de los siervos sujetos a las tierras de sus señores. Aunque en ciertos ambientes monacales el trabajo era parte de la devoción y, por ende, no cargaba estigma alguno, la nobleza rechazaba las labores manuales y a sus ejecutores. Lo que, como en la antigua Grecia, no implicaba no necesitar, desear y admirar los productos del trabajo.

Para los siglos XVII y XVIII, la llamada Modernidad no trajo mayores variaciones a Europa. A pesar de que el trabajo en algunos casos (como en el de las llamadas profesiones liberales: profesores, abogados, médicos, etc.) adquiere un tinte más respetable, el propiamente manual se mantiene como una actividad degradada y en tal sentido una marca de bajo estatus social e incluso moral. La derrota de la nobleza en los llamados procesos de emancipación burguesa no altera mayormente la escala de valores clasista, ni tampoco concede derechos políticos a los trabajadores. Ahora la burguesía triunfante se suma a la nobleza en su desprecio del trabajo manual cuyos ejecutores fueron convertidos en mercancías por la naciente economía política.

La historia que aquí hemos recorrido, se insiste, desde una perspectiva muy general, es un continuo de desprecio y opresión de los trabajadores. Ya se sabe que la industrialización del siglo XIX, si bien trajo algunos progresos a ciertos grupos de obreros especializados, también significó pobreza y hasta miseria para una gran mayoría, y ni qué decir de la explotación. Recuérdese que no sólo Karl Marx o los anarquistas dan cuenta de ello, asimismo en la conservadora Iglesia católica de la época se tiene que el papa León XIII rechaza la explotación del trabajo por parte del capitalismo salvaje.

A la fecha, nuevamente no se pueden desconocer ciertos avances en algunos contextos, pero sin cegarse ante el mismo desprecio por las labores de los trabajadores y la explotación que han sufrido por siglos. En una época de acrecentamiento sin igual del capital de la mano del mercado autorregulado, convive la opulencia con la miseria, la inseguridad y hasta la semi o esclavitud completa de millones de personas. La legitimada meta de maximización del lucro ha provocado cesantía por las deslocalizaciones de fábricas y una gran presión sobre los trabajadores para que aumenten su productividad en condiciones de precariedad y bajos salarios. Todo ello apoyado científicamente por la disciplina económica, que ha venido a legitimar un proyecto a todas luces ideológico con una vestidura de “ciencia” objetiva y neutral: no hay explotación sino condiciones de mercado; no hay intencionalidad política, sino imparcialidad ante sucesos de mercado.

A dicho escenario se ha venido a sumar una visión ingenuamente progresista de la tecnología, donde se celebra cual fin en sí la tecnificación de múltiples procesos productivos y tareas manuales. La promesa del abaratamiento de la producción ―que ya se sabe no necesariamente implica abaratamiento de las mercancías para los consumidores― se viene considerando como algo sin duda positivo. Lo que obscurece una consecuencia obvia: la pérdida de millones de empleos.

La situación histórica del trabajo en Occidente lleva a preguntarnos una cuestión que no por evidente ha sido poco discutida u olvidada: ¿qué es el trabajo y para qué trabajamos? Hoy la inseparable dualidad persona-trabajo es concebida por la economía dominante (académica y práctica), simplemente cual factor de la producción que posibilita ganar dinero para acceder al bienestar mediante el consumo. Lo que en el fondo provoca una falacia antropológica: el trabajo queda separado de lo político, cultural, moral, psicológico, social, etc. Situación que no pasa de ser una hipótesis o un deseo ideológico, no una realidad.

Gracias a diferentes disciplinas socioculturales, se sabe hace mucho que el trabajo en tanto actividad social es para diversas personas, grupos y pueblos, mucho más que una mera acción mecánica que recibe un premio material. Obviamente las labores productivas posibilitan el sustento, pero nunca ninguna civilización las concibió como lo ha llegado a hacer la economía dominante (académica y práctica). Para diversas sociedades a través del tiempo el trabajo ha sido inseparable de aspectos mágico-religiosos, éticos, sociales, educativos, recreativos, etc. En tal sentido, por contradictorio que parezca para personas que viven en sociedades neoliberales, el trabajo obviamente coopera al sustento; pero jamás se lo consideró ni limitado a dicha meta ni como su único y verdadero sentido.

Un caso, entre los muchos posibles, de esa visión compleja del trabajo se tiene en los pueblos originarios americanos. Por ejemplo, en la zona conocida como Andes Centrales, desde hace miles de años sus diversos grupos han comprendido el trabajo desde una perspectiva que rebasa ampliamente el objetivo materialista occidental neoliberal. Así, entre otras cosas, el trabajo se ha comprendido como la materialización y recordatorio del nexo social del colectivo: es una instancia de reciprocidad material-emocional y de la fiesta que celebra y agradece dicho nexo y reciprocidad. La materialización y recordatorio de las tradiciones que dan unidad e identidad a las comunidades: trabajan juntos porque son parientes-amigos y es lo moralmente debido. La materialización y recordatorio de lo mágico-religioso: el trabajo es también rito de agradecimiento y nexo con lo divino.

En otras palabras, es imposible para el mundo andino aislar el trabajo de lo sociocultural y entenderlo simplemente como una vía de supervivencia material. En esas condiciones es difícil, cuando no imposible, que el trabajo se aliene.

Por supuesto que no se trata de idealizar al mundo andino, pues toda cultura presenta luces y sombras. Es más, la explotación de unos sujetos originarios por otros sujetos originarios no ha estado ajena a los pueblos indígenas, desde la connivencia entre españoles y algunos nativos en la Colonia temprana a la fecha. No obstante, vale la pena destacar las diferencias con la historia occidental y sobre todo con el presente neoliberal, que ha venido a extremar la instrumentalización de las personas que laboran.

Debe aclararse que no se trata de buscar modelos que no tengan el sustrato cultural para ser llevados a la práctica con éxito. Sin embargo, vale la pena señalar que, al contrario de los supuestos saberes “científicos” que determinan una sola vía para la vida colectiva y para lo económico, ha habido y hay formas alternativas de concebir el trabajo. No se trata de utopías, buenos deseos o intuiciones; sino que investigaciones en verdad científicas lo han demostrado. De donde es muy relevante distinguir entre esos conocimientos y la ideología neoliberal que se disfraza de “ciencia económica”.

Para concluir, se cree aquí que el paso que sigue al conocimiento es la acción política de transformación. Es hora de rechazar los cantos de sirena dominantes que nos intentan convencer de que no hay opción al neoliberalismo, de que todo lo que no corresponda a sus supuestos y propuestas está obsoleto o es inviable. Ciertamente la tecnologización debe hacernos replantearnos cuestiones; más lejos está ello de hacer olvidar una cuestión fundamental a la vida humana: la justicia. Con mayor razón cuando hablamos de justicia para la inmensa mayoría de la humanidad, es decir, para los millones de personas que realizan una labor productiva sustentadora.



* Publicado en Agenda Latinoamericana, 2020.

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