La derecha le teme al combate contra la mentira




La experiencia comparada es tan abundante en leyes, regulaciones y códigos de buenas prácticas contra las mentiras en redes sociales, que deja en total ridículo a los críticos locales de la comisión ministerial contra la desinformación.


Yasna Lewin


"Debemos evolucionar nuestro sistema legal para proteger la vida democrática de las noticias falsas". No es una declaración de la ministra secretaria general de Gobierno, Camila Vallejo, quien impulsó una comisión asesora gubernamental para combatir la desinformación; sino una frase del Presidente de Francia, Emmanuel Macron, quien promulgó, a fines de 2018, dos leyes contra las mentiras en plataformas digitales, para así evitar la divulgación de falsedades durante los períodos de campaña electoral.

El líder centroderechista francés solo seguía los pasos de Alemania, cuyo gobierno conservador promulgó en junio de 2017 una ley contra publicaciones de odio e información falsa, imponiendo reglas para la investigación y eliminación de contenido ilegal en las plataformas digitales.

A la luz de estas y otras experiencias sorprenden las alarmas que se levantaron en la derecha chilena, e incluso entre algunos analistas de centroizquierda, ante la creación de una “Comisión Asesora Contra la Desinformación”. El argumento del recelo es una supuesta preocupación por la libertad de expresión, que más bien revela un provinciano desconocimiento de las regulaciones internacionales de protección de la democracia frente a una amenaza que ha demostrado su poder para alterar elecciones o, simplemente, para nutrir las bases de datos personales de la industria publicitaria.

La alharaca llegó al extremo de motivar un requerimiento de la UDI ante el Tribunal Constitucional, mientras en RN el jefe de bancada de diputados, Frank Sauerbaum, aseguró que “esto tiene un olorcillo a Venezuela, a chavismo, y nosotros creemos que hay que ser muy cuidadosos con la libertad de las personas”. Mal olfato tiene el diputado RN por no mirar la legislación internacional ni informarse acerca de experiencias comparadas.

La experiencia comparada es tan abundante que deja en total ridículo las aprensiones locales contra la iniciativa de generar políticas públicas frente a la desinformación.

¿Huele a chavismo la Comisión Europea? El órgano impulsó hace un lustro el Código de buenas prácticas autorregulatorias contra las mentiras, que compromete a las grandes plataformas de redes sociales a utilizar tecnologías para facilitar el acceso a información verificada. Por cierto que la iniciativa estuvo precedida de comités estatales que investigaron el fenómeno desde sus oficinas de gobierno, para generar diagnósticos y recomendaciones que permitieran guiar la negociación de los gobiernos europeos con la industria de plataformas digitales, incluyendo a Meta, Twitter, Tik-tok e industria publicitaria on line.

Después de la devastadora injerencia de las falsas noticias en el plebiscito para el Brexit, también el Reino Unido impulsó programas públicos para desmentir las noticias falsas, mediante la publicación de información confiable. En Suecia también las autoridades se han hecho cargo a través de campañas permanentes para educar a la ciudadanía sobre los peligros de las noticias falsas.

Más cerca, en Argentina, se trabaja en una Comisión de Verificación de Noticias Falsas (CVNF) que actuará dentro de la Cámara Nacional Electoral. El mecanismo es parecido al sistema de denuncias ciudadanas contra la vulneración de la ley de propaganda electoral chilena, que se procesa en el Servicio Electoral (SERVEL).

Pero la Fundación Jaime Guzmán advirtió que las prohibiciones generales de difusión de noticias falsas restringen la libertad de expresión, en especial cuando se trata de un organismo gubernamental que se encargue de definir la veracidad o falsedad de contenidos. Curiosa manera de debatir sobre la desinformación inventando facultades que jamás tendrá la comisión ministerial creada por el gobierno.

Las verdaderas atribuciones de la Comisión consisten en “recomendar”, “asesorar” y “elaborar informes”, es decir, sentar las bases de alguna tímida política pública que algún día nos acerque a los estándares europeos de combate al flagelo de la desinformación.

En ninguna parte del decreto publicado en el Diario Oficial aparece algo siquiera parecido a establecer verdades y juzgar mentiras.

Mientras la elite local le teme tanto al combate a la falsedad, el código de buenas prácticas suscrito por las grandes plataformas de redes sociales con la Comisión Europea define la desinformación como “información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población, con el peligro de causar un perjuicio público”, entendido éste como “amenazas contra los procesos democráticos, de elaboración de políticas o contra bienes públicos como la protección de la salud, el medio ambiente o la seguridad de los ciudadanos”.

En lugar de fantasear con el “gran hermano” y el chavismo, los críticos de la Comisión podrían proponer, por ejemplo, que la nueva institución estableciera acuerdos con las universidades para aumentar la cobertura de los servicios de “fact-cheking”. En vez de recelos anacrónicos podrían pedir al órgano asesor que apoyara a la comunidad de investigadores para monitorear la desinformación en línea; que se establecieran acuerdos con las plataformas para fomentar la detección de bots, cuentas falsas, campañas de manipulación organizadas o robo de cuentas; en fin, tantas iniciativas que se practican en el mundo, pero que nuestros provincianos políticos prefieren ignorar o motejar.

La desinformación es un arma de destrucción masiva para la deliberación política, que en Chile experimentamos con mayor fuerza por dos anomalías que no se presentan en otra democracias. Primero, la desinformación se produce en un contexto de escaso pluralismo en los medios de comunicación tradicionales, con una élite económica muy homogénea, que cierra espacio y visibilidad a la disidencia. Segundo, por una gigantesca asimetría de poder económico para financiar campañas políticas, generando escasa competencia democrática en la propaganda.

Cuando el pensamiento se mimetiza en un enfoque único y el poder económico es particularmente ideológico como en nuestro país, la desinformación goza de mejores condiciones para colonizar el debate público. 

En la medida que escasea el pluralismo y los proyectos no compiten en igualdad de condiciones, la mentira y la distorsión de la realidad penetran con más fuerza. Quizás eso es lo que protegen quienes mienten acerca de las verdaderas facultades de la Comisión recién creada.



* Publicado en Interferencia, 25.06.23

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