Voto voluntario: ¿De dónde surge la propuesta? ¿A quién le sirve?




Hace 17 años comenzó a discutirse en Chile sobre una cuestión que, se nos decía con insistencia, tenía que ver con nuestros derechos y libertades: el voto voluntario. Finalmente, en enero de 2012 se promulgó la ley de inscripción automática y voto voluntario. Esto dio lugar a que en las sucesivas elecciones ganaran... quienes no votan.

El que el abstencionismo se transformara en el grupo político mayoritario del país, por supuesto que llamó la atención de nuestros políticos. Quienes en la semana posterior a cada elección, se mostraban preocupadísimos... para después, curiosamente, no hacer nada.

Una vez reinstaurada la democracia en 1990, comenzó la larga decadencia de los partidos políticos que terminó de reventar en octubre de 2019.  En un inesperado legado del desastroso segundo gobierno de Piñera, al calor de las movilizaciones se ofrecieron dos votaciones sucesivas y cruciales. Primero, en octubre de 2020 se sufragó para aprobar o rechazar una nueva Constitución y qué tipo de asamblea la escribiría. Luego, en mayo de 2021 se eligieron las y los constituyentes.

En ambas elecciones, ¿las más relevantes para los próximos 20, 30, 50 años del país?, la abstención volvió a ganar. En la primera votó aproximadamente la mitad del padrón electoral y en la segunda quienes se abstuvieron... ¡fueron casi un 57%!

No había que ser un avezado analista político para predecir en 2004 la debacle de nuestro sistema de partidos. Bastaba conocer a nuestra élite política y económica.


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Cuando se escucha que se propone darle legalmente al voto un carácter voluntario y se lo fundamenta en un afán de mayor democratización o de ahondar las libertades, surgen ciertas dudas de orden teórico y práctico.

Primero, no se puede dejar de recordar la vieja sublimación que el liberalismo del siglo XIX hacía de la libertad individual: si cada cual hace lo que le venga en gana, el bien social se logrará por sí solo. De ahí que no tenía sentido el tema de la responsabilidad hacia los demás, ni de por medio de qué mecanismos se tenía que llevar a efecto. Lo extraño es que hoy, cuando la teoría liberal del orden egoísta espontáneo ha demostrado su falsedad en los hechos, se siga recurriendo a la limitación de responsabilidades.

En segundo lugar, habría que situar la propuesta dentro del marco de la teoría política. Si el Estado de una república es la reunión de los ciudadanos por y en un pacto, la voluntariedad del voto implicará el peligro (cierto en Chile) de que el Estado se quede sin ciudadanos y se termine el pacto por la inexistencia de pactados o por la abierta ilegitimidad de un pacto minoritario. A su vez, se daría una paradoja: las y los chilenos que no votan serían sólo habitantes y con un estatus jurídico de extranjeros (¡quienes sí pueden sufragar si viven más de cinco años en Chile y no hayan sido condenados a pena aflictiva!). De esa forma, el concepto "chileno" ya no sería uno de tipo jurídico, sino un mero gentilicio.

En tercer lugar, en cuanto a lo práctico (ignorando para no alargarnos que se podría proponer también la renuncia al derecho de expresión, de reunión o de libre circulación), cabe preguntarse a quién le conviene un Estado sin ciudadanos. El primer grupo sería la llamada clase política, la cual ya hoy tiene un porcentaje de recambio bastante bajo, pero que así llegaría a convertirse definitivamente en una casta política. Con la consecuente corrupción por falta de fiscalización y compromisos con grupos particulares, principalmente los grandes agentes económicos. Estos últimos son los otros que verían felices un Estado sin ciudadanos: ya no tendrían que recurrir a lobby, a costosas campañas de relaciones públicas o coimas para lograr que el Estado proteja sus intereses.

Por lo antes expuesto, pareciera que la propuesta sensata es la contraria: la obligatoriedad del voto. No sólo por una cuestión ideológica de la importancia de la responsabilidad social del cuerpo político que busca el bienestar y el desarrollo mental y físico integral de todos sus miembros. También por aspectos prácticos: se necesita que el Estado democrático funcione y no sólo que se le paguen impuestos para ello. Se supone que es el gobierno de los ciudadanos y que los derechos suponen obligaciones o al menos las mínimas para que el sistema se sostenga para, a su vez, sostenerlos.

¿Cómo puede alguien pedir un subsidio habitacional, atenderse en la red pública de salud, solicitar ayuda y protección de Carabineros o acudir a los tribunales por justicia y no cooperar a que el Estado funcione o cooperar para que funcione para quienes requieren esas prestaciones? ¿Es coherente pretender ser tan democráticos y libertarios, que se facilite la crisis de la democracia y que los ciudadanos renuncien a los derechos y por tanto a su libertad (posible sólo dentro del sistema político)?

Finalmente, cuando sectores liberales insisten que en esta época de triunfo de dicha ideología toma importancia la actividad económica en su forma capitalista de mercado, en desmedro de la política, se entiende que expresen que no hacen falta estadistas. De ahí que tampoco hagan falta ciudadanos, sino sólo mano de obra barata entregada a intereses particulares que son convertidos en leyes.



* Columna originalmente publicada en El Mostrador, 05.06.04.

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