Contra la defensa conservadora del Imperio español




José Luis Villacañas (filósofo, historiador y catedrático de la Universidad Complutense), escribió el libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico. Otra historia del imperio español (2021) en respuesta a un libro de María Elvira Roca Barea (ensayista conservadora y negacionista de las atrocidades españolas en América): Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español (2021).

El texto de Roca es una firme defensa de los imperios en general (con varias omisiones por lo demás) y del español en particular... contra sus malvados enemigos que han injuriado su gloriosa historia. Un escrito muy valioso para los monárquicos y franquistas de la España actual. Muy acorde también a las fantasías, falacias y mentiras de la derecha española sobre la grandeza y bondad del Imperio español.

Dejamos acá un apartado de la "1a. Parte: La teoría" del libro de Villacañas.


Los superiores


José Luis Villacañas


El libro de Roca Barea se levanta contra la indolente España. La autora también. Se multiplica, viaja, llega a la omnipresencia y por doquier deja tras de sí titulares arrojados, combativos, apologéticos. Por todos sitios, mano a mano, el libro Imperiofobia y su autora inyectan autoestima en la deprimida España. «¿Qué me han estado contando?», exclama un famoso locutor de radio tras leerlo, como si por fin accediera a una verdad revelada y abandonara una existencia provisional, precaria. A su paso, todos se rinden. «Es la hora de desmontar toneladas de propaganda sobre España», confiesa no sin entusiasmo otro preclaro lector. Una nueva iluminada, afamada directora de cine, identifica los intereses inconfesables contra España de nuestros vecinos del norte, los responsables de extender la leyenda negra, los mismos que ahora dejan libre a Puigdemont. La propia editorial, con no menos convicción, manifiesta que este libro ayudará a plantear de manera adecuada el futuro. Aunque no sabemos el futuro de qué o de quién, no es de extrañar que esta nueva revelación acerca de la verdad de España haya generado un entusiasmo casi evangélico. Miles de lectores aclaman el libro. En todas las conferencias en las que me veo envuelto me piden opinión sobre él y, antes de que diga una palabra, los presentes se lanzan a comentar el libro con fervor. Hace poco, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores del reino de España, el señor Borrell, ejemplo de ave fénix, confiesa que lo está leyendo y que lo recomienda.

Algo de verdad debe de haber en este libro que se ha convertido en un fenómeno político y algo de representativo tendrá su autora, una mujer que no mantiene inhibición alguna respecto de sus opiniones y las expresa todas ellas, acertadas y disparatadas, con la misma frescura, casi con descaro desafiante. No podemos decidir todavía si la verdad afecta a los enunciados del libro o, sencillamente, se refiere a que el libro es un síntoma de la verdad de una parte del público español. Y más aún: síntoma no solo del nivel intelectual de las clases acomodadas de España, sino también de su salud moral. Algo de síntoma de esa doble verdad ética y dianoética de tantas gentes de España tendrá también el estilo de argumentar y de pensar de Roca Barea, directo, brutal, sin remilgos, a martillazos, compulsivo; una cierta afinidad electiva ha de haber entre este volumen y una parte de la ciudadanía española que compra libros y los lee, y no libros ligeros, sino como este, de muchas páginas, caja amplia y letra menuda.

No es la primera vez que ocurre. Desde los textos de Manuel Fernández Álvarez sobre Carlos V, a los que tanto se parece Imperiofobia, ningún otro ensayo histórico ha sido atendido por un público tan amplio entre la población lectora española. No puede ser el azar. En un caso se trató de la reivindicación del Imperio carolino por parte de un catedrático formado en la universidad franquista. Aunque con muchas debilidades de estilo, don Manuel tenía un sólido saber y una exigencia de verdad. Este libro de Roca Barea es otra cosa, por mucho que haya seducido a miles de los lectores de aquellos grandes tomos sobre Carlos V y Felipe II. Sin embargo, su aspiración es otra y sus miras más amplias. Roca Barea no emprende solo la defensa del imperio español. A su modo, pretende ser la defensora de cuatro grandes imperios mundiales: Roma, España, Estados Unidos y Rusia. En realidad, la defensa de Roma es tibia y la de Rusia, extraña en un libro español. Al final, el texto tiene un valor sintomático porque, se limita a una defensa del imperio actual de los Estados Unidos y del antiguo imperio español. La operación de la Generación del 98 ha quedado atrás, clausurada. El intento del 98 comenzó con la contraposición entre el imperio del espíritu, representado por el legado español, y el imperio de la materia y el dinero, el de los Estados Unidos. Rubén Darío ayudó mucho a este movimiento con su «Oda a Roosevelt», junto con el Ariel de José Emilio Rodó, que puso a circular la identificación de Estados Unidos con el nuevo y brutal Calibán. Maeztu, que venía de abandonar Cuba, le dio aliento español a la rivalidad del cosmos hispano contra el mundo yankee. Ese fue el sentido de su vida. Hasta el final.

Imperiofobia, que da un giro notable al argumento, emprende a la vez y sobre todo la defensa de los dos imperios, el americano y el español, antaño indispuestos desde el hundimiento del Maine. Con ello, podemos apreciar en este libro un giro radical en la orientación mental del ensayo político español. ¿Nos ofrece Imperiofobia una ékphrasis [Descripción precisa y detallada de un objeto artístico] de la foto de las Azores entre Bush hijo, Aznar y Blair? No del todo. Gran Bretaña, el imperio más decisivo de todos los occidentales, no aparece en la foto de Roca Barea. Es demasiado protestante para que nuestra autora lo aprecie. Su amor por los imperios es claramente menor a su odio al protestantismo. ¿Y Turquía, uno de los mayores imperios territoriales que han existido jamás? Tampoco está presente. El islam está fuera de la óptica de este libro, que selecciona de forma muy extraña sus elementos geoestratégicos. Hoy no podemos considerar un azar que este libro alabe los Estados Unidos, gobernados por Donald Trump; a Rusia, desde hace tiempo gobernada por Putin, y a la España imperial, reivindicada por José María Aznar y ahora por Pablo Casado.

No adelantemos acontecimientos, sin embargo. El libro pretende ser por encima de todo la defensa de la forma política «imperio». Su autora desea argumentar que los imperios son positivos, beneficiosos, inevitables, como el rayo en la tormenta que ilumina el mundo perdido en un bosque tenebroso. Si este libro se recibe sin distancia crítica, es fácil que produzca encendidos defensores de un imperio que no sabemos todavía qué rostro tendrá, de un imperio futuro para el que quizá nos prepara Roca Barea. En la opinión de nuestra autora, los imperios son necesarios, buenos para la humanidad. La primera pregunta que debemos hacernos es por qué cree eso. Según se deriva del libro, es una firme defensora de una mezcla de darwinismo y nietzscheanismo que ya inspiró a las clases acomodadas españolas de la Restauración de 1876, que legitimaron su poder en el duro combate de la lucha por la vida, como lo vio muy bien Pedro Cerezo en su imprescindible volumen El mal del siglo. Para Roca Barea, como para los próceres del siglo XIX al estilo de Joaquín Sánchez de Toca, el mundo también está dividido en seres humanos superiores e inferiores. Estos últimos son los que viven anclados en un prejuicio antimperial, los portadores de la imperiofobia, los forjadores de las leyendas negras, los fracasados de la historia, esas élites locales casposas, clientelares y poco flexibles [56], atrasadas y oligárquicas.

Hay dos palabras que se oponen con rotundidad en este libro. Por un lado, la forma imperial; por otro, la oligarquía local. El ejemplo perfecto de esta segunda forma es todo nacionalismo excluyente e introvertido, léase subliminalmente y para nosotros el catalán. Afortunadamente, los imperios nos libran de ellos. Así argumenta Roca: «Aparece el imperio y rompe las viejas estructuras locales ya muy artríticas. Por lo pronto, ofrece oportunidades de promoción social, […] otros caminos hacia la cumbre o al menos hacia las colinas. Los imperios son principalmente meritocracias»[57]. La autora parece ofrecernos una ley histórica, una secuencia necesaria. «Aparece el imperio…», dice, y luego todo lo demás se sigue con precisión providencial. Es como una revelación mesiánica, de efectos fulminantes. Tras la irrupción imperial apreciaremos las cumbres, o al menos llegaremos a las colinas. Y las oligarquías locales desaparecen, por fin, en la ciénaga. Todo sucede como en las canciones de mi infancia: «Montañas nevadas, banderas al viento / el alma tranquila, yo sabré vencer». ¿Hay que recordar cómo comenzaba aquella canción que resonaba al unísono en los patios de las escuelas de España en los años 60? Comenzaba así: «Voy por rutas imperiales / caminando hacia Dios».

No nos perdamos en oscuras melancolías, porque por el momento no acaban ahí los beneficios de los imperios. Dado lo atrasado de las élites locales, de las oligarquías ansiosas de mantener privilegios, los imperios por lo general tienen que intervenir pacificando gentes díscolas, bárbaras. Por eso «ningún imperio ha podido serlo sin asumir el papel de gran gendarme»[63]. Como sabía el viejo Carl Schmitt, las guerras imperiales no son guerras, sino pura persecución policial del criminal. Los intereses imperiales no son los propios, sino los intereses de la humanidad entera. Sus rivales no defienden intereses legítimos (un problema ante el que Roca Barea retrocede: «gran asunto el de la legitimidad del poder», dice muy seria en la página 56), sino que solo oponen obstáculos al progreso. Por eso es natural el resultado: «los imperios pagan por el hecho de serlo un gran tributo de sangre, en ocasiones bastante elevado, para resolver sus problemas y también los de los otros»[63]. Aquí sugiero que repararemos en el ritmo de la frase, en la coda, en el final, en ese point de capiton [un significante queda abrochado a un significado y se constituye una significación]: puestos a resolver problemas, los imperios resuelven «también los de los otros». Generosos, los imperios derraman la sangre de sus hijos para resolver los problemas de los demás, esos pueblos inferiores. ¿Estará pensando Roca Barea en cómo los Estados Unidos resolvieron los problemas de Corea, Vietnam, Afganistán o Irak? ¿O estará pensando en España? ¿Qué problemas de «los otros» resolvió Pizarro? ¿O Cortés? Ya lo veremos. En todo caso, lo que no podían pedir estos pueblos díscolos y bárbaros es que los imperios resolvieran sus asuntos gratis. En su ejemplo, no podían exigir que los romanos fueran a todos sitios a «arreglar los desaguisados que se organizaban cada dos por tres en territorio heleno y luego irse a casa»[65]. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Ya que estaban allí, tras resolver los problemas de los demás, se cobraban los costes (rescataban decían los castellanos, cuando entraron a saco en la conquista de Málaga, una palabra que se empleó después de forma habitual en las Indias).

Como de pasada, Roca Barea menciona los inevitables impuestos o rescates que hay que pagar al gendarme imperial [63]. Al final, el veredicto favorable se impone: «El yugo de Roma es leve comparado con otros»[64]. Con cuáles otros, no lo sabremos por el momento, pero al menos de algo no cabe duda. Roca también piensa en el imperio español y en los rebeldes criollos americanos que lograron la independencia de España hace ahora dos siglos. A todas esas naciones jóvenes americanas les pregunta si acaso «¿Les fue mejor […] sin el imperio español?». Por supuesto, la pregunta adecuada debería ser esta: ¿cómo nos fue a nosotros, desde los cien mil hijos de san Luis, las continuas asonadas de espadones, las cuatro guerras civiles y las dos repúblicas fallidas? Si apreciamos este poderoso isomorfismo entre ellos y nosotros quizá nos podamos preguntar adicionalmente: ¿Qué causas comunes hicieron que a unos y a otros, metrópolis y colonias, nos fuera igual de mal? ¿Tiene que ver con la herencia que les dejamos? Y la otra pregunta, todavía más importante: ¿ya nosotros, desde cuándo nos va bien? Roca se prohíbe esas preguntas. A fortiori, a España siempre le fue, le va y le irá bien. En todo caso, implícitamente, como en un susurro, escuchamos que el yugo de España era leve. Como el de Roma. Que se lo digan a los numantinos, como todavía Cervantes recordará en la obra que dedicó al formidable sitio del alto soriano, ejemplo del yugo ligero de los imperios; una obra la cervantina cuyo propósito tendríamos que investigar con atención. En todo caso, el darwinismo social de inferiores y superiores, eso que Roca Barea llama meritocracia, no le permite plantearse la pregunta correcta: ¿por qué tenemos que ponerle yugos a nadie? Ni suaves ni duros. ¿Qué tal si cada pueblo se hace responsable de sus asuntos? ¿Qué tal si los pueblos cooperan sin tener que medirse como superiores o inferiores? ¿Qué tal si los pequeños se unen para garantizarse recíprocamente la libertad y disponer del poder de no verse uncidos al yugo de nadie? Para Roca esto es sencillamente inviable. Hay pueblos inferiores y lo único que entienden los inferiores es el yugo. Uno, el de sus oligarquías, es duro y opresivo; el otro, el de los imperios, es suave y ligero como el prometido por el Mesías.



* Fragmento del libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico. Otra historia del imperio español. Los números entrecorchetes indican las páginas de la edición del texto de Roca que usó Villacañas.

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