Economistas que odian a las mujeres


Isabella Weber.


Las ideas más audaces para combatir la inflación y la crisis económica y ambiental ya no son monopolio de hombres. Ya era hora.


Carlos Tromben


El 29 de diciembre de 2021 la economista alemana Isabella Weber publicó una columna de opinión en The Guardian titulada “¿Pueden los controles de precios estratégicos ayudar a combatir la inflación?”. Estaba violando no solo un tabú entre los economistas del último medio siglo, sino aquella vieja norma del periodismo que desaconseja titular artículos con una pregunta retórica.

Quizá fue por eso mismo que la columna se viralizó provocando reacciones furiosas y destempladas. “Idea Perversa”, “fundamentalmente equivocada”. Paul Krugman, premio nobel de economía y reconocido liberal, la trató incluso de “estúpida”.

Weber lo pasó muy mal, pero terminaría reivindicándose. Economistas heterodoxos salieron a defenderla por encima de las fronteras de género, pero lo más importante es que los gobiernos más sensibles al cambio de época tomaron nota.

Hablar de controles de precios huele a marxismo y a keynesianismo, naftalina pura para los neoliberales que siguen ejerciendo un control hegemónico en la academia y en la prensa. Este pensamiento único no solo es perverso a la hora de validar o destruir tesis doctorales y congelar el debate. Se está mostrando además en toda su ineficacia para responder a los desafíos de una época de crisis simultánea en la economía, la sociedad, el medio ambiente, la demografía y la democracia.

Quizá por esto mismo que un puñado de académicas como Isabella Weber, Daniela Gabor, Kate Raworth y Mariana Mazzucato se estén posicionando como arietes intelectuales clavados en el corazón de una ortodoxia ultramasculina y antiempática.

Gabor, una rumana doctorada en el Reino Unido, habla del “consenso de Wall Street” y del problema medioambiental como un problema macrofinanciero. Según ella los gobiernos se han transformado en agencias de gestión y mitigación de riesgo para los grandes inversionistas privados e institucionales, blindándolos frente al escrutinio de la sociedad civil.

Mazzucato, una italiana formada en Estados Unidos, lleva años impugnando el mito de la innovación tecnológica como una hazaña meramente privada, impulsada por visionarios individuales. Tal como sugiere Gabor respecto de las finanzas, Mazzucato muestra cómo el Estado se ha hecho cargo del riesgo en las primeras etapas de una cantidad asombrosa de proyectos, ideas y modelos que luego han sido patentados por individuos y transformados en renta privada.

La británica Raworth ataca el más sagrado de los fetiches masculinos en economía: el crecimiento. ¿Sirve de algo sin sustentabilidad, proyectado al infinito y con un lastre de desigualdad que socava las bases del sistema político?

Por sostener estas ideas han recibido andanadas de críticas de sus pares, pero ninguna ha concentrado tanto odio ni logrado una reivindicación tan rápida como Isabella Weber, quien debió enfrentar una mezcla tóxica de misoginia y ortodoxia por rescatar las enseñanzas de la historia.

Una pandemia, según Weber, es algo comparable a una guerra mundial, y los dos grandes conflictos bélicos del siglo XX fueron enfrentados con políticas fiscales y monetarias totalmente distintas entre sí. La primera guerra mundial, anclada en el liberalismo clásico, provocó una inflación galopante. Para la segunda, en cambio, las doctrinas de Keynes instalaron la noción de gasto fiscal contracíclico y control de precios. La inflación en Estados Unidos no pasó del 2 por ciento anual.

El debate actual tiene un polo que le atribuye toda la responsabilidad de la inflación a las personas con billeteras abultadas por la ayuda estatal (que en Chile se nutre de la variante “retiros”). Es la narrativa de la espiral salario-precio. Gobiernos demasiado dadivosos y políticos populistas provocaron el descalabro, sumado a las vapuleadas cadenas logísticas globales. Por ello, la respuesta adecuada es subir las tasas de interés, encarecer el crédito, ahogar a los consumidores y generar temporalmente una buena cantidad de cesantes.

La narrativa contraria mantiene el problema logístico, deshecha la arista salarios y se centra en las ganancias de las empresas. En vez de culpar a la demanda, hay que centrar el análisis en la oferta.

Weber buscó datos para sostener que los productores subieron los precios para compensar sus mayores costos operacionales, derivados de la escasez y encarecimiento de sus insumos. Pero se pasaron tres pueblos y los subieron tanto que las ganancias no solo se mantuvieron intactas, sino que aumentaron. En Estados Unidos las ventas de autos cayeron a su peor nivel en diez años, pero las ganancias fueron mayores que en 2017.

En este contexto, para mitigar lo que Weber denominó “inflación de oferentes”, no sirve controlar el precio de los autos ni de los productos finales, sino de los insumos fundamentales. El metro cúbico de gas, la tonelada de madera o lo que se requiere para generar un kilowatt/hora. La responsabilidad de estos precios en la inflación es mucho mayor que los salarios.

Después de una nueva ronda de descalificaciones en su Alemania natal, Weber comenzó a ser tomada en serio por gobiernos, bancos y organismos multilaterales. Los medios donde antes se le había ridiculizado comenzaron a publicar nuevas columnas de opinión y a invitarla a sus podcasts. El gobierno alemán la convocó para diseñar una política de gas y el congreso norteamericano para exponer sus ideas sobre regulación estratégica y puntual de los precios en tiempos de emergencia.

Lo aleccionador del caso es que Isabella Weber no es ni más ni menos inteligente y brillante hoy que hace dos años. Sí, sigue siendo mujer, y a los sacerdotes nunca les ha gustado mucho que tomen la palabra.



* Publicado en Interferencia, 09.06.23.

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