Socioeconomía: razón, cultura y subsistencia




“...el hombre es por naturaleza un animal político”
Aristóteles, Política


En Occidente, diversos pensadores han elaborado a través del tiempo múltiples teorías acerca de la humanidad y lo han hecho fundamentándose en lo que para ellos sería la particular “naturaleza” de la especie. Esta les parecía obvia, única e imperecedera o, sencillamente, deseaban fuera real al estimarla positiva por algún motivo. Sin embargo, al tenor de los hechos, aquí se sostiene que la única naturaleza humana es la gregaria. Ella es la simple —o la muy compleja— consecuencia de ser mamíferos. Ahora bien, el rasgo distintivo de ese particular tipo de mamífero que es el homo sapiens yace en su racionalidad. A pesar de poder encontrarse ejemplos o rudimentos de tal facultad en otros animales, los humanos los superan ampliamente en cuanto a pensamiento lógico, aprendizaje y desarrollo del lenguaje simbólico.

Por la capacidad racional, se explica la habilidad de las personas para elegir materializar, de diversas maneras, el impulso a establecerse en comunidades. En otras palabras, a través de la historia, han inventado variadas formas de organizarse para vivir colectivamente. Dadas sus adelantadas facultades racionales, esa vida en común deja de ser una mera tendencia natural y pasa a ser una construcción consciente de un contexto sociocultural para procurarse subsistencia, afecto, protección, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad y libertad (Max-Neef, Elizalde y Hopenhayn, 1986). Se podría decir que los primeros homo sapiens convirtieron la sabana africana en su hogar y, así, dejó de ser el espacio donde corrían el riesgo de ser simples presas.

Esa construcción consciente de un contexto sociocultural comprende, obvia y primariamente, la subsistencia; un ser vivo requiere sostenerse y un grupo multiplicarse. Mas, incluye el resto de necesidades antes nombradas y, asimismo, sus diversos satisfactores; ambos comprendidos y desarrollados según las específicas condiciones histórico-culturales de cada comunidad. La construcción consciente de un contexto sociocultural, que es el sello de la condición humana, no se acaba en la simple supervivencia. Los actos que la procuran, como la caza-recolección por ejemplo, han estado culturizados en todas las sociedades. La especie no sacia su hambre primero y solo luego desarrolla su humanidad. La urgencia por sobrevivir no implica aceptar que, como ingenuamente sostienen los neoliberales, la utilitaria sea la naturaleza del homo sapiens [1].

Procurarse el sustento a fin de evitar la muerte es, en el caso del género humano, una mera plataforma para el desenvolvimiento de múltiples capacidades personales, pero, por sobre todo, colectivas y de carácter sociocultural. La racionalidad es un comienzo y uno que, precisamente, permite desligarse de diversos determinismos. Es posible elegir alterar una forma de vida y guiar la existencia hacia los fines —y por los medios— estimados como convenientes. Al contrario de los otros animales determinados totalmente o en gran medida por su instinto, los humanos no tienen porqué limitarse por generaciones a ser simples espectadores de un orden natural sociopolítico o socioeconómico. Menos cuando se trata de un sistema injusto y opresivo. Ello, pues su especificidad como especie yace en su capacidad racional para crear formas de vida y hacerlas variar.

En un momento muy reciente de la historia, un modo particular de organizar las sociedades llegó a convertirse en dominante: la tradición conocida como Modernidad. El problema de esa civilización y del resto de las naciones modernizadas es que desarrollaron y adoptaron, respectivamente, un sistema socioeconómico depredador, excluyente y en el que los débiles quedan a merced de los más fuertes: el sistema de mercado autorregulado. La “ley de la selva” y la barbarie pueden parecer algo refinado cuando se describen y legitiman con argumentos académicos, técnicos, con matemáticas y gráficos. Ese ha sido el rol ideológico de la “ciencia económica”.

No obstante, al final dicha tradición anglosajona-reformada, en su radical versión neoclásica, es hoy un obstáculo para la vida de la inmensa mayoría de los habitantes de la Tierra. Es una traba para que puedan obtener no solo lo mínimo para permitirles sobrevivir, sino también para cubrir el resto de sus necesidades. Que no llamen a engaño las luces de unas pocas vitrinas o el dinamismo del sistema. Ambos son únicamente pueriles evidencias que los satisfechos utilizan para respaldar el supuesto “éxito” y “eficiencia” del capitalismo de mercado. En realidad, para la mayoría de la población del planeta, las luces son un espejismo y el dinamismo mera anarquía que los arrolla o los deja al lado del camino.

A ese escenario, se suma que el nivel de vida disfrutado por unos pocos privilegiados se sostiene sobre el nivel de vida y la dignidad de muchísimos otros. El sistema de mercado facilita a una ínfima minoría cubrir sus necesidades de forma tal que tendrían que vivir varias vidas para poder consumir totalmente los medios de satisfacción que se les ha permitido acumular. Unos pocos viven de modo impúdico a costa de millones. Mientras tanto, estos hombres, mujeres y niños deben ocupar gran parte de su tiempo en laborar —si es que tienen un trabajo remunerado— y hacerlo sin contar con la recompensa no solo debida, sino que ni siquiera con la mínimamente necesaria para sostenerse en buenas condiciones y con dignidad. Aunque sea una situación urgente, la imposibilidad de esas personas de cubrir sus necesidades no es un tema en realidad relevante para el sistema de mercado.

Una forma de evitar o sobrellevar un malestar o un dolor es adaptarse a ellos. En tal caso, por así decirlo, las personas asumen la dolencia para intentar continuar existiendo con una falsa normalidad. Aun así, el cuerpo sigue sufriendo, no cumpliendo sus funciones a cabalidad o correctamente. El dolor o el malestar no son en verdad curados y, al pasar a formar parte de la cotidianidad, terminan condicionando los actos. Se asume una situación anormal y solucionable como si fuera normal y sin solución. Justamente, esa compensación o adaptación funcional puede compararse al actual estoicismo ante el capitalismo de mercado autorregulado. A pesar de ser un hecho que la capacidad de adaptación es una cuestión básica para la satisfacción de las necesidades, no puede aplicarse como un absoluto en el caso de un sistema sociocultural. Los humanos deben tener claro que no están determinados a llevar su existencia como si la “sociedad de mercado” fuera una situación natural, imposible de cambiar e, incluso, correcta y beneficiosa. No pueden acostumbrarse a vivir acomodándose a un contexto que les infringe males o compensándolo con satisfactores que son placebos o los alienan. Esa adaptación, al final, es profundamente desadaptativa.

Esa situación es inconveniente e inaceptable. No se puede mantener a una mayoría en una condición que la propia minoría privilegiada no querría padecer. Condiciones que, en realidad, nadie desearía para sí. Esas graves circunstancias no responden a un inexorable orden natural. Tampoco es un orden humano de un carácter tal que sea imposible de alterar, pues no ha existido ni existe un tipo de sociedad inamovible. Es más, se puede tener la seguridad de que no existirá nunca. Lo único seguro es que el devenir de los pueblos se detendrá solo con la extinción de la especie.

La economía neoliberal y la “sociedad de mercado”, construida en función de ella, deben ser revisadas y transformadas o reemplazadas. Es del todo posible llevarlo a cabo. La historia muestra numerosas formas de organización que, de hecho, se han podido trasformar. Se debe tener conciencia de cómo es la “sociedad de mercado” actual y tomar las medidas racionales (en sentido greco-medieval) para curarla del mal que la aqueja. El que, en realidad, aqueja a todos sus miembros [2]. Si los sistemas socioculturales llegan a convertirse en desadaptativos y no cumplen con procurar el buen vivir colectivo, es obvio que se requiere cambiarlos. La propia condición humana racional, la cual libera de un determinismo instintivo absoluto, debe empujar a remediar la situación.

No tiene sentido vivir colectivamente si no se satisfacen las necesidades. No tiene sentido un tipo de organización productivo-comercial que ni siquiera otorga lo necesario para vivir. ¿Qué lógica tiene constituirse en comunidad para sufrir o hacer sufrir a otros? El objetivo común debe ser ocuparse activamente para eliminar el sufrimiento innecesario. Y, a la fecha, procurar resguardar la naturaleza para mantener la vida en la Tierra... ¡A ese extremo se ha llegado!

Avanzar hacia un nuevo tipo de comunidad igualitaria-participativa que deje atrás el fallido modelo democrático liberal-burgués occidental moderno, no es una mera opción ideológica. Hoy es una necesidad. Las formas de convivir deben ser fruto del consenso y esfuerzo colectivo y no el resultado de la arbitraria voluntad de una élite iluminada —política, intelectual, burocrática o empresarial—, la cual termina decidiendo por el resto… ¡y, además, en beneficio propio! Una comunidad en la que la desigualdad de oportunidades y de riqueza/propiedad sea reemplazada por la coexistencia de diferentes funciones sociales recompensadas o reconocidas según su real contribución al bienestar general. Una en la que, además, el individualismo y el egoísmo den paso a acciones individuales o colectivas, creativas, activas, dirigidas por la fraternidad y a fin de conseguir directamente —no por medio del falaz e indirecto “chorreo”— el bien común. Se requiere, asimismo, de una comunidad que sea el regazo en el cual cada miembro pueda satisfacer sus necesidades y no una traba al desarrollo personal, una estructura de coerción o el escondite perfecto para los mediocres.

En fin, es evidente lo imperioso de construir una nueva comunidad igualitaria-participativa donde la persona y la colectividad, la igualdad y la libertad puedan alcanzar una síntesis superior. Una comunidad, fruto de la persecución reflexiva y consciente de un sistema sociocultural que busque un progreso integral y general. Para ello, se debe partir de un cimiento evidente: el mejor de los mundos posibles es aquel por construir. Porque nada es tan perfecto para no poder serlo más. Porque si se pierde el sentido crítico y se cae en el conformismo, existe el peligro cierto de perder el camino hacia la felicidad y el bienestar mayoritario. Ese proyecto común, pero a la vez de cada cual (y viceversa), lo describe muy bien el escritor ruso Boris Pasternak (1967), por medio de El doctor Jivago:
Tengo para mí que el socialismo es un mar en el cual deben de confluir como ríos todas esas revoluciones individuales, el mar de la vida, digo, de esa vida que se puede ver en los cuadros, de la vida como la intuye un genio, creadoramente enriquecida (Pasternak, 1967: 174).
Los homo sapiens acumulan, a la fecha, a lo menos 200 mil años de historia, con innumerables errores y aciertos. Toda esa experiencia debe ser útil para evitar repetir lo negativo y profundizar lo fructífero. Por una parte, es necesario evitar caer en voluntarismos sin conexión con la realidad sociocultural y material. Por otra, la buena voluntad, la educación y la toma de conciencia, deben ser apoyadas con el desarrollo de un contexto de ideas y de una ética adecuadas para alcanzar y mantener la nueva situación (que se sabe también será temporal). La bondad, a pesar de ser bella y poderosa, no basta por sí sola sin instituciones socioculturales que le den sustento y la posibiliten en la realidad [3]. Y, por supuesto, son necesarias ciertas condiciones materiales. Hay que tener sensatez y asumir el contexto para emprender el infinito camino hacia el ideal. Sin embargo, esa consideración del contexto no puede significar quedar empantanados en el inmovilismo, pesimismo y mediocridad del pragmatismo tecnocrático neoliberal. Tal vez se pueda en vida llegar a ser testigos de un gran cambio. De la construcción de una nueva comunidad y, como escribió Pasternak, del hecho de que las personas hayan “decidido no experimentarla en los libros, sino en sí mismos; no en la abstracción, sino en la práctica”. En gran parte, eso depende de cada cual, de cómo decidan las personas vivir sus vidas. Pero, igualmente, depende de que se puedan aunar voluntades para hacer confluir esos ríos que son las “revoluciones individuales” en ese “mar de la vida” del cual nos habla el escritor ruso. Ello, al menos, por un período de tiempo, pues, como ya se dijo, la historia no terminará con alguna etapa histórico-cultural, sino con la extinción humana.


NOTAS:

[1] Tanto por la imposibilidad de ser testigos de ese momento original de la especie, como por la complejidad manifiesta de los fenómenos humanos, difícilmente se pueden asumir las hipótesis idealistas o materialistas occidentales modernas en cuanto a que alguna de ellas fue la original, esencial o es en sí la más relevante.

[2] Son obvias las grandes diferencias existentes, según el grupo socioeconómico de pertenencia. Pero, en el fondo, ni los súper ricos pueden seguir escapando por siempre de ciertas condiciones; por ejemplo, considérense los diversos tipos de violencia o el cambio climático global.

[3] Ese placebo sociopolítico que es el coaching, esa especie de espiritualidad neoliberal, asume en su individualismo la importancia del cambio interno, más allá de las condiciones externas o de la sociedad. Si bien nadie podría dudar de lo relevante que es el desarrollo personal, desde las disciplinas socioculturales, se sabe que es una ingenuidad cuando no un engaño predicar que todo está en ti, ignorando las condiciones o estructuras de las sociedades.



* Este texto corresponde al "Epílogo" del libro Oikonomía. Economía  Moderna. Economías, ONG Werquehue, Santiago, 2020.

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