Albert O. Hirschman y su "Retóricas de la intransigencia"




El economista Albert O. Hirschman murió sin recibir su premio Nobel, pero legó al mundo una útil reflexión sobre los tres argumentos utilizados sistemáticamente por aquellos que, alentados por el populismo, se resisten al progreso social y al avance de la democracia.


Ramón Pueyo V.


Decía el economista Joseph Alois Schumpeter que bajo el capitalismo viven dos fuerzas en permanente tensión: la destrucción creativa y el resentimiento. La primera se refiere al proceso de renovación por el cual nuevas y mejores ideas y maneras de hacer las cosas sustituyen a otras anteriores. Este proceso de renovación que damos por hecho tomó cuerpo con la revolución industrial. El resentimiento, por su parte, es la fuerza que actúa en sentido contrario; la resistencia a ese proceso de renovación. El mundo progresa en la medida en que la primera de las fuerzas tiene una intensidad mayor que la segunda. Schumpeter, que era pesimista, creía que el resentimiento finalmente acabaría con el proceso de destrucción creativa y con el progreso.

En 1991, otro economista, Albert O. Hirschman, escribió un ensayo precisamente sobre el resentimiento. Aunque no lo llamó así. Lo tituló Retóricas de la intransigencia, un libro inolvidable por revelador y certero. No tan conocido por el gran público en España como debería: Hirschman tiene una biografía de las que solo se dan entre los nacidos en Europa central en las primeras décadas del siglo XX. Huyó de la Alemania nazi, combatió en nuestra guerra civil, ayudó a judíos a huir de la Europa ocupada, fue traductor en los juicios de Nuremberg y asesor de presidentes norteamericanos y latinoamericanos. También ejerció de académico en algunas de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos.

Autor de algunos de los ensayos más influyentes sobre economía, ciencias sociales e historia de las ideas, falleció en 2012 a los 97 años de edad sin recibir el Nobel que, sin duda, merecía. En su obituario, The Economist decía que su condición de pensador inclasificable y lo enorme de sus intereses seguramente se lo dificultó.

En Retóricas de la intransigencia, Hirschman describe las tres tesis utilizadas de manera sistemática por aquellos que a lo largo de los últimos 200 años se han resistido al progreso social, desde la extensión de las libertades individuales y del estado de bienestar hasta la democracia y el sufragio universal. Haciendo uso de una analogía newtoniana, Hirschman se refería a los enemigos del progreso como las fuerzas de la reacción.

La primera de las tesis es la de la perversidad. Básicamente, se refiere a que cualquier intento de cambio a mejor del orden político social o económico no solo no provocará el efecto deseado sino que precisamente generará uno contrario al buscado. Este argumento se ha utilizado con frecuencia en contra de la extensión del estado de bienestar.

La segunda de las tesis es la de la futilidad, que vendría a decirnos que intentar cambiar la realidad social es fútil dado que el estatus quo es todopoderoso. Por esta razón no tendría sentido ni siquiera intentarlo. En la actualidad, vemos utilizar esta tesis a aquellos que nos dicen que es inútil tomar medidas para combatir el cambio climático porque el daño ya está hecho. Es también la tesis del cinismo.

Por último, la tercera tesis de Hirschman es la del riesgo, que dice que el coste del cambio es inaceptable, dado que puede comprometer o destruir logros anteriores. En cada propuesta de reforma ambiental, por citar un ejemplo, siempre hay un grupo de presión que se ampara en esta tesis para tratar de combatirla.

Les recomiendo que hagan la prueba y contrasten con las tesis de Hirschman los argumentos que utilizan quienes se oponen a cualquier mejora de la libertad política y económica de los individuos. Aunque él nos advierte también de que quienes proponen el progreso y la reforma no están exentos de intransigencia y del riesgo de recurrir a argumentos falaces o simplistas.

Retóricas de la intransigencia nos ofrece un marco para entender las dinámicas de progreso y reacción social. Y para defendernos de aquellos que nos venden su «tímida ignorancia», como la denominaba él. El ensayo permite entender bien las posiciones en materias tan relevantes como el cambio climático, la lucha contra el desempleo o la legalización de las drogas. Nos ayuda sobre todo a defendernos de populistas y extremistas de ambos signos cuando cuestionan nuestro modelo de democracia liberal, un modelo que ha conseguido que el estándar de vida de un ciudadano corriente del siglo XXI sea mejor desde todos los puntos de vista –incluyendo el de las comodidades– que el del hombre más rico del mundo en el siglo XIX. Por cierto, acuérdese de Hirschman la próxima vez que escuchen a alguien decir que la subida del salario mínimo provocará el fin del mundo.



* Publicado en Ethic, 09.02.22. Ramón Pueyo V. es economista y socio responsable de sostenibilidad y buen gobierno de KPMG en España.

El juego de mesa Monopoly se inventó para revelar la codicia tóxica del capitalismo




Kate Raworth


"Compre tierra, ya no la fabrican", bromeó Mark Twain. Es una máxima que sin duda te serviría bien en un juego de Monopoly, el juego de mesa más vendido que ha enseñado a generaciones de niños a comprar propiedades, apilarlas con hoteles y cobrar alquileres altísimos a otros jugadores por el privilegio de aterrizar accidentalmente allí.

La inventora poco conocida del juego, Elizabeth Magie, sin duda se habría hecho ir directamente a la cárcel si hubiera vivido para saber cuán influyente ha resultado ser la retorcida versión actual de su juego. ¿Por qué? Porque anima a sus jugadores a celebrar exactamente los valores opuestos a los que ella pretendía defender.

Nacida en 1866, Magie fue una rebelde abierta contra las normas y la política de su época. Ella era soltera y tenía 40 años, era independiente y estaba orgullosa de ello, y dejó su punto de vista con un truco publicitario. Sacando un anuncio de periódico, se ofreció a sí misma como una 'joven esclava estadounidense' para la venta al mejor postor. Su objetivo, dijo a los sorprendidos lectores, era resaltar la posición subordinada de las mujeres en la sociedad. "No somos máquinas", dijo. "Las niñas tienen mentes, deseos, esperanzas y ambiciones".

Además de enfrentarse a la política de género, Magie decidió enfrentarse al sistema capitalista de propiedad, esta vez no a través de un truco publicitario, sino en forma de juego de mesa. La inspiración comenzó con un libro que le había entregado su padre, el político antimonopolista James Magie. En las páginas del clásico de Henry George, Progreso y pobreza (1879), se encontró con su convicción de que el derecho igualitario de todos los hombres a usar la tierra es tan claro como su derecho igual a respirar el aire: "es un derecho proclamado por el hecho de su existencia".

Viajando por Estados Unidos en la década de 1870, George había sido testigo de la indigencia persistente en medio de una creciente riqueza, y creía que era en gran parte la desigualdad de la propiedad de la tierra lo que unía estas dos fuerzas, la pobreza y el progreso. Entonces, en lugar de seguir a Twain alentando a sus conciudadanos a comprar tierras, pidió al estado que los gravara. ¿Por qué motivos? Porque gran parte del valor de la tierra no proviene de lo que se construye en la parcela, sino del regalo de la naturaleza de agua o minerales que pueden encontrarse debajo de su superficie, o del valor creado en comunidad de sus alrededores: carreteras y ferrocarriles cercanos; una economía próspera, un vecindario seguro, buenas escuelas y hospitales locales. Y argumentó que los ingresos fiscales deben invertirse en nombre de todos.

Decidida a demostrar el mérito de la propuesta de George, Magie inventó y patentó en 1904 lo que llamó el juego del propietario. Planteado en el tablero como un circuito (que era una novedad en ese momento), estaba poblado de calles y puntos de referencia en venta. La innovación clave de su juego, sin embargo, radica en los dos conjuntos de reglas que escribió para jugarlo.

Según el conjunto de reglas de "Prosperidad", cada jugador ganaba cada vez que alguien adquiría una nueva propiedad (diseñada para reflejar la política de George de gravar el valor de la tierra) y el juego se ganaba (¡para todos!) cuando el jugador que había empezado con el menor dinero lo había doblado. En contraste, bajo el conjunto de reglas "Monopolistas", los jugadores salieron adelante adquiriendo propiedades y cobrando el alquiler de todos aquellos que tuvieron la mala suerte de aterrizar allí, y quien logró quebrar al resto emergió como el único ganador (¿suena un poco familiar?).

El propósito de los conjuntos duales de reglas, dijo Magie, era que los jugadores experimentaran una "demostración práctica del actual sistema de acaparamiento de tierras con todos sus resultados y consecuencias habituales'' y, por lo tanto, entendieran cómo los diferentes enfoques de la propiedad de la propiedad pueden llevar a diferentes resultados sociales. "Bien podría haber sido llamado 'El juego de la vida'", comentó Magie, "ya que contiene todos los elementos del éxito y el fracaso en el mundo real, y el objeto es el mismo que parece tener la raza humana en general, es decir, la acumulación de riqueza".

El juego pronto fue un éxito entre los intelectuales de izquierda, en los campus universitarios como Wharton School, Harvard y Columbia, y también entre las comunidades cuáqueras, algunas de las cuales modificaron las reglas y rediseñaron el tablero con nombres de calles de Atlantic City. Entre los jugadores de esta adaptación de Quaker se encontraba un desempleado llamado Charles Darrow, quien más tarde vendió una versión modificada a la compañía de juegos Parker Brothers como propia.

Una vez que los verdaderos orígenes del juego salieron a la luz, Parker Brothers compró la patente de Magie, pero luego relanzó el juego de mesa simplemente como Monopoly, y proporcionó al público ansioso un solo conjunto de reglas: aquellas que celebran el triunfo de uno sobre todos. Peor aún, lo comercializaron junto con la afirmación de que el inventor del juego fue Darrow, quien dijeron que lo había soñado en la década de 1930, se lo vendió a Parker Brothers y se convirtió en millonario. Fue una fabricación de pobreza a riqueza que irónicamente ejemplificó los valores implícitos de Monopoly: perseguir la riqueza y aplastar a tus oponentes si quieres llegar a la cima.

Así que la próxima vez que alguien te invite a unirte a un juego de Monopoly, aquí tienes una idea. A medida que coloque pilas para las cartas Chance y Community Chest, establezca una tercera pila para el impuesto al valor de la tierra, a la que todos los propietarios deben contribuir cada vez que cobran el alquiler a un compañero jugador. ¿Qué tan alto debería ser ese impuesto territorial? ¿Y cómo deberían distribuirse los ingresos fiscales resultantes? Tales preguntas sin duda conducirán a un acalorado debate en torno a la junta de Monopoly, pero eso es exactamente lo que Magie siempre había esperado.


Elizabeth Magie (fines s. XIX).



* Publicado en aeon.co, 21.07.17. Kate Raworth es investigadora asociada senior del Environmental Change Institute de la Universidad de Oxford y asociada senior del Cambridge Institute for Sustainability Leadership.

Hannah Arendt y el apartheid en Israel




El Estado Judío de Israel, nombre oficial del país al que le gusta hacerse llamar la “única democracia de Oriente Medio”, nació fundado en un tipo de supremacismo étnico-religioso que con el correr del tiempo será escondido tras la victimización. Una victimización que se les enseña desde pequeños a los judíos en los centros de educación sionistas para, en palabras de Hannah Arendt, "demostrarles lo que significaba vivir entre no judíos, para convencerlos de que los judíos tan solo podían vivir con dignidad en Israel"[1].

Una muestra de ello se tiene en un fragmento de libro Eichmann en Jerusalén de la filósofa judía Hannah Arendt. En él queda al descubierto que el apartheid israelí acompaña el proyecto sionista original materializado en el Estado Judío de Israel a partir de la Nakba, el desastre del pueblo palestino a raíz de la colonización y limpieza étnica de 1948 a manos del sionismo... Que aún no se detiene.
“¿Creía verdaderamente Hausner [fiscal israelí del caso Eichmann] que los juzgadores de Nuremberg habrían prestado atención a la suerte de los judíos, en el caso de que Eichmann hubiera sido acusado? No. Al igual que todos los ciudadanos de Israel, el fiscal Hausner estaba convencido de que tan solo un tribunal judío podía hacer justicia a los judíos, y de que a estos competía juzgar a sus enemigos. De ahí que en Israel hubiera general aversión hacia la idea de que un tribunal internacional acusara a Eichmann, no de haber cometido crímenes «contra el pueblo judío», sino crímenes contra la humanidad, perpetrados en el cuerpo del pueblo judío. Esto explica aquella frase injustificada, «nosotros no hacemos distinciones basadas en criterios étnicos», que pronunciada en Israel no parece tan injustificada, ya que el derecho rabínico regula el estado y condición de los ciudadanos judíos, de modo que ninguno de ellos puede contraer matrimonio con persona no judía, y si bien los matrimonios celebrados en el extranjero son legalmente reconocidos, los hijos nacidos de matrimonios mixtos tienen la consideración jurídica de hijos naturales (es de señalar que los hijos de padres judíos que no están unidos en matrimonio tienen la consideración legal de hijos legítimos), y aquella persona cuya madre no sea judía no puede contraer matrimonio con un judío, ni tampoco recibir sepultura con las formalidades usuales en Israel. Esta situación jurídica ha quedado más de relieve a partir de 1953, año en que una importante parte de las relaciones del derecho de familia pasó a la jurisdicción de los tribunales civiles, es decir, no religiosos. Ahora, por ejemplo, las mujeres tienen derecho a heredar, y, en términos generales, su estatus legal es igual al del hombre. Por esto, difícilmente puede atribuirse a respeto hacia la fe o al poder de una fanática minoría religiosa la actitud del gobierno de Israel al abstenerse de transferir a la jurisdicción civil materias tales como el matrimonio y el divorcio, que ahora están reguladas por la ley rabínica. Los ciudadanos de Israel, tanto los que albergan convicciones religiosas como los que no, parecen estar de acuerdo en la conveniencia de que exista una prohibición de los matrimonios mixtos, y a esta razón se debe principalmente —como no tuvieron empacho alguno en reconocer diversos funcionarios israelitas, fuera de la sala de audiencia— que también estén de acuerdo en que no es aconsejable que se dicten disposiciones legales al respecto, por cuanto en ellas sería necesario hacer constar explícitamente, en palabras de claro significado, una norma de conducta que la opinión mundial seguramente no comprendería. A este respecto, Phillip Gillon escribió recientemente en Jewish Frontier: «Las razones que se oponen a la celebración de matrimonios civiles radica en que estos serían causa de divisiones en el pueblo de Israel, y también separarían a los judíos de este país de los judíos de la Diáspora». Sean cuales fueren los fundamentos de lo anterior, lo cierto es que la ingenuidad con que la acusación pública denunció las infamantes leyes de Nuremberg, dictadas en 1935, prohibiendo los matrimonios e incluso las relaciones sexuales extramatrimoniales entre judíos y alemanes, causó al público una impresión de desagradable sorpresa. Los corresponsales de prensa mejor informados se dieron perfecta cuenta de la paradoja que las palabras del fiscal entrañaban, pero no la hicieron constar en sus artículos. Sin duda, no creían que aquel fuera el momento oportuno para criticar las leyes e instituciones de los judíos de Israel”



NOTA:

[1] Por supuesto que aquí estamos lejos de minimizar el holocausto, el punto es el provecho propagandístico que el sionismo ha sacado con posterioridad de él. Para graficar esa evolución, tómense en cuenta la opinión  que tenían de la masacre nazi dos connotados sionistas en 1942 y 1943 respectivamente:

"El desastre que enfrenta el judaísmo europeo no es asunto mío"
David Ben-Gurión, líder sionista y futuro fundador y primer primer ministro de Israel.

"El sionismo está antes que todo (...) Para mí no se trata de pedir a la Agencia judía que asigne una suma de trescientos o siquiera cien mil libras para ayudar a los judíos europeos. Yo estimo que pedir una cosa semejante es cometer un acto antisemita"
Yitzhak Gruenbaum, dirigente sionista polaco y futuro ministro del Interior de Israel.

(Ambas citas se extrajeron desde: El crimen occidental, Viviane Forrester, FCE, 2008)



La mala influencia del dinero en la investigación científica: el caso del azúcar




Santiago Roura F.


Llamamos “mala praxis” a actos que, bajo estricta responsabilidad profesional, se realizan aún a sabiendas de ser fraudulentos o negligentes. Dichas prácticas afectan a áreas tan importantes como la medicina, la abogacía, la contabilidad pública y la economía. En el caso de las negligencias médicas pueden llegar a causar daños graves en un paciente, mientras que en el ámbito científico pueden sembrar dudas razonables sobre los avances conseguidos.

Con el objetivo de eliminar suspicacias, los investigadores están obligados a detallar sus fuentes de financiación, además de indicar si existe algún tipo de conflicto de interés con respecto a los resultados de su trabajo. Entendiendo como conflicto de interés el conjunto de circunstancias que crea un riesgo de que un juicio o una acción profesional sea influida indebidamente por un interés secundario.

Este compromiso debe ser incluso mayor en caso de que los estudios hayan disfrutado de capital privado para hacer frente, como suele ser habitual, a los elevados costes y utilizar tecnología y equipamientos complejos.

De este modo, aunque es totalmente lícito que se reciba dinero u honorarios de, por ejemplo, una empresa farmacéutica interesada en algún producto o aspecto relacionado con la investigación, se debe señalar toda relación existente. Hacerlo salvaguarda la honorabilidad y objetividad de los autores del estudio. Además de que se preserva la integridad científica y el valor o impacto de la investigación.

No obstante, esta norma no siempre se sigue. Es bien conocido que la industria del azúcar desvió deliberadamente durante años el foco de atención sobre los efectos de ciertos elementos de la dieta en el desarrollo de las enfermedades del corazón. Otras investigaciones interesadas retrasaron el establecimiento por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de las recomendaciones contra la caries dental que hoy en día nadie pone en duda.

Estos casos muestran cómo algunas poderosas industrias o lobbies corporativos protegen sus intereses frente a investigaciones “neutrales” potencialmente contrarias. Sin pudor a favorecer la construcción y difusión de mensajes favorables pero engañosos. Y probablemente éstos sean sólo la punta del iceberg.


El sonado caso del azúcar

En base a información interna desclasificada por las propias empresas, se han destapado manipulaciones en estudios de gran trascendencia en el ámbito cardiovascular y dental.

En particular, cuando las muertes por enfermedades del corazón se dispararon en los años cincuenta, se animó públicamente a los americanos de mediana edad que adoptasen dietas bajas en grasas pero altas en azúcares para “mantener su ritmo de actividad diaria”.

Posteriormente, magnates de la industria del azúcar pagaron en repetidas ocasiones a científicos de relieve para que minimizaran el vínculo existente entre el azúcar y alteraciones cardiovasculares. Además de animarles a señalar a la grasa saturada como único culpable.

Las conclusiones de esta investigación, llevada a cabo por expertos de la Universidad de California en San Francisco (UCSF), fueron publicadas en 2016 en la revista de Medicina Interna de JAMA. Los principales periódicos estadounidenses, entre ellos The New York Times, se hicieron eco de los hallazgos.

Según se desprende de estos artículos, la estrategia consiguió desviar la discusión sobre el azúcar y sus efectos adversos durante décadas. Es más, los documentos que salieron a la luz pusieron de relieve que una asociación supuestamente dedicada a la educación e investigación científica llamada Sugar Research Foundation, conocida hoy como Sugar Association, apoyó financieramente y en secreto a tres científicos de Harvard para que publicasen en agosto de 1967 un artículo de revisión sobre investigaciones relacionadas con el efecto del azúcar y las grasas sobre las enfermedades cardíacas. Con el sugerente título Grasas dietéticas, hidratos de carbono y enfermedad vascular aterosclerótica, los autores habían seleccionado en su revisión solo estudios favorables al azúcar, rebajando descaradamente el vínculo entre un consumo exagerado de azúcar y el deterioro de la salud cardiovascular.

Han pasado muchos años de estos sucesos y tanto los autores de la publicación como los ejecutivos que les financiaron han fallecido. Pero es bueno recordar que uno de ellos, Mark Heisted, se convirtió años después en el jefe de nutrición del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, y ayudó a redactar las pautas alimentarias del Gobierno Federal. Otro de los autores en discordia, Frederick J. Stare, fue recompensado con el puesto de jefe del Departamento de Nutrición de la Escuela de Salud Pública de Harvard.


El azúcar no causa caries

En marzo de 2015, nuevas investigaciones de la UCSF destaparon otro caso de tráfico de influencias en relación con las recomendaciones oficiales dictadas por el NIDR (siglas de National Institute for Dental Research), que en 1971 lanzó el Programa Nacional contra la Caries.

Las pesquisas de la UCSF se centraron en una serie de artículos financiados por la industria azucarera de caña y remolacha entre 1959 y 1971. Las conclusiones de la UCSF, firmadas entre otros por Cristin E. Kearns y Stanton A. Glantz, resultaron categóricas: la industria de este sector sabía que el azúcar causaba caries dentales tan pronto como en 1950 e intentó repetidamente negar esta evidencia.

Así, mediante ciertas actividades de índole comercial poco transparente, se adoptó un plan que logró desviar la atención a ciertas intervenciones en salud que podrían tender a reducir el consumo de azúcar, en lugar de contribuir a restringir sus efectos nocivos.

En consecuencia, el NCP puede considerarse como otra oportunidad perdida en cuanto a su objetivo de promover la salud dental debido a una total alineación de las agendas de investigación propias o contratadas por el NIDR y las financiadas directamente por la poderosa industria azucarera.

Resumiendo, es fundamental garantizar que los intereses privados no influyan sobre las políticas de salud pública. Para ello es imprescindible que investigadores, agencias público-privadas y editoriales científicas sigan desarrollando mecanismos de control y transparencia sobre las propuestas de información y recomendaciones oficiales de las agencias como la OMS que velan por la salud de todos.



* Publicado en The Conversation, 17.02.22. Santiago Roura F. es Profesor asociado Facultad de Medicina, Universitat de Vic – Universitat Central de Catalunya.

Friedman y el neoliberalismo: entre la fe y los datos




Paul Krugman


En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía del libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current Housing Problema [Tejados o techos: el actual problema de la vivienda], escrito en colaboración con George J. Stigler, que más tarde se uniría a él en la Universidad de Chicago. El panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que todavía era universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se publicó en circunstancias bastante extrañas: era una publicación de la Fundación para la Educación Económica, organización que, como Rick Perlstein escribe en Before the Storm (2001), su libro sobre los orígenes del movimiento conservador actual, "difundía un evangelio libertario tan drástico que rondaba el anarquismo". Robert Welch, fundador de la John Birch Society, era miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura en la popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de la evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las seis décadas siguientes.

En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos. Ni la idea de que los mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la propuesta de que los controles de precios crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos economistas, temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería del 30% para el país en su conjunto), podrían haber propuesto una especie de transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a esas preocupaciones.

En décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de los sellos característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de mercado a problemas —educación, atención sanitaria, tráfico de drogas ilegales— que en opinión de casi todos los demás exigían una intervención estatal extensa. Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada, como sustituir las normas rígidas sobre contaminación por un sistema de permisos de contaminación que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas, como eliminar los procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran estrambóticas incluso la mayoría de los conservadores.

En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real inteligentemente escogidos, desde la rápida recuperación de San Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen, marcaría la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de 1980 Free to choose [Libre para elegir].

Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las políticas liberales que se produjeron en todo el mundo a comienzos de la década de 1970 se hubiera dado aunque Milton Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y brillantemente eficaz campaña a favor de los libres mercados seguramente ayudó a acelerar el proceso, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde cualquier punto de vista —proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación frente a liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y salarios mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado—, el mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E incluso más llamativa que su logro en lo referente a los cambios de la política real ha sido la transformación de la opinión general: la mayoría de las personas influyentes se han convertido hasta tal punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el cambio de políticas económicas promovido por él ha sido una fuerza positiva. ¿Pero lo ha sido?

Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de la economía estadounidense. Tenemos datos de la renta real —es decir, teniendo en cuenta la inflación— de las familias estadounidenses entre 1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que predicaba en el desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los políticos. Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba, mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces. Por contraste, en el periodo transcurrido desde 1976, las ideas de Friedman se han ido aceptando cada vez más; aunque siguió habiendo intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe duda de que las políticas de libre mercado se generalizaron mucho más. Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un 23% superior a la de 1976.

Parte de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le fuese tan bien como a la primera era la tasa total de crecimiento económico más lenta, un hecho que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos económicos. Pero otra razón importante del retraso en el nivel de vida de la mayoría de las familias es un incremento espectacular de la desigualdad económica: durante la primera generación de posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minoría situada en lo más alto de la pirámide.

Esto plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solía asegurar a su público que no hacía falta ninguna institución especial, como el salario mínimo y los sindicatos, para garantizar que los trabajadores compartiesen los beneficios del crecimiento económico. En 1976 les decía a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios causados por los barones ladrones eran puro mito:
"Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este o en cualquier otro país, en el que el hombre de a pie haya experimentado una mejora tan grande de su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la guerra civil y la I Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado".
(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento, mientras se permitía que el salario mínimo cayese por debajo de la inflación y los sindicatos desaparecían en gran medida como factor importante en el sector privado, los trabajadores estadounidenses veían cómo sus fortunas iban a la zaga del crecimiento de la economía en general. ¿Era Friedman demasiado optimista respecto a la generosidad de la mano invisible?

Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos culpar a las políticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun así, dada la suposición común de que el cambio a las políticas de libre mercado ha hecho grandes cosas por la economía estadounidense y por el nivel de vida de los estadounidenses corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos proporcionan a esa afirmación.

Dudas similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas de Friedman funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar, todavía con más fuerza, en Latinoamérica. Hace una década era normal citar el éxito de la economía chilena, en la que los asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, se habían pasado a las políticas del libre mercado después de que Pinochet se hiciera con el poder en 1973, como prueba de que las políticas inspiradas por Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el ejemplo de Chile en la liberación del comercio, la privatización de empresas y la liberalización, la historia de éxito chilena [¡sic!] no se ha repetido.

Por el contrario, la percepción de la mayoría de los latinoamericanos es que las políticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes, pero hay un asombroso contraste entre la percepción que Friedman defendía y los resultados reales de las economías que se pasaron de las políticas intervencionistas de las primeras décadas de posguerra a la liberalización.

Centrándonos más estrictamente en el tema, uno de los principales objetivos de Friedman era la, en su opinión, inutilidad y naturaleza contraproducente de la mayor parte de la reglamentación pública. En una necrológica para su colaborador George Stigler, Friedman elogiaba en concreto la crítica de Stigler a la normativa sobre la electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los ciudadanos. ¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?

Empezó bien, comenzando con la liberalización del transporte por carretera y de las aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general bajó los precios, y aumentó la eficacia. La liberalización del gas natural también fue un éxito.

Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la década de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la política monetaria no eran un mito; la crisis de la electricidad en California en 2000 y 2001 —en la que las compañías eléctricas y las distribuidoras de energía crearon una escasez artificial para hacer subir los precios— nos recordó la realidad que había tras los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones. Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la de California, en todo el país la liberalización de la electricidad supuso un aumento, no una disminución, de los precios, y unos beneficios enormes para las compañías eléctricas.

Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón de la liberalización en la década de 1990 se consideran ahora afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no recibieron el memorando sobre los males del sector público y las bondades del sector privado, y siguen teniendo compañías eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica —la observación de que sin reglamentación las compañías eléctricas tendrían demasiado poder monopolístico— siguen siendo tan válidos como siempre.

¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman.

En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores de ir demasiado lejos. "Considérense las siguientes tres proposiciones", escribía. "El dinero no importa. Sí que importa. El dinero es lo único que importa. Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la tercera". Y añadía que "en su celo y euforia", eso es lo que muy a menudo hacían Friedman y sus seguidores.

La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la valentía intelectual de decir que los mercados sí funcionan, y sus dotes teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero caía con demasiada facilidad en la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que funciona. Es extremadamente difícil encontrar casos en los que Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal, o de que la intervención pública podía ser útil.

El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector público a menudo se imponen a los datos objetivos.

Los países en vías de desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a pesar de las advertencias de que eso podría exponerlos a crisis financieras; después, cuando las crisis llegaron como era previsible, muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos países, no a la inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las claras advertencias de que el poder de monopolio podría ser un problema; de hecho, al tiempo que la crisis de la electricidad en California seguía su evolución, la mayoría de los analistas quitaban importancia a las preocupaciones por el posible amaño de los precios alegando que no eran más que teorías de conspiración descabelladas. Los conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la crisis sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.

Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista teórico era de hecho un modelo de comedimiento. Como ya he señalado, hizo grandes contribuciones a la teoría económica al resaltar la importancia de la racionalidad individual, pero, a diferencia de algunos de sus colegas, sabía cuándo parar. ¿Por qué no mostró el mismo comedimiento en su papel de intelectual público?

La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función esencialmente política. Milton Friedman, el gran economista, sabía reconocer la ambigüedad y la reconocía. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la libertad de mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores esperaban. A consecuencia de ello, la refrescante iconoclasia de los primeros años de su carrera se convirtió con el tiempo en una rígida defensa de algo que se había convertido en la nueva ortodoxia.

A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y no por sus defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy grande, un hombre de valentía intelectual que fue uno de los pensadores económicos más importantes de todos los tiempos, y posiblemente el más brillante comunicador de las ideas económicas a los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma.




* Este texto corresponde a un fragmento del artículo “¿Quién era Milton Friedman?”, escrito a propósito de la muerte de Friedman, publicado en El País (19.10.08). Paul Krugman es economista y Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel de 2008.

Adam Smith y Jane Austin: Instintos y sentimientos morales




En una novela de comienzos del siglo XIX se puede encontrar una cita, la cual se podría creer que puede corresponder a un fragmento de La teoría de los sentimientos morales (1759) del filósofo moral escocés Adam Smith:
“Todos conocemos la influencia, en el trato de unas personas con otras, de algo que escapa a las fórmulas de la cortesía general; algo que adquirimos instintivamente. Por instinto no dejamos comprender a una persona las cosas desagradables que estábamos pensando de ella una hora antes. No decimos las cosas tal como se nos ocurren”
Pero, esta cita que finaliza hablando de que “principios generales” de conducta adecuada son fruto del instinto, en realidad no es de autoría del piadoso pensador escocés. Corresponde a un diálogo de la novela Emma (1815) de la escritora inglesa Jane Austen (1775-1817). Puntualmente, son las palabras que la autora hace pronunciar a uno de sus personajes: el Sr. Knightley. Este juicioso varón es la encarnación de todo lo que para Austen debe ser un verdadero gentleman.

Smith murió en 1790 siendo considerado en Gran Bretaña como quien había descrito a la perfección la “naturaleza” humana en La teoría de los sentimientos morales. Una naturaleza que se expresaba y, a su vez, era gobernada por medio de un mecanismo emocional.

Austen contaba con 15 años cuando falleció el moralista escocés… De su cita expuesta, y de la recurrente importancia de los sentimientos en las obras de la autora, se puede especular que Smith marcó a los británicos o que él interpretó muy bien una tradición británica al punto que se la deja ver en su literatura de ficción. Ambas opciones son dignas de estudio o, al menos, de consideración.

La literatura, no debe olvidarse, es un espejo de la sociedad donde se la escribe.


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Renee Wilmeth

Las similitudes entre las descripciones de debilidad moral de Smith y las descripciones de personas de Austen eran innegables. Era como si pudiera asignar un carácter diferente en el libro a cada uno de los pasajes de Smith sobre filosofía moral.

Durante las últimas semanas, todos nos hemos quedado más cerca de casa. Si eres como yo, sospecho que también estás leyendo algunos libros más (¡y abriendo algunas botellas de vino más!) de lo habitual. Sin embargo, incluso con una gran pila de libros de "necesidad de leer" en la mesita de noche, me encontré volviendo a mis novelas favoritas de Jane Austen , el equivalente literario de la comida reconfortante. ¿Quién no encuentra un escape satisfactorio en esas novelas de la Regencia del siglo XIX como Orgullo y prejuicio o Sentido y sensibilidad con sus maravillosas hermanas, familias extravagantes, párrocos ridículos y pretendientes adecuados? Los personajes de Austen se dividen claramente en categorías: buenos o malos. Rico o pobre. Vanidoso o modesto. Morales o inmorales.

Entonces, ¿Cuál es la conexión con Adam Smith? En el transcurso de cuatro semanas en febrero y marzo, participé en un grupo de lectura de Adam Smith Works moderado por la Dra. Caroline Breashears, profesora de la Universidad de St. Lawrence especializada en literatura británica del siglo XVIII y becaria Adam Smith en Liberty Fund. El grupo de profesores y economistas de dos continentes leyó Persuasion de Jane Austen y selecciones de Theory of Moral Sentiments y Lectures on Rhetoric and Belles Lettres de Smith. Conocía bien el trabajo de Austen, pero no había pasado mucho tiempo con Smith, así que me quedé atónita cuando los leímos uno al lado del otro. Las similitudes entre las descripciones de debilidad moral de Smith y las descripciones de personas de Austen eran innegables. Era como si pudiera asignar un carácter diferente en el libro a cada uno de los pasajes de Smith sobre filosofía moral. Con las descripciones de Smith, era fácil identificar al vanidoso Sir Elliot, la orgullosa Lady Russell, la Mary que busca atención y la intemperante Miss Musgrove, como si hubieran sido creados directamente de las listas de fallas morales de Smith.
 
Al publicar sus obras entre 1811 y 1817, Austen fue una astuta observadora de las personas y estudiosa de la ética de la virtud. En los mundos literarios de Austen, como en el de Smith, las buenas personas no son juzgadas por su riqueza o posición, sino por cómo tratan a los demás, cómo usan su riqueza y si hacen o no lo correcto. Como en muchos de los pronunciamientos de Smith, los personajes son en blanco y negro con muy poco gris fangoso. (Contraste esto con los dilemas morales más maduros 30 años después en libros como Cumbres Borrascosas y Jane Eyre. Las cosas son más turbias cuando se trata de amor, manipulación, motivos e ideas morales. ¿Recuerdas a St. John Rivers, el moralizador y mojigato misionero que quería hacerle un favor a Jane Eyre tentándola a un matrimonio sin amor? Sabíamos que no era un buen tipo. Fue un poco de filosofía moral por parte de Bronte que iba en contra de la decisión final de Jane de volver a ser un hombre casado, pero ese es otro ensayo para otro momento).

Debido a estos fundamentos morales, Austen se sintió cómoda abordando temas más amplios como reputaciones arruinadas, decepciones amorosas, expectativas familiares de matrimonio, ruina financiera e incluso los peligros de la ficción popular. Pero tenía curiosidad. Así como pude asignar un personaje de Persuasion a cada pasaje que leímos de Smith, ¿podría hacer lo mismo con sus otras obras? Una relectura de Orgullo y prejuicio lo demostró posible. Simpatía, odio, resentimiento, decoro, pérdida, mérito, remordimiento: todos son temas de los sentimientos morales de Smiths, y todos pueden etiquetarse claramente cuando se trata de los personajes de Austen: maravillosos y horribles por igual.

Me hizo querer profundizar más en Smith con un bolígrafo en la mano para anotar los personajes de Austen en el camino. (Especialmente me hizo retomar Mansfield Park nuevamente con su drama familiar, amor no correspondido y condenas a la esclavitud). En estos tiempos caóticos, todos nos consolamos donde podemos. Para mí es una revelación saber que 200 años después, todavía podemos ver la obra de estos autores bajo una nueva luz. Todavía tienen mucho que enseñarnos. Como alimento reconfortante literario, experimentaré a Austen de una manera nueva. La pila de libros sin leer en la mesita de noche tendrá que esperar un poco más.





* Publicado en el sitio Adam Smith Works, 05.06.20.

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