La élite frente al espejo roto


Luis Larraín, presidente del Consejo del Instituto Libertad y Desarrollo.


Apoyándose en los datos del libro ¿Son o se hacen?, Matamala propone que nuestra élite vive en un “eterno regreso a la trinchera” empujada por las demandas de una sociedad que pone en duda que la riqueza extrema sea fruto de puro esfuerzo, riesgo y habilidad.


Daniel Matamala


Todos conocemos, desde pequeños, la trama de Blancanieves. En el cuento tradicional, publicado por primera vez en Alemania, en 1812, una Reina pregunta todos los días a su espejo quién es la más bella del Reino. Complaciente, el espejo siempre responde lo que su dueña quiere escuchar: que la más bella, por supuesto, es ella.

Hasta que un día el espejo responde una verdad incómoda. Ahora es la hijastra de la Reina, la joven Blancanieves, la más bella. Este sinceramiento de la realidad es la chispa que gatilla el drama. Incapaz de soportar la realidad, la Reina decide usar su poder para frenar los cambios. Ordena a un cazador que dé muerte a Blancanieves para restaurar el orden tradicional de las cosas.

El resto de la historia está marcada por esa dinámica. De un lado, la Reina usa todos los trucos disponibles para deshacerse de Blancanieves: asfixiarla con una cinta, intoxicarla con un peine y, finalmente, envenenarla con una manzana. Del otro, la joven heroína resiste con la ayuda de una serie de personajes que acuden en su auxilio: el cazador que decide no matarla, el príncipe que se enamora de ella al verla en su ataúd de cristal tras morder la manzana envenenada, y, por cierto, los siete enanitos que la protegen.

Como todos los cuentos de hadas, Blancanieves está repleto de símbolos y de elementos de crítica social disfrazados de fantasía. Por ejemplo, según el historiador Eckhard Sander, los siete enanitos mineros son una alusión a los niños prematuramente envejecidos por el duro trabajo en las minas de hierro propiedad de la nobleza alemana en el siglo XVI.

Desde entonces, la frase “Espejito, espejito…” es un atajo para hablar del exceso de vanidad, pero también de la incapacidad de aceptar la verdad de las cosas, en especial cuando quien recibe las malas noticias es un personaje acostumbrado a acumular poder y, como consecuencia, a recibir el elogio de quienes quieren asegurar su favor.

Vamos a Chile, al siglo XXI y al libro que nos convoca. ¿Qué respuesta ha recibido históricamente la élite empresarial chilena cuando pregunta a su espejo? ¿Cómo ha cambiado esa respuesta en los últimos años? Y, ¿cuál ha sido la reacción ante los cambios de la realidad económica, política y social del país?

De esto —de la Reina de Blancanieves enfrentada a una realidad cambiante— hablan estas líneas introductorias.


La Reina y su espejo

No ocurre solo en Chile ni es patrimonio de los grupos empresariales. En todas las épocas y latitudes, “las personas que gozan de ventajas se resisten a creer que ellas son por casualidad personas que gozan de ventajas, y se inclinan a definirse a sí mismas como personas naturalmente dignas de lo que poseen, y a considerarse como una élite natural, y, en realidad, a imaginarse sus riquezas y privilegios como ampliaciones naturales de sus personalidades selectas”, dice el sociólogo Charles Wright Mills. “En este sentido, la idea de la élite como compuesta de hombres y mujeres que tienen un carácter moral más exquisito constituye una ideología de élite en cuanto estrato gobernante privilegiado, y ello es así ya sea esa ideología obra de la élite misma o de otros”.

Todas las élites requieren esa ideología que justifique su situación privilegiada sobre el resto de la sociedad, de un modo que sea aceptable para ella misma, ayudando a su cohesión y su espíritu de cuerpo, y también que le entregue legitimidad a sus privilegios de cara a los grupos que quedan por debajo en la pirámide social.

La élite “siempre da una base moral y también legal” a su poder, conectándolo con “doctrinas y creencias generalmente reconocidas y aceptadas”, dice Francesco Leoni. Esa es la “fórmula política” que toda élite necesita para prosperar. “En la base de la fórmula pueden existir”, dice Leoni, “creencias sobrenaturales o conceptos racionales, que siempre corresponden a la necesidad de no ceder solo a la fuerza, sino a un principio moral”.

En otras épocas, ese principio moral fue la predestinación divina, el derecho de sangre o la pertenencia a un grupo racial o social determinado. Bastaba que el espejo respondiera al miembro de la élite que él era, en efecto, “el más bonito” (el elegido por Dios, el descendiente de nobles, el nacido en cuna de oro, el racialmente puro), para que el orden social se mantuviera intacto.

Pero en la modernidad, tales fuentes de legitimidad ya no son aceptables. La “fórmula política” por excelencia ahora es la meritocracia y, en el caso de la élite empresarial, su primo hermano, el libre mercado.

Hoy, la pregunta al espejo es otra. Quién es el más inteligente, el más audaz, el más hábil, el más fuerte, el más meritorio. Quién ha trabajado más duro. Quién, tras una ardua batalla contra sus pares, ha logrado sobresalir de la competencia como el Macho Alfa (porque sí, la élite empresarial sigue siendo abrumadoramente masculina, y los valores deseados, masculinos también).

Por un largo tiempo, el espejo respondió la pregunta tal como la élite esperaba. En especial a partir de la revolución de los Chicago Boys, que cristalizó a la libre competencia en el mercado como la “fórmula política” de legitimación de la riqueza.

En la primera oleada de los Chicago Boys, la del dólar fijo y la plata dulce de 1975-1982, los medios se llenaron de historias de éxito y audacia de los héroes del naciente neoliberalismo. Un rol fundamental tuvo el espejo por excelencia de la élite chilena, El Mercurio. El 1 de junio de 1981, por iniciativa de Arturo Fontaine Aldunate, se creó el influyente Cuerpo B de Economía y Negocios de El Mercurio, imitando el modelo de periódicos estadounidenses (hasta entonces, ese cuerpo solo llevaba avisos comerciales). El futuro ministro y candidato presidencial Joaquín Lavín fue el editor fundador de la sección.

Tras el duro paréntesis de la crisis de los 80, el relato se intensificó de nuevo a partir de 1985. Las narrativas de empresarios audaces, capaces de levantar imperios económicos a golpe de ingenio y talento, se volvieron habituales, y excedieron el ámbito económico para llegar al político, levantando las fallidas candidaturas presidenciales de los economistas Hernán Büchi y José Piñera, y de los empresarios Francisco Javier Errázuriz, Manuel Feliú y del modelo por excelencia del empresario audaz de Sanhattan [sic], Sebastián Piñera.

Las narrativas que se cuentan a la audiencia son similares, calcadas del modelo del “sueño americano [estadounidense]”. Un inicio modesto, y un fulgurante ascenso a la cima por la vía del esfuerzo y el talento.

“Yo empecé con mis pollitos. Me acuerdo que cada uno de ellos tenía un nombre: los Alacalufe, Amorosa, la Grande. Los cuidaba como si fueran mis hijos. Después se convirtieron en gallinero, fui comerciante ambulante, tocaba los timbres de las casas y vendía los huevos”, contaba Errázuriz en la franja presidencial de 1989. Luego mostraba cómo su ejemplo podía ser seguido por cualquiera que se lo propusiera. “Deseo abrir para ustedes, para ti muchacho, para usted, señora o señor, ese porvenir que ustedes también buscan. Bueno, yo lo alcancé. El camino ya lo recorrí. La senda ya la transité. Hoy quiero mostrarles ese camino para que ustedes, si ustedes lo desean, lo conquisten también”, prometía el empresario-candidato a sus votantes.

Un camino que, claro, para Francisco Javier Errázuriz Talavera, hijo de un senador, descendiente directo de un presidente de la República e hijo de la prima del propio Fontaine Talavera, no es el mismo que para cualquier hijo de vecino. Pero, en el discurso de la élite frente al espejo, ese camino puede hacerlo cualquiera que lo desee, siempre que tenga el talento y el esfuerzo necesarios.

También Sebastián Piñera suele describirse como “el hijo de un empleado público”, sin especificar que ese empleado fue embajador en Bélgica y ante las Naciones Unidas, y repetir que se considera “un hombre de clase media”, aun cuando aparece en la revista Forbes como uno de los billonarios chilenos.


Los espejos predilectos

Esta autopercepción no se circunscribe a la política. El empresariado construye en torno a sí mismo una industria de defensa de la riqueza, formada por un ejército intelectual que protege su “fórmula política”. Los soldados son autoridades de gobierno que, a través de una puerta giratoria, transitan entre el Estado y directorios de los grandes grupos económicos, y viceversa; fiscalizadores que se convierten en fiscalizados; intelectuales a cargo de “centros de estudio” financiados por el poder económico; profesionales del lobby y de las relaciones públicas a cargo de difundir una versión oficial, etcétera.

Un caso emblemático es el Instituto Libertad y Desarrollo (LyD), un supuesto think tank de abrumadora presencia en los debates legislativos y los medios de comunicación. Aunque se presenta como un centro de pensamiento, LyD es una aceitada maquinaria de lobby político, al servicio de las empresas que lo financian de manera reservada. Algunas investigaciones judiciales y periodísticas han levantado ese velo, permitiendo saber que LyD ha recibido dinero del grupo Penta, SQM y BAT Chile. En todos los casos hay conflictos de interés evidentes.

Por dar solo un ejemplo: BAT Chile, que domina el 94% del mercado del tabaco en Chile, entrega dinero a LyD (al menos $ 5.504.406 en 2013, según investigación de Ciper), además de $ 6.500.000 a una empresa de la Universidad del Desarrollo (UDD), vinculada a fundadores y consejeros de LyD. Por largos años, el exministro de la dictadura Carlos Cáceres ejerció simultáneamente como presidente del directorio de BAT Chile y del consejo de LyD.

Pues bien, LyD fue parte fundamental del lobby contra el proyecto de ley que restringía el consumo de tabaco, mediante informes “técnicos” de su coordinación de estudios jurídicos, que aseveraban que la prohibición de fumar en espacios públicos cerrados y restoranes constituía “un disfraz para atentar contra la libertad” y significaba la imposición de “un estado policial”.

Lo mismo ocurrió con SQM: mientras LyD recibía en secreto dinero de la empresa de Julio Ponce, en público respaldaba una controvertida licitación del litio adjudicada a SQM, que terminó siendo anulada por vicios legales.

La economista Cecilia Cifuentes, exinvestigadora de LyD, resumió bien la naturaleza de este centro al argumentar por qué no debía transparentar a sus donantes. “¿Desde cuándo las empresas tienen la obligación de publicar a quienes venden sus servicios?”, se preguntó, sincerando que el supuesto centro de pensamiento es en verdad una empresa que vende eficientes servicios de lobby y relaciones públicas a sus clientes.

En los últimos años, un rol similar en el debate público ha cumplido la Fundación Para el Progreso (FPP), financiada por el empresario Nicolás Ibáñez bajo la defensa de supuestos valores “libertarios”.

Los directores y profesionales de LyD y la FPP utilizan su privilegiado espacio en los medios de comunicación para difundir la “formula política” de una élite meritocrática, producto de la competencia en el libre mercado.

La consejera de LyD Lucía Santa Cruz, hija de un exembajador, madre de un exministro y amiga de la realeza británica, dice sin embargo que “no se pertenece a la élite por una cuestión de clase sino por el ascenso en la sociedad por razones económicas. Al adoptar Chile una economía de mercado impera una lógica distinta en la cual quienes tienen éxito en los negocios por satisfacer mejor las necesidades de los consumidores reciben la recompensa de la riqueza monetaria”. El presidente del Consejo Asesor de LyD Luis Larraín agrega que “en Chile hay una alta movilidad social”.

Esta “fórmula política” de la élite ha sido bien articulada por el empresario y columnista César Barros, quien argumenta, en sus habituales columnas de opinión, que Chile es “un país de emprendedores”, cuyos imperios económicos se construyeron a “puro esfuerzo, riesgo y habilidad”.

Barros pone como ejemplos de esa construcción al dueño de Agrosuper, Gonzalo Vial, de quien cuenta que (a lo Fra Fra), “partió vendiendo huevos en forma casi artesanal”, hasta construir su imperio de productos ganaderos. De los dueños de Corpesca y Copec, los Angelini dice que “llegaron a Chile sin ni uno”. Y cosa parecida dice de los Luksic, la familia más millonaria de Chile gracias a su dominio en ámbitos como la minería y la banca.


La rebelión de los espejos

Pero en la última década esa fábula, ese mito fundante, esa fórmula política, se vuelve cada vez más difícil de defender. Y se desencadena el drama.

Es cierto que la mayoría de las fortunas chilenas son relativamente recientes. Salvo los Matte, la mayoría de los imperios económicos tradicionales de Chile, como los Edwards, perdieron peso en la serie de convulsiones causadas por la reforma agraria con Frei, las nacionalizaciones con Allende, y la crisis de 1982 con Pinochet, que desarmó a los primeros grupos nacidos con los Chicago Boys.

Es a partir del segundo tiempo del neoliberalismo, desde 1985, con las privatizaciones de los últimos años de la Dictadura, que los actuales grupos comienzan a dominar. Pero aunque muchos de ellos sean de primera o segunda generación, es muy difícil defender que hayan crecido a “puro esfuerzo, riesgo y habilidad”, como asegura Barros, o que el secreto de su ascenso sea “satisfacer mejor las necesidades de los consumidores”.

En 2016, un estudio del Peterson Institute for International Economics buscó las fuentes de la fortuna de los superricos de cada país. Según sus datos, el 30,4% de ellos, a nivel mundial, eran herederos. En América Latina, esa cifra se eleva a 49,1%. Y en Chile, son el 66,7%, más del doble del promedio mundial.

Entre quienes Peterson describe como millonarios que han construido sus propias fortunas, los datos también son llamativos. En el mundo, el 11,3% del total de superricos basan sus fortunas en “conexiones políticas y relación con recursos naturales”. En América Latina son 8,8%. En Chile, el doble: 16,7%.

Finalmente, los “fundadores de empresas”, la categoría que más se asocia al paradigma de un self-made man, son el 27,7% de los billonarios del mundo. En América Latina, son el 19,3%. Pero en Chile ese segmento apenas llega al 8,3%.

Muchos más herederos, muchas más fortunas basadas en las conexiones políticas y las rentas de recursos naturales, y mucho menos en fundar empresas nuevas. El panorama no puede ser más opuesto al que pinta la élite cuando se anima al autorretrato. Es un mundo al revés, una imagen dada vuelta que más bien nos recuerda a otro cuento infantil, el de Alicia en el País de las Maravillas.

Por cierto, no es difícil poner caras e historias a los números que presenta Peterson. Pensemos en Vial, el que, según Barrios “partió vendiendo huevos en forma casi artesanal”. Pero omite que su empresa, Agrosuper, formó un cartel que causó daños en torno a los US$ 1.500 millones a los consumidores. En un país que se tomara la libre competencia en serio, como Estados Unidos, Vial y sus ejecutivos habrían tenido que dar muy buenas explicaciones para evitar ir a la cárcel. En Chile, en cambio, Vial pudo añadir el insulto a la herida, diciendo que los fiscalizadores que lo atraparon son “gente a la que le falta calle. Si nunca han producido nada ni le han dado trabajo a nadie”.

De los Angelini, Barros dice que “llegaron a Chile sin ni uno”. Eso es verdad. Pero también lo es que con sus inversiones políticas (dieron plata desde la campaña del NO, en 1988), pusieron al Estado a trabajar para sus intereses, con leyes a la medida, regulaciones favorables, fiscalizadores serviciales y coimas a parlamentarios. Las leyes pesqueras de 1991, 2001 y 2012 fueron negocios fabulosos para los Angelini, que lograron que el Estado de Chile regalara a las grandes pesqueras cuotas anuales estimadas en 743 millones de dólares, de manera indefinida en la práctica.

Y podemos seguir con la compra del Banco de Chile por los Luksic, gracias a un crédito de 120 millones de dólares del BancoEstado, autorizado por su entonces presidente Jaime Estévez. El político socialista luego pasó a ser director del banco de los Luksic, donde ha recibido al menos $ 354 millones en dietas y remuneraciones.

O con el más grosero de todos: el imperio de Julio Ponce, construido sobre la privatización de Soquimich por parte de la dictadura de su entonces suegro, y ampliado sobre la base de generosas entregas de plata irregular a políticos de izquierda, centro y derecha.

Estas fortunas no crecieron por un milagro de generación espontánea; fueron abonadas por un terreno fértil de impuestos negociados con el empresariado, subsidios a las plantaciones forestales de los grandes grupos, leyes antimonopolios inoperantes y completa impunidad para los delitos de cuello y corbata.

Y ese entorno no es casual: fue diseñado y negociado por los propios incumbentes, mediante la cooptación de amplias áreas de la política, el Estado y la sociedad. No es casualidad que los mayores grupos económicos, sin excepción, hayan financiado, por medios legales, ilegales o ambos a la vez, a los políticos chilenos.

Tan lejos ha estado buena parte del gran empresariado de los principios de la libre competencia, y tan seguros vivían de su impunidad, que reconocían públicamente que se coludían, como una estrategia de negocios inteligente. Eso decía el empresario Ramón Covarrubias, dueño de Don Pollo, antes de detectarse el cartel de los pollos. “Para qué pelear con Súper Pollo, mejor es convivir. Como se dice: si tiene un enemigo muy poderoso, mejor únase a él. En los pollos pretendemos mantener el mercado que hemos conquistado y crecer junto con el país. Con Ariztía y Agrosuper tenemos una asociación gremial muy fuerte, a través de la cual hemos logrado acuerdos con respecto a lo que le corresponde a cada uno en el mercado. No nos vamos a quemar por un 1% más”.

Una confesión publicada en 2007 en la Revista del Campo de El Mercurio, no como un escándalo, sino como una noticia económica más. Se titulaba “Don Pollo ahora engordará cerdos”.

Esa grosera impunidad se rompió a partir de la serie de escándalos gatillados por la colusión de las farmacias (2008), el caso La Polar (2011), el caso Penta (2014), el cartel del papel (2015), Los escándalos de pagos ilegales a políticos (2015) y el cartel de los pollos (2016), entre muchos otros.

La confianza de la opinión pública en el empresariado se derrumbó, y se desató lo que el sociólogo Eugenio Tironi bautizó como “La rebelión de los mayordomos”. “Son los hombrecitos, como los llamaba José Donoso en Casa de campo, de los cuales siempre dispone la aristocracia. Esa relación entre la lealtad que ofrece el hombrecito y la recompensa, que es el reconocimiento que ofrece el patrón, fundó buena parte de nuestras relaciones sociales”, dice Tironi. “Pero ahora esa relación se ha quebrado. Los fiscales no obedecen a los gobiernos ni a los patrones políticos, y vemos que las secretarias, los contadores, los pequeños gerentes, también se rebelan”.

Así fue que se destapó el caso Penta. Una abogada penquista se rebeló ante la instrucción de su jefatura en el Servicio de Impuestos Internos (SII) de enterrar un caso de fraude al FUT. Envió los antecedentes a un fiscal curicano, Carlos Gajardo, que empujó la investigación, pese a la oposición cada vez más rotunda de sus superiores y del gobierno de la época. Y contó con la colaboración del “hombrecito” de Penta, el director Hugo Bravo, y el contador Marcos Castro.

Cuando la opinión pública conoció los antecedentes, y los floridos correos en que políticos suplicaban dinero a Penta, el escándalo fue imparable. Poder político y económico se coludieron para evitar que los responsables pagaran con cárcel, pero el efecto sobre el prestigio de la élite no podía ser detenido.

En palabras del investigador Manuel Canales, los profesionales de esta nueva clase media emancipada “hablan la lengua del amo, la lengua de la ciencia y el poder. Quizás esa educación no les cumplió su promesa, pero sí les quitó el yugo: dejaron para siempre de ser inquilinos”.

El espejo estaba roto. Venían siete años de mala suerte.


La mala suerte

Y es en este periodo, de desorientación, pesimismo y lamentaciones, que esta investigación encuentra a la élite empresarial chilena. Su mito fundante está cuestionado, su fórmula política ya no es efectiva, y se debaten entre la necesidad de cambiar para sobrevivir, y el instinto defensivo de encerrarse aún más frente a un entorno que perciben injusto y amenazante.

Hace justo siete años, el presidente de la Confederación de Producción y Comercio (CPC), Alberto Salas, se oponía así al proceso constituyente que impulsaba la entonces presidenta Bachelet: “Sumar ahora la tremenda incertidumbre de una reforma constitucional causa gran inquietud en los actores económicos, con lo que podría verse aún más afectada la inversión, por la paralización o retraso en la concreción de proyectos, por la falta de certeza que se abre en variados ámbitos con un anuncio como este”.

Siete años después, la incertidumbre sigue allí, en un proceso continuo de bloqueo de reformas desde el poder económico, seguido por reacciones ciudadanas que profundizan las demandas, que a su vez son bloqueadas, provocando demandas más radicales, etcétera.

Es difícil encontrar racionalidad en este bloqueo permanente (cuántos empresarios no suspiran hoy por reformas como las que bloquearon a Bachelet). En las siguientes páginas, veremos cómo el miedo y la paranoia siguen estando presentes. “Si a mí me hablan de cambio de la Constitución, yo me ‘cago de miedo’ porque así me lo dice la historia, y lo digo de verdad, me produce pavor solo pensarlo”, dice una directiva de la SOFOFA. “En Chile y en todos los países hay un carro manejado por la izquierda. Estamos ciegos al no ver que hay toda una maquinación detrás: ¡cómo no vamos a ver a Chávez, a Maduro y a todos los otros, que ya pasaron por lo que nosotros estamos empezando a pasar!”, señala un directivo de la SNA.

Es un eterno regreso a la trinchera, donde “la relativa flexibilidad mostrada por algunos sectores de la élite empresarial, que había propiciado una revisión del discurso negacionista del proceso constituyente, para facilitar posiciones más comprensivas hacia el cambio constitucional, puede haber sufrido una involución ante los problemas surgidos en el interior de la Convención Constitucional y el relato mediático de los mismos como excesos de radicalidad y desacuerdo”.

¿Cuál es el espejo en que se mira hoy la élite empresarial chilena?

¿Qué imagen le devuelve ese reflejo?

Y, ¿cómo reacciona ante esa constatación?

Las respuestas a esas preguntas están en las próximas páginas. Y ellas son indispensables para entender los caminos que se abren para nuestro país tras los resultados del plebiscito constitucional del plebiscito del 4 de septiembre de 2022.



* Publicado por Tercera Dosis, 15.01.23. El texto corresponde al Prólogo del libro ¿Son o se hacen?: Las élites empresariales chilenas ante el cuestionamiento ciudadano, editado por Alejandro Pelfini, UAH Ediciones.

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