Dejamos un texto de Thomas Halliday, paleobiólogo británico, en el cual se refiere a un asunto inexorable para cualquier ciencia: "vemos los acontecimientos con una actitud humana". En el caso occidental moderno, esa singular forma de concebir y describir el mundo no puede separarse de la cultura y época en la cual se la desarrolla en lo teórico y en la práctica. Como toda invención humana, no podría ser de otra manera.
Aunque el autor, como buen científico y a pesar de tener una visión amplia, por deformación académica termina hablando de una "terminología biológica neutra". Ese supuesto o deber de neutralidad es una idea que la cultura occidental moderna esbozó acerca de la ciencia que se desarrolló en su seno. O sea, una cuestión culturalmente particular por mucho que hoy esa ciencia particular haya sido universalizada.
Lo cual nos hace entrar de nuevo en el círculo eterno por el cual "vemos los acontecimientos con una actitud humana". Como toda invención humana, no podría ser de otra manera.
A veces uno se encuentra con científicos que se refieren a la ciencia como una idea-actividad tan singular que sería del todo indepediente de quienes la operacionalizan y del lugar donde ello ocurre. De ahí la manida afirmación de que lo bueno de la ciencia es que funciona, creas en ella o no. Sin embargo, tal como el árbol que cae en un bosque sin que nadie lo vea o escuche, la ciencia sin humanos y sin contexto se transforma en ese árbol: puede seguir existiendo como idea... pero da lo mismo que caiga hoy o en miles de años más, porque no hay humanos que la piensen o la practiquen para que funcione.
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Thomas Halliday
Los grandes ríos de África desembocan en el Atlántico y, en épocas de gran afluencia, los árboles ―poblados a menudo por criaturas: insectos, pájaros y mamíferos― y otras plantas son arrastrados desde sus orillas erosionadas. A veces, bancos enteros de vegetación son arrancados en su totalidad, o las plantas acuáticas de agregan de forma natural, manteniéndose juntas en una balsa que es arrastrada hacia el mar.
La distancia que en aquella época [Oligoceno: 32 millones de años atrás] había que salvar entre África y América del Sur era considerablemente menor que hoy, de unos dos tercios de la anchura del Atlántico moderno, pero sigue siendo enorme cuando se depende del agua potable suministrada por la lluvia o acumulada en las hojas.
Esta ruta es bastante común; varias especies muy extrañas con distribuciones en África y en América del Sur son demasiado jóvenes para haber estado simplemente presentes en ambos continentes cuando estos se separaron hace unos ciento cuarenta millones de años.
La dispersión a larga distancia puede ser rara, pero en el mundo se producen tantos intentos que solo hace falta que uno de ellos tenga éxito. Y es extraordinario que muchos de ellos parecen haberlo tenido.
Más tarde, las gramíneas saldrán de América del Sur y se establecerán en todo el mundo. Tienen unas características que las convierten en unas dispersoras excepcionales: sus semillas son pequeñas y se propagan fácilmente con el viento, o son transportadas dentro de los animales. Las gramíneas llegan pronto a la edad reproductiva, sus feculentas semillas contienen mucha energía para el embrión en desarrollo; además, son capaces de sobrevivir a la quema, la congelación y la presencia casi continua de los herbívoros. Se propagan con facilidad a grandes distancias, son difíciles eliminar una vez establecidas y pueden modificar el entorno en su beneficio, por lo que se cuentan entra las colonizadoras más eficaces y los grupos de especies con más éxito del planeta.
Cuando oímos historias de dispersión a muy largas distancias, enseguida vemos los acontecimientos con una actitud humana, por lo que merece la pena dedicar un momento a abordar esta cuestión. Existe la tentación de considerar a los roedores y a los monos antes mencionados como unos aventureros esperanzados y enmarcados en un relato de espíritu colonizador y supervivencia contra viento y marea en una tierra desconocida e inhóspita, una idea inapropiada que debe mucho a la era del colonialismo. Cuando un animal o una planta de una parte del mundo aparece en otra, algunos podrían describir esto con el lenguaje de la invasión, como un ecosistema autóctono arruinado y menguado por los recién llegados. A menudo se trata de una apelación a la nostalgia, al paisaje conocido durante la infancia, contrastado con el mundo actual, alterado y a veces mermado. Pero lleva implícita la idea de que lo anterior era bueno y lo nuevo malo.
Lo importante para mantener un ecosistema es conservar las funciones, las conexiones entre los organismos que forman un todo completo e interactivo. En realidad, los seres vivos se desplazan, y la noción de especie “autóctona” es inevitablemente arbitraria, a menudo ligada a la identidad nacional. En Gran Bretaña, las plantas y los animales autóctonos se clasifican como aquellos que han habitado el país desde la última edad de hielo. Pero en Estados Unidos, en cambio, son los que han existido allí desde antes de que Colón desembarcara en el Caribe. Estas plantas y animales gozan de una protección legal superior a la que tienen los “exóticos”, pero no es fácil distinguir entre unas especies autóctonas y exóticas, y las plantas foráneas no son necesariamente perjudiciales para la diversidad del lugar. Las ortigas menores, por ejemplo, no se consideran una planta británica nativa, pero su presencia es casi universal, y se han registrado en Gran Bretaña bastante antes del Pleistoceno. La lechuga eunuco, Lactuca serriola, que crece salvaje en toda Eurasia y el norte de África, es el ancestro de la lechuga cultivada hoy y se considera una planta nativa en Alemania, pero en Polonia y la República Checa se la tiene por una “introducción antigua”, y se la ha considerado “invasora” en los Países Bajos.
Así, incluso la terminología biológica neutra, la de la dispersión y la migración, acarrea un incómodo lastre del lenguaje político. Una mirada a tiempos pretéritos deja en evidencia la insensatez de los que quieren conservar un ecosistema cuando comparten metáforas con quienes están en contra de la migración de individuos humanos. No existe un ideal fijo para un entorno, ni una roca en la que poder anclar la nostalgia. La imposición humana de fronteras en el mundo cambia inevitablemente nuestra percepción de lo que “pertenece” a un lugar, pero mirar en el tiempo profundo es no ver más que una lista siempre cambiante de habitantes de un ecosistema u otro. Esto no quiere decir que no existan especies autóctonas, sino que el concepto de “autóctono” que tan fácilmente vinculamos con un lugar también es aplicable al tiempo.
Esto no ha impedido que algunas entidades geográficas actuales extiendan su identidad al pasado, con lo cual la interacción entre la política nacional y la paleontología tiene efectos muy visibles. Los paleontólogos argentinos de principios del siglo XX se opusieron al consenso científico de su época al sugerir, incorrectamente, que los humanos tuvieron su origen en Sudamérica. Esto podía considerarse erróneo, pero formaba parte del intento de rechazar la creencia, centrada en el norte (también errónea), entre paleontólogos de Europa y Norteamérica, de que los continentes del sur eran lugares donde el progreso evolutivo se quedó atrás. Y aún hoy nuestra concepción de la evolución está imbuida de la historia del norte global, donde un estudio más continuado y una mayor concentración de instituciones con más recursos han arrojado un cuadro mucho más completo del registro fósil.
Los fósiles de homínidos, en particular, se han utilizado para influir en las identidades nacionales, incluso en el siglo XXI, como los de los antiguos humanos encontrados en la sierra de Atapuerca [Burgos, España]. En Estados Unidos, la mayoría de los estados tienen, aún hoy un fósil oficial, desde el Tullimonstrum de Illinois, del que hablaremos más adelante, hasta el mamut lanudo de Alaska. Virginia Occidental ha elegido al perezoso terrestre de Jefferson, Megalonyx jeffersonii, que, como tal, forma parte de un orden autóctono de América del Sur, no de América del Norte. Pero su condición de ícono fósil norteamericano se debe a que se ha utilizado como contraejemplo de una idea extendida de una época aún más antigua y deliberadamente impregnada de racismo: que los animales de América en su conjunto, no solo los de América del Sur, habían sufrido cierta degeneración con respecto a los de Europa. Lo que es autóctono de una zona y lo que no lo es depende de la escala que se elija considerar, y vincular especies extinguidas desde hace mucho tiempo, o conceptos ecológicos, con artificios actuales (como las fronteras y las banderas) es un juego en el que hay que ir con cuidado.
Esto es así sobre todo en el caso de las dispersiones transatlánticas del Oligoceno, porque incluyen a nuestros parientes primates más cercanos. Es demasiado fácil interpretar como humanos, aunque sea inconscientemente, los acontecimientos del pasado, y debemos evitar dar nuestro propio giro ahistórico a lo que fue: un viaje, aunque sin duda peligroso e improbable, guiado del todo por el azar.
* Selección del capítulo 4, "Tierra natal", del libro Otros mundos. Viaje por los ecosistemas extintos de la Tierra. Editorial Debate, 2022, Santiago de Chile.
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