La economía feminista se caracteriza, a nivel
epistemológico, por cuestionar las bases mismas de la epistemología ilustrada. En primer lugar, cuestiona la división sujeto/objeto.
En segundo lugar, se asegura que el sujeto protagonista de la ciencia
ilustrada, ente abstracto caracterizado por la razón capaz de ver todo, desde
ningún sitio y sin ser visto, es un sujeto imposible, y que, en cambio, la
identidad del agente de conocimiento es relevante, porque sus valores e
intereses se reflejarán en el conocimiento que produzca --así, la economía hecha por hombres refleja intereses de
género. En tercer lugar, frente a la visión del proceso de obtención de
conocimiento como un ejercicio individual, de sujetos aislados de su entorno
social y exento de valores, se aduce que éste es un proceso social, que está,
por tanto, indisolublemente ligado a los conflictos sociales, entre ellos, el
de género. Por último, sobre los criterios legitimadores del conocimiento cabe
decir que el de la objetividad es el más claramente cuestionado; la objetividad
como neutralidad valorativa se considera no sólo un imposible, sino una forma
de ocultar los verdaderos intereses que subyacen al discurso científico. La
economía feminista propone formas alternativas de objetividad, pero no logra un
acuerdo sobre el cuestionamiento o la renuncia a los criterios de universalidad
y verdad. Es más, un arraigo especialmente fuerte de estos principios
ilustrados, hacen que la economía feminista sea uno de los ámbitos del
conocimiento feminista en los que más está costando redefinir las bases
epistemológicas androcéntricas.
A nivel del ámbito de estudio, la economía
feminista se caracteriza por asumir como tarea prioritaria el replanteamiento
de la estructura androcéntrica que identifica la economía con lo monetizado y
desvelar los sesgos androcéntricos subyacentes. En primer lugar, se pretende
dar una definición más amplia de lo económico que, de forma clave, atienda a
las actividades invisibilizadas históricamente realizadas por las mujeres. Se
trata, por tanto, de descentrar a los mercados hacia los que se había dirigido
la mirada primordial o exclusiva. Este descentramiento tiene que permitir, en
segundo lugar, una recuperación de los elementos femeninos invisibilizados,
recuperando a las mujeres como agentes económicos. En tercer lugar, es
necesario mostrar las relaciones de poder de género que subyacían a la
estructura dicotómica y, a la par, convertir dichas relaciones en un objeto
legítimo de estudio económico.
Todo esto tiene consecuencias metodológicas y se argumentan reformulaciones más
o menos profundas de los marcos preexistentes.
El último elemento definitorio de la economía
feminista que vamos a señalar en este texto es que, frente a una disciplina
masculinizada que valora la investigación pura, al margen de su aplicabilidad
para la comprensión y la solución de los problemas concretos de las personas,
la economía feminista apuesta por dar a estos últimos una atención prioritaria.
Por tanto, el análisis del funcionamiento de los sistemas económicos y el
impacto del mismo y de las políticas económicas, atendiendo a las situaciones
distintas de diversos grupos sociales y redefiniendo los criterios valorativos –bienestar, desarrollo, pobreza...–, adquiere una importancia central. Todo esto
apunta, asimismo, a la necesidad de desarrollar perspectivas feministas de la
macroeconomía, dimensión en la que la evolución está siendo más lenta. En todo
caso, el objetivo final no es detenerse en el análisis de la realidad, sino
mejorar las condiciones de vida de las mujeres y de la población en general.
Por tanto, la economía feminista se erige como un enfoque normativo y asume
como tarea propia la propuesta de soluciones.
3.1 La economía feminista de la conciliación
La economía feminista de la conciliación
pretende redefinir los conceptos fundacionales de economía y trabajo,
recuperando el conjunto de actividades femeninas invisibilizadas –condensadas en el trabajo doméstico– y conjugar esta recuperación con los conceptos y
marcos previos. Pueden distinguirse varias fases de dicha recuperación. En
primer lugar, se saca a la luz la existencia de toda una esfera de actividad
económica, relacionada con el trabajo doméstico y la reproducción, que, hasta
entonces, había sido negada. Se redefine el concepto de trabajo para abarcar el
trabajo doméstico y
se analizan sus características. Otra cuestión que ha centralizado muchos
esfuerzos ha sido la de la medición de este tipo de trabajo –el texto pionero puede afirmarse que es Waring
(1988)–, debatiendo sobre las causas de su
exclusión de los sistemas de contabilidad nacional y qué método es el adecuado para remediarla: si la medición en términos
monetarios –respecto al coste de los inputs:
método del coste de oportunidad, del coste de reemplazo y del coste de
servicios, o con referencia al output– o en
términos temporales.
En segundo lugar, se visibilizan las relaciones
de género de desigualdad. El objetivo de la recuperación del trabajo doméstico
no es una simple mejora «técnica» del análisis, sino una mejora de las
posiciones de las mujeres. Se identifica la desigual adscripción del trabajo de
mercado y doméstico entre hombres y mujeres respectivamente. Para comprender
estas implicaciones de género empiezan a integrarse en el análisis económico
términos hasta entonces ajenos al mismo –género,
sexo, patriarcado... Como resultado, aparecen dos conceptos centrales. Por un
lado, el de división sexual del trabajo que, de origen marxista, pero
posteriormente utilizado por el conjunto de economistas feministas de la
conciliación, pretende captar toda una estructura social en la que «el trabajo
no se distribuye de modo neutral, que hombres y mujeres tienen puestos
diferentes en el mundo del trabajo profesional y doméstico» (Maruani, 2000:
65). Por otro, el de familia nuclear tradicional basada en el modelo hombre
ganador de ingresos/mujer ama de casa; de origen más vinculado a los
análisis micro de corte neoclásico, que pretende describir la concreción micro de
dicha estructura social, su materialización en la unidad de convivencia y
decisión económica básica, la familia.
En tercer lugar, se analizan las causas del
desigual reparto, lo cual supone preguntarse por las interconexiones entre las
esferas del mercado y de los hogares. Podemos afirmar que hay dos vías
primordiales de respuesta. Por una parte, las que proporcionan una explicación
economicista y unidireccional, achacando todo lo que ocurre en el ámbito
doméstico a consecuencias de intereses y procesos mercantiles; y/o bien
aplicando una metodología estricta derivada del análisis de los mercados para
poder comprender los procesos que ocurren fuera de ellos. Entre ellas, puede
nombrarse al debate sobre el trabajo doméstico,
que afirma la preponderancia de una lógica del capital que determina lo que
ocurre en el ámbito doméstico y aplica un método marxista sin reelaborar; así
como a las reelaboraciones feministas de la NEF [Nueva Economía de la Familia], con su adherencia a la
metodología neoclásica y la consideración de que la lógica de maximización de
funciones de utilidad explica los procesos tanto mercantiles como no
mercantiles (un balance en Wolley, 1999). Por otra parte, hay corrientes que
aseguran que la realidad es una compleja interacción de fuerzas mercantiles y
no mercantiles, de relaciones de clase y de género; y que hay que atender a la
intervención entretejida y simultánea de todas ellas para comprender lo que
ocurre con los trabajos y la posición económica de las mujeres. Son explicaciones
bidireccionales que atienden a elementos hasta entonces ausentes de los
análisis económicos y que implican la necesidad de ampliar las categorías
económicas y alterar de los marcos con la introducción de nuevos conceptos.
Puede decirse que se ha ido produciendo una evolución relativamente consensuada
hacia esta postura. Esto supone entender que existe un proceso de
retroalimentación entre las desigualdades laborales entre mujeres y hombres en
lo doméstico y en el mercado (p.e. Rodríguez, 2004); que las economistas de
corte neoclásico explican en función de la interdeterminación de las
identidades de género y los procesos mercantiles (p.e. Badgett y Folbre, 1999;
Akerlof y Kranton, 2000) y las economistas de tendencia marxista como una doble
consecuencia de la coexistencia del capitalismo y el patriarcado.
En cuarto lugar, es el análisis de ambas
esferas económicas el que permitirá explicar la totalidad de la realidad y de
la actividad económica de la mujeres. Se logra acabar con el mito de la «falsa
economía» (Else, 1996), en la que los mercados y los hombres son
autosuficientes, mientras que los hogares y las mujeres dependen de ellos. El
enfoque producción-reproducción (p.e. Carrasco et al., 1991; Humphries y
Rubery, 1984) es el que más claramente establece que integrar esas dos esferas
económicas –la producción, tradicionalmente
tenida en cuenta por los análisis androcéntricos y la reproducción,
recientemente recuperada por las feministas–
concediéndoles la misma importancia analítica, supone entender los procesos de
generación de bienestar social. Es en ese proceso conjunto donde las mujeres
tiene una doble presencia (Balbo, 1978). Es decir, no es sólo que las mujeres
no estén ausentes del sistema económico –imagen
promovida desde los enfoques androcéntricos–,
sino que tienen una presencia doble tanto en el ámbito mercantil como en el
doméstico.
3.2. La
economía feminista de la ruptura
Puede decirse que esta corriente se encuentra
en fase actual de crecimiento y que, hoy por hoy, asume como tarea primordial,
por un lado, situar en el centro del análisis la sostenibilidad de la vida y
explorar las consecuencias de esto en el cuestionamiento de todas las
concepciones conceptuales y metodológicas previas y, por otro, atender no sólo
a las diferencias entre mujeres y hombres, sino a las relaciones de poder entre
las propias mujeres.
Esta corriente considera que la estrategia de la economía feminista de la conciliación de integrar una nueva esfera de actividad económica –el hogar, el trabajo doméstico, la reproducción– al análisis previo implica problemas insuperables. Entre ellos: que el centro del análisis sigue siendo lo mercantil y que las esferas feminizadas no dejan de tener una importancia secundaria, al integrarse en el análisis de forma derivada, por su similitud con lo que ocurre en el mercado. Por tanto, lo mercantil y masculino sigue siendo el núcleo duro (Himmelweit, 1995).
Al permanecer dentro de una concepción binaria de las actividades económicas (mercado/masculinizado y hogar/feminizado, etc.), los sectores «añadidos», a pesar de ser reconocidos y contabilizados, siguen estando atrapados en la posición subordinada, minusvalorada/desvalorizada vis a vis la economía ‘central’.» (Cameron y Gibson-Graham, 2003: 14)
Así pues, esta perspectiva propone una estrategia alternativa: centrar el análisis en los procesos de sostenibilidad de la vida (Carrasco, 2001), es decir, los procesos de satisfacción de las necesidades humanas. Producción y reproducción no tienen el mismo valor analítico, es más, la producción, los mercados, no tienen valor en sí mismos, sino en la medida en que colaborar al o impiden el mantenimiento de la vida, que es la categoría central de análisis. Como afirma Izquierdo, renunciando a su previa adherencia al enfoque producción-reproducción:
«La actividad fundamental de los seres humanos, como la de cualquier ser vivo, es la de producir o destruir vida, ese es el eje que permite estudiar las actividades productivas y no la aproximación dual que hice en trabajos anteriores» (1998: 276).
El uso del concepto de sostenibilidad de la
vida como categoría primaria del análisis no da una definición cerrada y
estática de la economía, sino que busca abrir un espacio al conjunto de
relaciones sociales que garantizan la satisfacción de las necesidades de las
personas y que están en estado de continuo cambio (Power, 2003). Es decir, es
un concepto social, que pretende trascender situaciones individualizadas de
acceso a los recursos y que implica que las «cuestiones sobre el poder y sobre
el acceso desigual al poder son parte del análisis desde el comienzo» (Power,
2003: 4). Un elemento clave es el reconocimiento de las diferencias y las
relaciones de poder entre las propias mujeres; se renuncia, por tanto, a la
búsqueda de un sujeto unitario, con unas experiencias e intereses comunes que
definan a «la mujer» en el mundo.
Hablar de necesidades supone entrar en un debate ético sobre el proceso de creación y expresión de las necesidades y entender las mismas en un sentido multidimensional. «Las necesidades humanas son de bienes y servicios pero también de afectos y relaciones» (Carrasco, 2001: 14). Las facetas material e inmaterial han de entenderse conjuntamente. Esto supone introducir elementos tales como el afecto, el cuidado, el establecimiento de vínculos sociales, la participación en la dinámica colectiva, la libertad... que han sido históricamente asociados a la feminidad y han permanecido en la periferia de los análisis económicos (Beasley, 1994). Supone también revalorizar y reconocer la especificidad de los trabajos femeninos, porque es desde ellos desde donde se satisfacen mayoritariamente esas dimensiones «inmateriales». Esto implica que la noción de trabajo utilizada para delimitar el análisis ya no puede tener una referencia mercantil, porque todas las actividades que entren a formar parte de los procesos de sostenibilidad de la vida han de incluirse en el análisis y reconocerse en su diversidad.
«Entendemos el trabajo como la práctica de creación y recreación de la vida y de las relaciones humanas. En la experiencia de las mujeres, trabajo y vida son la misma cosa. El trabajo nos permite crear las condiciones adecuadas para que se desarrolle la vida humana partiendo de las condiciones del medio natural.» (Bosch et al., 2004: 9)
Los límites difusos de este concepto implican
el uso una estrategia localizada;
para la economía feminista de la ruptura, es momento de romper los estrictos
límites que había demarcado la economía, se considera más fructífero, en el
momento actual, el cuestionar las limitaciones previas que el establecer
fronteras alternativas que, de nuevo, distingan lo económico de lo no
económico. Los conceptos de la economía feminista de la ruptura pretenden captar
procesos, no esencias. Todo lo cual se relaciona con la radical
interdisciplinariedad del análisis y con la ampliación de los métodos; el
objetivo es poder entender aquello que se considera relevante, sin limitaciones
metodológicas previas, dando como resultado una economía «orientada a los
problemas» y no «orientada al método» (Robeyns, 2000: 19).
Atender de forma localizada a los procesos de
satisfacción de la vida tiene varias implicaciones fundamentales. En primer
lugar, no sólo se afirma la existencia de más esferas económicas además de las
monetizadas, sino que la determinación de las esferas y agentes relevantes ha
de producirse para cada contexto, sin poder ser determinarse a priori, y «en
relación con los efectos que tienen sobre la vida humana y el medio en que se
desenvuelve la misma» (Izquierdo, 1998: 275).
Por tanto, los mercados y la experiencia masculina en los mismos dejan de ser
la encarnación de la normalidad y normatividad económica. Puede afirmarse que
las experiencias femeninas responsabilizadas de la gestión cotidiana de la vida
responden a una lógica mucho más económica, en el sentido de ceñirse a la
sostenibilidad de la vida y no a necesidades mercantiles de acumulación.
Esto se relaciona con una segunda implicación esencial: el reconocimiento de la
coexistencia de dos lógicas de funcionamiento social antagónicas, coexistentes
allí donde se han expandido los mercados capitalistas. Por una parte, la lógica
de acumulación, interna a los propios mercados, que implica que éstos funcionan
en la medida en que se generan beneficios, pudiendo, de manera derivada,
satisfacer necesidades --las expresadas mediante una demanda solvente--, pero que
sin tener en ello su objetivo. Y, por otra parte, la lógica de mantenimiento de
la vida, la que persigue las satisfacción de necesidades.
Ambas lógicas son opuestas, existe una «contradicción profunda entre la
obtención de beneficio y los estándares de vida de toda la población» (Bosch et
al., 2004: 4). Por tanto, la tercera pregunta que surge es cómo se maneja este
conflicto. «Entre la sostenibilidad de la vida humana y el beneficio económico,
nuestras sociedades patriarcales capitalistas han optado por éste último»
(Carrasco, 2001: 28). Es decir, el conflicto se resuelve otorgando prioridad a
la lógica de acumulación, situando a los mercados como el eje en torno al cual
se organiza la estructura socioeconómica, por lo que la vida ha de garantizarse
desde otros ámbitos, ya que se niega la responsabilidad social en su
mantenimiento. ¿Quién y desde dónde asume esta responsabilidad? Habitualmente,
se relega a las esferas invisibilizadas del sistema económico, aquellas en las
que las tensiones y el conflicto, inevitables, no se ven, no adquieren
legitimidad social.
Es decir, la economía en un «‘Patriarcado
Capitalista Blanco’ (¿cómo deberíamos llamar a esta escandalosa Cosa?)»
(Haraway, 1991), puede representarse con la imagen de un iceberg. Metáfora que
capta la idea básica de que, para mantener la parte privilegiada –la mercantil–
a flote, se precisa la existencia de toda una serie de actividades invisibles
desde las que se garantice la vida. Esas esferas invisibles han mantenido un
estrecho vínculo histórico con la esfera de lo privado, lo doméstico, los
trabajos no remunerados protagonizados por las mujeres. Por tanto, no es sólo
que estos trabajos no reconocidos por los enfoques androcéntricos existieran,
sino que su misma invisibilidad era requisito para que siguiera, sin ser
cuestionado, un sistema que relegaba las necesidades humanas a un segundo
plano. El reparto de trabajos en semejante sistema se realiza por ejes de
poder, es decir, el sistema económico, basado en la desigualdad, recrea
relaciones sociales de poder, de género, pero no sólo.
Por tanto, la actividad de las mujeres en esas esferas,
se califica como de presencia-ausente (Hewitson, 1999), pretendiendo captar el
doble sentido de que sus trabajos eran económicamente relevantes, pero debían
permanecer ocultos.
En la medida en que las mujeres protagonizan a un tiempo las actividades de
mercado y las no remuneradas, hemos de hablar de doble presencia/ausencia
(Izquierdo, 1998), término que capta el protagonismo dual de las mujeres, la
contraposición de objetivos sociales, la imposibilidad de conciliar ambos,
encarnada en los propios cuerpos femeninos,
y la negativa de las mujeres a, a pesar de todo, elegir y aceptar que la
estructura socio-económica es una realidad escindida.
En conjunto: la profundidad del conflicto de lógicas, el grado hasta el cuál los mercados se han situado en el epicentro de la organización social, la forma en que se resuelve u oculta el conflicto, qué agentes son responsables de garantizar la sostenibilidad de la vida y cómo se recrean relaciones de poder en el reparto de los trabajos son preguntas de gran importancia derivadas de la aplicación del concepto de sostenibilidad de la vida a un contexto capitalista.
* Fragmento, sin las notas a pie, del artículo "Economía del género y economía feminista: ¿Conciliación o ruptura?", publicado en Revista Venezolana de Estudios de la Mujer, Año 2005, Vol. 10, Número 24. Amaia Pérez Orozco es economista.
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