Gran Bretaña: un imperio elegante y sinvergüenza




En su libro autobiográfico Confieso que he vivido, Pablo Neruda relata tres anécdotas que dejan en evidencia el profundo racismo del colonialismo británico.


§§§


Pablo Neruda

Las castas tenían clasificada la población india como en un coliseo paralelepípedo de galerías superpuestas en cuyo tope se sentaban los dioses. Los ingleses mantenían a su vez su escalafón de castas que iba desde el pequeño empleado de tienda, pasaba por los profesionales e intelectuales, seguía con los exportadores, y culminaba con la azotea del aparato en la cual se sentaban cómodamente los aristócratas del Civil Service y los banqueros del empire.

Estos dos mundos no se tocaban. La gente del país no podía entrar a los sitios destinados a los ingleses, y los ingleses vivían ausentes de la palpitación del país. Tal situación me trajo dificultades. Mis amigos británicos me vieron en un vehículo denominado gharry, cochecito especializado en rodantes y efímeras citas galantes, y me advirtieron amablemente que un cónsul como yo no debía usar esos vehículos por ningún motivo. También me intimaron que no debía sentarme en un restaurant persa, sitio lleno de vida donde yo tomaba el mejor té del mundo en pequeñas tazas transparentes. Éstas fueron las últimas amonestaciones. Después dejaron de saludarme.

(…)

Los ingleses ya estaban sentados a la mesa, vestidos de negro y blanco.

-Perdónenme. En el camino me detuve a oír música –les dije.

Ellos, que habían vivido veinticinco años en Ceilán, se sorprendieron elegantemente. ¿Música? ¿Tenían música los nativos? Ellos no lo sabían. Era la primera noticia.

Esa terrible separación de los colonizadores ingleses con el vasto mundo asiático nunca tuvo término. Y siempre significó un aislamiento antihumano, un desconocimiento total de los valores y la vida de aquella gente.

Había excepciones en el colonialismo; lo indagué más tarde. De pronto algún inglés del Club Service se enamoraba perdidamente de una beldad india. Era de inmediato expulsado de su puesto y aislado de sus compatriotas como un leproso. Sucedió también por aquel tiempo que los colonizadores ordenaron quemar la cabaña de un campesino cingalés, con el propósito de desalojarlo y expropiar sus tierras. El inglés que debía ejecutar las órdenes de arrasar la choza era un modesto funcionario. Se llamaba Leonard Woolf. Pero se negó a hacerlo y fue privado de su cargo. Devuelto a Inglaterra, escribió allí uno de los mejores libros que se haya escrito jamás sobre el Oriente: A village in the jungle, obra maestra de la verdadera vida y de la literatura real, un tanto o un mucho apabullada por la fama de la mujer de Woolf, nada menos que Virginia Woolf, grande escritora subjetiva de renombre universal.

(…)

Las excavaciones habían sacado a la luz dos antiguas ciudades magníficas que la selva se había tragado: Anuradapura y Polonaruwa. Columnas y corredores brillaron de nuevo bajo el esplendor del sol cigalés. Naturalmente, todo aquello que era transportable partía bien embalado hacia el British Museum de Londres.

Mi amigo Winzer no lo hacía mal. Llegaba a los remotos monasterios y, con gran complacencia de los monjes budistas, trasladaba a la camioneta oficial las portentosas esculturas de piedra milenaria que concluirían su destino en los museos de Inglaterra. Había que ver la cara de satisfacción de los monjes vestidos color de azafrán cuando Winzer les dejaba, en sustitución de sus antigüedades, unas pintarrajeadas figuras budistas de celuloide japonés. Las miraban con reverencia y las depositaban en los mismos altares donde habían sonreído por varios siglos las estatuas de jaspe y granito.

Mi amigo Winzer era un excelente producto del imperio, es decir, un elegante sinvergüenza.



* Fragmentos de Confieso que he vivido.

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