¿Por qué los paladines de la economía neoclásica apoyan a las AFP?




Ramón López

Por cuarenta años el sistema de AFP ha forzado a millones de trabajadores a ahorrar casi el 12% de sus ingresos brutos y el 17% de sus ingresos netos después de impuestos (IVA y otros). Trabajadores que tienen sueldos bajísimos, con una mediana de $401.000 mensuales y sueldo promedio de menos de $620.000 para el año 2019 (Durán, 2020). Trabajadores que forman parte de una distribución del ingreso en Chile donde el 50% de menores ingresos concentra un 10% del ingreso nacional (pre-tax), mientras que el 1% más rico se apropia de un 28% de este ingreso. Al mismo tiempo, este ahorro forzoso es un flujo muy grande de recursos que se inyecta al sector más rico de la población, los grandes grupos económicos cuyos miembros tienen ingresos mensuales cientos e incluso miles de veces superiores al ingreso medio de los trabajadores asalariados. Se estima que el flujo anual de cotizaciones llega a US$12.000 millones, equivalentes a 4,5% del PIB (CENDA, 2021), que salen de los sueldos de los trabajadores.

Los ahorros acumulados en el sistema de AFP a febrero de 2020 alcanzaban el monto de US$195.000 millones de dólares, lo que equivale a cerca de un 81% del PIB chileno. Un 52% de este total se invertía en instituciones operando en el territorio nacional y, particularmente, US$43.000 millones en 30 grandes grupos económicos de Matriz Nacional, siendo el grupo Luksic el que recibe la mayor cantidad de recursos (Gálvez y Kremerman, 2020).

Esto significa que se fuerza a los trabajadores que ganan bajos sueldos y que, por consiguiente, tienen una propensión a ahorrar muy reducida, a destinar una alta proporción de sus ingresos a contribuir con el grueso de los ahorros en el país. Por otro lado, una parte importante de esos ahorros forzosos son inyectados a un sector de altísimas rentas que de por sí tiene una muy alta propensión a ahorrar. Es decir, a un sector que es poco probable que tenga un déficit de ahorros para financiar sus inversiones, las cuales dependen de la rentabilidad de las inversiones, y no de la disponibilidad de ahorros de este sector. Así, se trata de un ahorro forzoso impuesto a una población empobrecida para inyectar recursos a un grupo empresarial de gran riqueza, cuya inversión no depende del acceso a estos recursos.

Más aún, si consideramos que muchos trabajadores necesitan invertir en otros activos, como educación y salud para sus familias, y que tienen un acceso muy restringido al mercado de capitales como consecuencia de las clásicas imperfecciones de este, el menor ahorro disponible se transforma en una limitante a dichas inversiones. Trabajadores que enfrentan restricciones en acceso al mercado de capital (crédito racionado) tienen restricciones de liquidez y, por tanto, su inversión depende de manera importante de sus propios ahorros. Esto significa que, cuando el trabajador es forzado a un tipo de ahorro (en particular en las AFP), sus recursos propios disponibles para invertir en otros activos se reducen causando una caída de su inversión en tales activos.

Esto refleja claramente la profunda paradoja que causa este sistema: retira recursos de un sector empobrecido que tiene serias restricciones de acceso al crédito y, por tanto, para invertir, y se los traspasa a un sector enriquecido que no tiene restricciones de acceso al crédito para financiar su inversión. Intuitivamente, esto es una aberración, ya que fuerza un flujo de recursos exactamente en el sentido contrario con respecto a un sistema que promueva la eficiencia económica y la inversión, el que debiera trasladar recursos desde los sectores ricos a los empobrecidos.

Por otra parte, el sector más rico que recibe los flujos de recursos no está sujeto a restricciones de liquidez. Las fallas en los mercados de capital no tienen efectos negativos sobre la inversión de quienes tienen gran riqueza. De hecho, este sector hace uso de su riqueza como garantía (colateral) para acceder a las mejores condiciones crediticias. Así, al tener un acceso amplio al mercado de capitales, sus niveles de inversión están limitados por la rentabilidad de esta y no por sus ahorros.

Por otro lado, dadas las condiciones de una economía abierta, el costo marginal por el crédito ofrecido debe corresponder al costo internacional y, si las AFP cobran menos que la tasa internacional, entonces la disponibilidad de estos recursos simplemente tiene un efecto de subsidio, reduciendo el costo medio del capital, pero no el marginal, sin, por tanto, afectar la asignación de recursos, en particular la inversión de este sector. Esto significa que los grandes empresarios, que reciben una significativa parte de los ahorros forzosos, no van a afectar mayormente sus decisiones de inversión por el hecho de acceder a estos ahorros. Es decir, el sistema de ahorro forzoso no genera mayor inversión por la sencilla razón de que los flujos de recursos están dirigidos mayoritariamente a los empresarios más ricos, que no tienen restricción alguna de acceso al mercado de capitales internacional.

Sin embargo, esto no significa que este traspaso forzado de ahorros no tenga efectos en las decisiones económicas de los empresarios superricos. Al contar con una masa adicional de ahorros van a reducir sus propios ahorros (en el país), sin afectar mayormente el volumen de sus inversiones, van a contar con excedentes que los pueden dedicar a mayor consumo suntuario (yates, mansiones, tierras, jets ejecutivos, etc.) o a mayor ahorro en paraísos fiscales, cuestiones que no causan precisamente mayor eficiencia económica.

Las consecuencias de esto son un enorme “deadweight loss” o perdida de eficiencia, fenómeno que los economistas conocemos muy bien, y al cual a menudo los economistas canónicos apelan para rechazar cualquier política que tenga siquiera un atisbo de causar este tipo de “imperfecciones”. Los trabajadores pierden porque se les causa una distorsión intertemporal entre consumo presente y futuro. Más aún, su pérdida es agravada porque el sistema les genera la distorsión adicional que causa una caída de su inversión en otros activos, particularmente capital humano. En suma, los trabajadores pierden porque se violan sus preferencias intertemporales de ahorro/consumo y porque se les obliga a aceptar una composición de sus inversiones diferente a la que maximizaría su bienestar. Dada la enormidad del ahorro forzoso, uno puede esperar que la consecuente pérdida social causada por estas distorsiones sea de gran magnitud.

En resumen, el sistema AFP causa importantes distorsiones en la estructura de activos usados como vehículos para los ahorros, causando menor inversión por parte de los trabajadores, sin causar mayor inversión entre los grandes empresarios, pero sí su mayor consumo y/o mayor movimiento de capital hacia el exterior, incluyendo paraísos fiscales. Todo esto significa que la inversión total, contando todos los activos –incluyendo capital humano y otros activos, no solo maquinaria, equipos e infraestructura–, posiblemente disminuye a consecuencia de que el sistema de ahorro forzoso causa una reducción de la inversión en capital humano.


Epílogo


Este análisis ha sido desarrollado usando rigurosamente los principios de economía neoclásica. Las conclusiones que surgen usando ese instrumental son claras, el sistema induce una pérdida de eficiencia y menor inversión agregada en los principales activos de la economía, capital físico y capital humano.

Ahora bien: ¿por qué los economistas criollos, tan adeptos a los principios neoclásicos, lejos de reparar en estas conclusiones que son bastante negativas para la eficiencia económica, han apoyado entusiastamente un sistema de ahorro forzoso como el de AFP? ¿Por qué ningún economista siquiera puso de relieve las numerosas distorsiones que el sistema puede causar? Es cierto que en un mundo de “second best” plagado de distorsiones, nuevas distorsiones no necesariamente bajan el bienestar social. Pero al menos estas consideraciones deberían haberlos inducido a revaluar el sistema, usando una aproximación más crítica hacia él. Ciertamente, esta carta blanca como la que ha existido no se justifica.



* Publicado en El Mostrador, 31.08.21. Ramón López es Dr. en Economía y profesor titular de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile.

Pasado, situación y desafío de la derecha chilena




Solo en la medida en que la derecha recupere capacidades comprensivas para entrar de manera pertinente en la discusión pública podrá ser un aporte real a la situación nacional.


Hugo Herrera


1. Vertientes históricas

La historia de la derecha en Chile muestra un importante pluralismo, especialmente durante el siglo XX. Él se vio severamente limitado durante la dictadura y la transición a la democracia iniciada en 1990.

Si se atiende a lo que ha sido la historia de esa derecha, incluida su historia intelectual, constan cuatro tradiciones de pensamiento, las que a su vez pueden ser ordenadas en dos ejes, uno con los polos Estado y mercado, otro con los polos cristianismo y laicismo.

Las combinaciones arrojan una tradición cristiana-liberal, moralmente conservadora, pero vinculada a la economía de mercado; una tradición socialcristiana, usualmente conservadora, pero más cercana al compromiso con las clases pobres y trabajadoras; una tradición liberal-laica, similar en el campo económico al cristianismo-liberal, pero distanciada de él en sus concepciones morales y políticas; y una tradición nacional-popular, que muestra una consciencia más despierta respecto de los límites de las nociones económicas y busca rehabilitar el significado político de las ideas de nación o pueblo, así como un concepto existencial o menos mecanicista del Estado.

Las cuatro tradiciones han tenido importantes realizaciones. La cristiano-liberal se expresa en la UDI y parte de RN. La socialcristiana, en el antiguo Partido Conservador, la Falange Nacional, contemporáneamente, en Solidaridad. La tradición laica liberal se realiza en el Partido Liberal, hoy en Evópoli. La laica y nacional-popular, en el Partido Nacional de 1915, en el “ibañismo” y el Partido Agrario-Laborista, en un ala del Partido Nacional, en parte de Renovación Nacional.

En cuanto a los pensadores de la derecha o políticos con talante más intelectual, las categorías también logran aplicación. Barros Arana es liberal laico; Encina, nacional-popular; Jaime Guzmán, cristiano-liberal, después de un período socialcristiano. Por los cristiano-liberales califica también Zorobabel Rodríguez. Mario Góngora, de joven un socialcristiano, pasa a combinar luego elementos socialcristianos y nacional-populares.

La clasificación sirve para ubicar a los autores y los grupos de la derecha; y, a los efectos del presente texto, especialmente, para mostrar que el pensamiento de la derecha es más complejo a como habitualmente se lo presenta.


2. Guzmán y Friedman

Durante la dictadura de Pinochet, la derecha pasa a ser hegemonizada por una síntesis entre el pensamiento de los discípulos de Milton Friedman y el de Jaime Guzmán. Las tesis de Friedman para la arena política, tal como él las expone en su libro programático Capitalismo y libertad, son un atomismo social, que concibe al individuo como entidad última y a la libertad individual como fin supremo; al Estado como instrumento posterior, al servicio del individuo; al mercado libre como la articulación que coordina más adecuadamente los intereses individuales; además, la idea de que la libertad económica es condición necesaria de la libertad política.

El neoliberalismo de Friedman podría haber quedado en las aulas. En Chile, en cambio, entró, gracias a la colaboración de Jaime Guzmán, en la política misma. Las ideas de Friedman son compatibles con el pensamiento que el jurista desarrolla desde la segunda mitad de los 60.

Guzmán afirma la prioridad del individuo respecto de la sociedad y el Estado. Mientras “puede concebirse la existencia temporal de un hombre al margen de toda sociedad”, Estado y sociedad no existen sin los individuos que los componen, se lee en la Declaración de principios de la Junta. Como consecuencia, el Estado queda subordinado al individuo. La limitación del Estado tiene su expresión operativa en el principio de la subsidiariedad. Este, desarraigado de sus fuentes socialcristiana y romántica, pasó a ser entendido por Guzmán de un modo acentuadamente negativo: como la exigencia de la abstención estatal, salvo excepciones calificadas, en todos aquellos asuntos que son campo específico de las agrupaciones menores. El impulso económico es radicado en sede privada, en el afán de los individuos de “querer hacer cosas y querer ganar dinero”, escribe Guzmán.

La alianza quedó sellada en el nivel ideológico, pero también en un nivel operativo, y aquí en dos sentidos. El gremialismo aglutina jóvenes de Derecho e ingeniería comercial de la Universidad Católica. Y los cuadros formados en Santiago y Chicago van encontrando lugar e influencia en la dictadura. Más tarde, la síntesis ideológica es eje discursivo de la oposición de derecha a los gobiernos de la Concertación. Aquí entra a incidir un nuevo tipo de organización: el think tank partidista, bajo financiamiento empresarial opaco. La derecha “Chicago-gremialista” quedó así firmemente instalada no solo en la dimensión discursiva, sino en la de las infraestructuras del poder.


3. Estallido y la falta de arte

La crisis de 2019 mostró los límites del entramado (se venían anunciando ya desde el primer gobierno de Piñera, que no volvió a pararse políticamente tras las movilizaciones de 2011). El Gobierno existió propiamente hasta octubre de 2019, cuando se produjo el estallido. Piñera no pudo salir del discurso economicista y de la gestión, a lo que se sumaron los llamados equívocos a la guerra y a la paz.

El economicismo, que había servido para implementar reformas neoliberales “desde arriba” durante la dictadura u organizar a la oposición parlamentaria durante la transición, se mostraba inepto para orientar a la derecha en el Gobierno.

¿Por qué?

Las ideas de un individuo preexistente al Estado, de un Estado mínimo y de la economía (de mercado) como condición de la política, se cierran a la consideración del pueblo y a la cuestión de la legitimidad. La economía tiene significado para la política, y prescindir de ella es irresponsable. Pero administrar la economía no es lo mismo que conducir políticamente una nación, con la vista puesta en el pueblo y la legitimidad. Fue esa diferencia la que el gobierno de Piñera no percibió.

Desde antiguo se dice que la política es “arte”. Es un saber irreductible a los postulados de una ciencia o los conocimientos de disciplinas empíricas racionalizadas. Se trata de comprender la situación real para brindarle expresión. Esa situación real, el pueblo en su territorio, es misteriosa. El pueblo usualmente está disperso o es disciplinado, como “votante”, “opinión pública”, “manifestante pacífico” incluso. De pronto, sin embargo, estalla, como en 2019. Eso es discernible, pero es también acontecimiento. Por eso la política no puede ser ciencia.

Atendiendo a las consideraciones económicas, éticas, jurídicas, etc., la política se enfrenta a la tarea de captar lo que en cierta forma todos sentían, pero no eran capaces de decir, y de brindarle a eso cauce de expresión y despliegue. Tal capacidad artística coincide con los grandes momentos políticos ascendentes o constructivos, a saber: la organización institucional y cultural inicial de la República, la moderación liberal, el tendido de la red ferroviaria, la organización y expansión de la educación primaria y secundaria, la irrigación del país, el triunfo sobre la desnutrición infantil o el acceso universal a la educación superior. Se trata, a fin de cuentas, de articulaciones que lograron dar con asuntos especialmente sentidos por el pueblo, al punto que este les brindó reconocimiento.


4. Lo que viene

Solo en la medida en que la derecha recupere capacidades comprensivas para interpretar la situación y entrar de manera pertinente en la discusión pública, podrá ser un aporte real a la situación nacional. Hay incipientes esfuerzos por efectuar una renovación del discurso, como lo muestra la incorporación de RN a la Internacional Demócrata de Centro. En otros casos, como el del actual presidente de la UDI, se trata de un abandono de las viejas banderas, ante la constatación de que no hacen sentido en la nueva situación. Las señales no son claras, sin embargo, y en todo evento debe decirse que los procesos de transformación ideológica son lentos. Por eso es lenta la crisis actual, que es también ideológica. Si en la derecha cunde el economicismo, el moralismo de la izquierda académico-frenteamplista no solo hizo fracasar la Convención, sino que le pone severos obstáculos al Gobierno actual.

En la rehabilitación de su capacidad ideológica es fundamental que la derecha active sus tradiciones, especialmente las soslayadas desde la dictadura: el pensamiento nacional-popular y el socialcristianismo. Ellas no solo cuentan con los autores más significativos en la historia del pensamiento chileno (Góngora, Edwards, Encina, T. Pinochet, Galdames, Salas, etc.), sino que serían un complemento capaz de poner coto y tino, moderando el desenfrenado economicismo de la eficiencia y la gestión, que amenaza con hundir en la irrelevancia a los actuales partidos de ese sector.



* Publicado en Revista Santiago, 03.02.23.

La moral de la pobreza es hoy peor que nunca en la historia




Jason Hickel


La semana pasada, Twitter estalló en un acalorado debate sobre la pobreza global. La pregunta era si es mejor medir nuestro progreso contra la pobreza (o la falta de ella) mirando el número total de personas en la pobreza o mirando la pobreza como una proporción de la población mundial.

En las últimas décadas, la proporción de personas que viven con menos de $7,40 al día, que es el mínimo necesario para lograr una nutrición básica y una esperanza de vida normal, se ha reducido del 71,8 % en 1990 al 58,1 % en 2013. No es una gran mejora, pero ciertamente algún progreso. 

Pero si lo miramos en términos de números absolutos, surge una historia muy diferente. El número de personas que viven con menos de 7,40 dólares al día ha aumentado de 3780 millones en 1990 a 4160 millones en 2013. Con cifras como esa sobre la mesa, es difícil escapar a la conclusión de que hay algo mal con la narrativa del progreso.

A medida que continúa el debate, está claro que no existe una única narrativa simple que podamos contar sobre el progreso contra la pobreza global. He argumentado que los números absolutos son importantes porque esa es la métrica en la que los gobiernos del mundo acordaron centrarse cuando se comprometieron por primera vez a abordar la pobreza en la Declaración de Roma. Pero ambas medidas son analíticamente importantes; nos dicen cosas diferentes sobre el mundo.

Hay un tercer enfoque, sin embargo, propuesto por el filósofo de Yale Thomas Pogge. Pogge argumenta que la métrica moralmente relevante del progreso contra la pobreza no son números absolutos ni proporciones, sino el alcance de la pobreza global en comparación con nuestra capacidad para acabar con ella. Según esa métrica, dice, lo estamos haciendo peor que en cualquier otro momento de la historia.

¿Tiene razón? Y, si es así, ¿hay alguna forma de demostrar esto con datos concretos?

El primer paso es medir nuestra capacidad relativa para acabar con la pobreza. Una manera conceptualmente fácil es determinar el costo de sacar a todos por encima de la línea de pobreza (la "brecha de pobreza" calculada por el Banco Mundial) como un porcentaje del PIB global total (en dólares PPA constantes de 2011). Luego podemos comparar esa métrica con el alcance real de la pobreza global (usando proporciones, para ser generoso con mis críticos) y trazar el cambio en esta relación a lo largo del tiempo.

Entonces, si la tasa de pobreza se mantiene igual mientras nuestra capacidad para acabar con ella se duplica, entonces la atroz moral de la pobreza es el doble de mala de lo que solía ser. Y si la tasa de pobreza mejora por un factor de dos mientras nuestra capacidad para acabar con ella sigue siendo la misma, entonces la atroz moralidad de la pobreza es la mitad de mala.

Vamos a desarrollar esto con algunas figuras del mundo real. En 1990, habría costado el 10,5% del PIB mundial sacar a todos por encima del umbral de la pobreza. En 2013, habría costado solo el 3,3%. Nuestra capacidad para acabar con la pobreza ha mejorado por un factor de 3,18. Mientras tanto, la tasa de pobreza ha mejorado solo por un factor de 1,23. Esto significa que la atroz moral de la pobreza es 2,58 veces peor que en 1990.

Pogge tiene razón: según esta métrica, la pobreza es peor ahora que nunca. Nuestro mundo está repleto de riquezas sin precedentes y, sin embargo, no podemos garantizar que todos tengan una parte básica decente de ella. Moralmente hemos retrocedido como civilización.

Pero esta es una forma cruda de pensar sobre nuestra capacidad para acabar con la pobreza. No deberíamos mirar el costo de terminar con la pobreza como un porcentaje del ingreso mundial total, sino como un porcentaje del ingreso de todas las personas que no son pobres; digamos, aquellos que viven en más del doble de la línea de pobreza. En 1990, habría costado el 12,9% de sus ingresos totales acabar con la pobreza. En 2013, habría costado solo el 3,9%. Según esta medida, nuestra capacidad para acabar con la pobreza ha mejorado en un factor de 3,31.

Por este método, la atroz moral de la pobreza es 2,69 veces peor que en 1990. La diferencia entre los dos resultados se debe a la creciente desigualdad global. Debido a que los ingresos de los ricos del mundo han crecido más que los ingresos de todos los demás, el costo de acabar con la pobreza es una parte de sus ingresos que se reduce más rápidamente en comparación con el ingreso mundial total.

Los números anteriores están todos redondeados para facilitar la lectura, por lo que puede repetir los cálculos usted mismo. El siguiente gráfico se basa en las cifras reales asociadas con el segundo método (todos los datos provienen del Banco Mundial). Nos da una representación visual de la atroz situación de la pobreza desde 1990.


Vivimos en una época en la que más de 4000 millones de personas (alrededor del 60 % de la población humana) viven con menos de lo necesario para satisfacer las necesidades humanas básicas. Esta es una acusación rotunda de la economía global desde cualquier punto de vista. Pero es particularmente injusto dado que su sufrimiento podría terminar con solo el 4% de los ingresos del quintil más rico del mundo.

Tal transferencia podría hacerse directamente, con impuestos progresivos sobre las transacciones financieras, la riqueza, el carbono, la extracción de recursos, etc., o, mejor aún, cambiando las reglas de la economía global para que sea más justa para las naciones pobres: democratizando el Banco Mundial y FMI, cancelando deudas impagables, implementando un salario mínimo global, poniendo fin a las condiciones de ajuste estructural en las finanzas, etc. (consulte el Capítulo 8 de The Divide para obtener más información).


NOTAS TÉCNICAS:

(a) Los datos de pobreza son notoriamente desordenados, por lo que esto debe tomarse con pinzas. Un problema potencial es que, en niveles muy bajos, la pobreza se define según el consumo en lugar de los ingresos como tales, por lo que es un poco complicado comparar esto con el PIB mundial. 

(b) En muchos contextos, las personas que ganan más de $14,80 por día siguen siendo muy pobres; obviamente, tendría poco sentido “gravarlos” para mejorar los ingresos de aquellos que son aún más pobres. La transferencia debe ser sufragada por los ricos en una escala progresiva. 

(c) Esta métrica puede ser demasiado sensible a la diferencia entre la proporción de personas que viven en la pobreza frente a la brecha de pobreza. Uno puede imaginar un escenario en el que 4 mil millones de personas estén solo un 5% por debajo de la línea de pobreza; la proporción de personas en la pobreza sería alta, pero el costo de acabar con la pobreza sería muy bajo. Esto distorsionaría el resultado. Una forma de corregir esto podría ser usar la brecha de pobreza en el numerador. Según esa métrica, la atroz pobreza ha aumentado en un factor de 2,25 desde 1990.





* Publicado en el blog del autor, 30.08.18. Jason Hickel es antropólogo económico.

Biología y ética, condenadas a entenderse




Los humanos somos la mezcla de la coevolución entre biología y cultura: los genes juegan un papel importante, pero el medio social configura quiénes somos realmente (y cómo nos comportamos).


Pablo Rodríguez P.


¿Cuál es la forma correcta de vivir? Y de hecho, ¿qué acciones pueden considerarse moralmente aceptables? Estas son algunas de las preguntas centrales de las que los filósofos llevan ocupándose siglos. En la actualidad, la ética sigue siendo una de las áreas más dinámicas de la filosofía, si bien la biología está ofreciendo una visión alternativa de la moral –dentro del gran esquema de la evolución– que podríamos denominar «ciencia de la moral». Esta disciplina intenta contestar a preguntas tales como si la moral es innata, cuál es su origen o qué mecanismos cerebrales tienen lugar cuando nos enfrentamos a dilemas morales.

Esta visión alternativa no es nueva –comienza con el propio Darwin–, pero los avances de las últimas décadas la han traído a primer plano. Filosofía ética y biología de la moral tienen diferentes objetivos, pero no son incompatibles, sino complementarias.

Antes de nada, es preciso aclarar qué quiere decir que la moral sea innata, dada la confusión que existe con este término. No quiere decir que la moral esté determinada genéticamente, ni que exista un «gen de la moral»: quiere decir que el cerebro humano está construido de tal modo que es capaz de lidiar con dilemas morales y que estos, además, constituyen una forma especial de cognición.

Esto se debe a que el cerebro se construye con la información contenida en los genes y, por tanto, a información sometida al filtro de la selección natural; es decir, la relación entre genes y moral es indirecta y pasa por el desarrollo del cerebro.

No puede olvidarse que los genes construyen tan solo un «primer borrador» de este órgano y que su desarrollo depende de la interacción con el medio, lo que le da una considerable plasticidad. La analogía obvia es el lenguaje: la capacidad de hablar es innata en los humanos y en el cerebro existen estructuras especializadas en dicha tarea, pero el idioma que hablamos lo adquirimos en nuestro medio social.

La visión evolucionista de la moral puede resumirse en cuatro puntos esenciales:

1. La selección natural puede explicar la conducta altruista

Resulta contraintuitivo pensar que una conducta que favorece a un individuo diferente de aquel que la realiza puede resultar seleccionada. No obstante, se ha demostrado que esto puede ocurrir cuando el individuo favorecido está genéticamente emparentado (selección de parientes), cuando el coste de la conducta altruista se ve compensado por la devolución del favor en un futuro (altruismo recíproco) o cuando la conducta favorece la supervivencia del grupo en un contexto de alta competencia entre grupos (selección de grupos). Este último mecanismo es muy controvertido entre los biólogos, pero los trabajos más recientes indican que no debe descartarse por completo.

2. La moral está construida sobre emociones innatas

En varias especies de animales no-humanos se ha demostrado la importancia de la empatía hacia otros miembros como motor de la conducta prosocial. En humanos, emociones universales como la vergüenza o el remordimiento están claramente encaminadas a modular el comportamiento social. Las diferentes normas morales estarían «reclutando» estas emociones para aumentar su propia eficacia. Por ejemplo, es posible que la sensación de asco, que inicialmente serviría para evitar alimentos dañinos, haya acabado sirviendo de base para diferentes tabúes morales (como ocurre con la prohibición de consumir carne de cerdo en algunas culturas).

3. La moral surgió como un mecanismo para mejorar el funcionamiento de los grupos

Las primeras especies a las que podríamos considerar hasta cierto punto humanas surgieron en África hace unos dos millones de años. En esa época, se produjo un cambio climático a escala planetaria que convirtió gran parte de las sabanas arboladas en sabanas arbustivas. Más importante quizá fue el aumento de la variabilidad climática, que exigía a los protohumanos adaptarse a nuevas condiciones ecológicas en el lapso de pocas generaciones.

La «solución» consistió en seleccionar la plasticidad de conducta y la cooperación dentro del grupo. Los humanos no sabemos al nacer lo que debemos comer o cómo procurarnos el alimento: dependemos de la cultura para adquirir estas capacidades básicas, y esta puede cambiar más rápido que las adaptaciones biológicas. No cabe duda de que la aparición de la cultura y el lenguaje provocaron una transición evolutiva a partir de la cual la evolución de los humanos ha sido en gran medida una coevolución de genes y cultura. En este proceso de adaptación a condiciones muy duras, la cooperación dentro del grupo debió ser otro de los requisitos indispensables para la supervivencia. Los humanos somos ultrasociales, incluso si nos comparamos con otras especies de primates, que en su mayoría son intensamente sociales. La ultrasocialidad se encuentra en la base de nuestros instintos morales. No es nada fácil asignar una fecha exacta a estos cambios, pero cabe pensar que la aparición de normas morales explícitas debe ser posterior a la aparición del lenguaje. La mayoría de los expertos, por ejemplo, cree que neandertales y denisonavos ya tenían lenguaje, lo que colocaría su aparición en una fecha anterior a los 600.000 años.

4. La moral requiere de estructuras cerebrales particulares

La evidencia neurobiológica ha revelado la existencia de un circuito cerebral que se activa ante los dilemas morales, pero no en tareas cognitivas generales. Muchos de los detalles están aún por esclarecer y, en cualquier caso, exceden los límites del presente artículo. El protagonista de este circuito neuromoral parece ser la «corteza cerebral ventromedial». Estudios recientes han mostrado la activación de esta estructura cuando a los sujetos se los sometía a un dilema moral donde existía la posibilidad de que el participante se viera implicado de manera directa con el resultado de daños físicos a otras personas. Asimismo, se ha visto que determinadas lesiones cerebrales modifican el comportamiento moral sin afectar a otros aspectos de la cognición. No cabe duda de que la neurobiología de la moral nos traerá importantes descubrimientos en un futuro próximo.

¿Afecta esto a la filosofía ética tradicional? Sí y no. Por una parte, está claro que la biología no puede dictar nuestros valores éticos. Se ha argumentado que estos valores no son susceptibles de comprobación empírica, ya que reflejan la importancia emocional que atribuimos a determinadas cosas. El hecho de que la moral sea el resultado de la coevolución entre genes y cultura o de que esté basada en emociones innatas no quita validez a las teorías éticas desarrolladas por la filosofía tradicional y que están basadas mayoritariamente en la razón. Al mismo tiempo, el conocimiento de los detalles biológicos, además de contribuir a conocernos mejor, puede contribuir a modificar nuestra opinión sobre los juicios morales. El ejemplo clásico es la historia de las granjas de visones: los animalistas acusaron a los granjeros de privar a los visones de estanques donde pudieran bañarse; estos, en cambio, argumentaron que los visones habían nacido en cautividad y que, por lo tanto, no podían echar de menos algo que no conocían. No obstante, los estudios demostraron que los visones privados del medio acuático tenían niveles de cortisol –un marcador bioquímico del estrés– similares a los de animales hambrientos. Este simple dato puede hacer que cambiemos nuestra opinión sobre las granjas de visones.

No parece probable que la ciencia de la moral vaya a sustituir a la filosofía ética, pero estoy convencido que los avances de la primera no son irrelevantes para esta última. Filósofos y científicos se verán obligados a cruzar sus puntos de vista y ambas disciplinas ganarán en interés y profundidad: la biología y la filosofía ética están condenas a entenderse.



* Publicado en Ethic, 20.12.22. Pablo Rodríguez Palenzuela es catedrático de Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid.

"Debemos entrar allí y matar, matar, matar..."




"No los llamo animales humanos [a Hamás] porque eso sería insultar a los animales"
Benjamin Netanyahu, PM de Israel, octubre de 2023

"Insultaríamos a los animales si describiéramos a estos hombres, en su mayoría judíos, como bestias"
Folleto de propaganda del ejército nazi, junio de 1941.


Omer Bartov


Estas experiencias personales ["Serví en las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) durante cuatro años, un período que incluyó la Guerra de Yom Kippur de 1973 y destinos en Cisjordania, el norte del Sinaí y Gaza"] hicieron que me interesara aún más una cuestión que me había preocupado durante mucho tiempo: ¿qué motiva a los soldados a luchar? 

En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, muchos sociólogos estadounidenses sostenían que los soldados luchaban, ante todo, por los demás, en lugar de por un objetivo ideológico mayor. Pero eso no encajaba del todo con lo que yo había experimentado como soldado: creíamos que estábamos en esto por una causa mayor que superaba a nuestro propio grupo de amigos. Cuando terminé la licenciatura, también había comenzado a preguntarme si, en nombre de esa causa, se podía obligar a los soldados a actuar de maneras que de otro modo considerarían reprensibles.

En un caso extremo, escribí mi tesis doctoral en Oxford, publicada más tarde como libro, sobre el adoctrinamiento nazi del ejército alemán y los crímenes que éste perpetró en el frente oriental durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que descubrí contradecía la manera en que los alemanes de los años 80 entendían su pasado. Preferían pensar que el ejército había librado una guerra “decente”, mientras la Gestapo y las SS perpetraban genocidios “a sus espaldas”

Los alemanes tardaron muchos años más en darse cuenta de lo cómplices que habían sido sus propios padres y abuelos en el Holocausto y en el asesinato en masa de muchos otros grupos en Europa del Este y la Unión Soviética.

Cuando estalló la primera intifada o levantamiento palestino a finales de 1987, yo daba clases en la Universidad de Tel Aviv. Me horroricé por la orden que dio Yitzhak Rabin, entonces ministro de Defensa, a las FDI de “romper los brazos y las piernas” de los jóvenes palestinos que arrojaran piedras a tropas fuertemente armadas. Le escribí una carta advirtiéndole que, basándome en mis investigaciones sobre el adoctrinamiento de las fuerzas armadas de la Alemania nazi, temía que bajo su liderazgo las FDI estuvieran encaminándose por un camino igualmente resbaladizo.

Como había demostrado mi investigación, incluso antes de su reclutamiento, los jóvenes alemanes habían interiorizado elementos fundamentales de la ideología nazi, especialmente la idea de que las masas infrahumanas eslavas, lideradas por insidiosos judíos bolcheviques, estaban amenazando a Alemania y al resto del mundo civilizado con la destrucción, y que, por lo tanto, Alemania tenía el derecho y el deber de crear para sí misma un “espacio vital” en el este y de diezmar o esclavizar a la población de esa región

Esta visión del mundo se inculcó luego a las tropas, de modo que cuando marcharon hacia la Unión Soviética percibieron a sus enemigos a través de ese prisma. La feroz resistencia que opuso el Ejército Rojo no hizo más que confirmar la necesidad de destruir por completo a los soldados y civiles soviéticos por igual, y muy especialmente a los judíos, a quienes se consideraba los principales instigadores del bolchevismo. Cuanto más destrucción causaban, más temerosas se volvían las tropas alemanas de la venganza que podían esperar si sus enemigos prevalecían. El resultado fue la muerte de hasta 30 millones de soldados y ciudadanos soviéticos.

Para mi sorpresa, unos días después de escribirle, recibí una respuesta de una sola línea de Rabin, en la que me reprendía por atreverme a comparar a las FDI con el ejército alemán. Esto me dio la oportunidad de escribirle una carta más detallada, explicándole mi investigación y mi ansiedad por utilizar a las FDI como herramienta de opresión contra civiles desarmados que vivían en la ocupación. Rabin respondió de nuevo con la misma declaración: “¿Cómo te atreves a comparar a las FDI con la Wehrmacht?”. Pero en retrospectiva, creo que este intercambio reveló algo sobre su posterior trayectoria intelectual. Porque, como sabemos por su posterior participación en el proceso de paz de Oslo, por imperfecta que fuera, acabó reconociendo que, a largo plazo, Israel no podía soportar el precio militar, político y moral de la ocupación.

Desde 1989 doy clases en Estados Unidos. He escrito profusamente sobre la guerra, el genocidio, el nazismo, el antisemitismo y el Holocausto, tratando de entender los vínculos entre la matanza industrial de soldados en la Primera Guerra Mundial y el exterminio de poblaciones civiles por parte del régimen de Hitler. 

Entre otros proyectos, pasé muchos años investigando la transformación de la ciudad natal de mi madre –Buchach, en Polonia (hoy Ucrania)– de una comunidad de coexistencia interétnica a una en la que, bajo la ocupación nazi, la población gentil [no judía] volvió contra sus vecinos judíos. Si bien los alemanes llegaron a la ciudad con el objetivo expreso de asesinar a sus judíos, la velocidad y la eficiencia de la matanza se vieron facilitadas en gran medida por la colaboración local. Estos lugareños estaban motivados por resentimientos y odios preexistentes que se remontan al auge del etnonacionalismo en las décadas anteriores y la opinión prevaleciente de que los judíos no pertenecían a los nuevos estados nacionales creados después de la Primera Guerra Mundial.

En los meses transcurridos desde el 7 de octubre, lo que he aprendido a lo largo de mi vida y mi carrera se ha vuelto más dolorosamente relevante que nunca. Como muchos otros, estos últimos meses han sido un desafío emocional e intelectual. Como muchos otros, miembros de mi propia familia y de las de mis amigos también se han visto afectados directamente por la violencia. No hay escasez de dolor dondequiera que uno mire.

§§§

Resulta que tengo una conexión personal con el kibutz Beeri [atacado ñpor Hamás el 07.10.23]. Allí creció mi nuera, y mi viaje a Israel en junio tenía como objetivo principal visitar a los gemelos (mis nietos) que había traído al mundo en enero de 2024. Sin embargo, el kibutz había sido abandonado. Mi hijo, mi nuera y sus hijos se habían mudado a un apartamento vacío cercano con una familia de supervivientes (parientes cercanos, cuyo padre sigue retenido como rehén), lo que creaba una combinación inimaginable de nueva vida y dolor inconsolable en un mismo hogar.

Además de ver a mi familia, también había venido a Israel para reunirme con amigos. Esperaba entender lo que había sucedido en el país desde que comenzó la guerra. La conferencia abortada en la BGU [Universidad Ben Gurión] no estaba entre mis prioridades, pero cuando llegué a la sala de conferencias aquel día de mediados de junio, comprendí rápidamente que esa situación explosiva también podía proporcionar algunas pistas para entender la mentalidad de una generación más joven de estudiantes y soldados.

Después de sentarnos y empezar a hablar, me quedó claro que los estudiantes querían ser escuchados y que nadie, tal vez ni siquiera sus propios profesores y administradores universitarios, estaba interesado en escuchar. Mi presencia y su vago conocimiento de mis críticas a la guerra despertaron en ellos la necesidad de explicarme, pero tal vez también a ellos mismos, en qué habían estado involucrados como soldados y como ciudadanos.

Una joven, que había regresado recientemente de un largo servicio militar en Gaza, subió al escenario y habló con fuerza de los amigos que había perdido, de la naturaleza malvada de Hamás y del hecho de que ella y sus camaradas se estaban sacrificando para garantizar la seguridad futura del país. Profundamente angustiada, empezó a llorar a mitad de su discurso y se retiró. Un joven, sereno y articulado, rechazó mi sugerencia de que las críticas a las políticas israelíes no estaban necesariamente motivadas por el antisemitismo. A continuación, se lanzó a un breve análisis de la historia del sionismo como respuesta al antisemitismo y como un camino político que ningún gentil tenía derecho a negar. Aunque estaban molestos por mis opiniones y agitados por sus propias experiencias recientes en Gaza, las opiniones expresadas por los estudiantes no eran en absoluto excepcionales. Reflejaban sectores mucho más amplios de la opinión pública en Israel.

Los estudiantes, que sabían que yo ya había advertido de que se produciría un genocidio, se mostraron especialmente interesados ​​en demostrarme que eran humanos, que no eran asesinos. No tenían ninguna duda de que las FDI eran, de hecho, el ejército más moral del mundo, pero también estaban convencidos de que cualquier daño causado a la población y a los edificios de Gaza estaba totalmente justificado, que todo era culpa de Hamás, que los utilizaba como escudos humanos.

Me mostraron fotos de sus teléfonos para demostrar que se habían comportado admirablemente con los niños, negaron que hubiera hambre en Gaza, insistieron en que la destrucción sistemática de escuelas, universidades, hospitales, edificios públicos, viviendas e infraestructuras era necesaria y justificable. Consideraban que cualquier crítica a las políticas israelíes por parte de otros países y de las Naciones Unidas era simplemente antisemita.

A diferencia de la mayoría de los israelíes, estos jóvenes habían visto con sus propios ojos la destrucción de Gaza. Me parecía que no sólo habían interiorizado una visión particular que se ha vuelto común en Israel –a saber, que la destrucción de Gaza como tal fue una respuesta legítima al 7 de octubre– sino que también habían desarrollado una forma de pensar que había observado hace muchos años cuando estudiaba la conducta, la visión del mundo y la autopercepción de los soldados del ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial. Habiendo interiorizado ciertas visiones del enemigo –los bolcheviques como Untermenschen; Hamás como animales humanos– y de la población en general como menos que humanos e indignos de derechos, los soldados que observan o perpetran atrocidades tienden a atribuirlas no a sus propios militares, o a ellos mismos, sino al enemigo.

¿Miles de niños fueron asesinados? Es culpa del enemigo. ¿Nuestros propios hijos fueron asesinados? Eso es, sin duda, culpa del enemigo. Si Hamás lleva a cabo una masacre en un kibutz, son nazis. Si arrojamos bombas de 2.000 libras sobre refugios de refugiados y matamos a cientos de civiles, es culpa de Hamás por esconderse cerca de esos refugios. Después de lo que nos hicieron, no tenemos más remedio que erradicarlos. Después de lo que les hicimos, sólo podemos imaginar lo que nos harían si no los destruimos. Sencillamente, no tenemos otra opción.

A mediados de julio de 1941, apenas unas semanas después de que Alemania lanzara lo que Hitler había proclamado como una “guerra de aniquilación” contra la Unión Soviética, un suboficial alemán escribió a casa desde el frente oriental:
"El pueblo alemán tiene una gran deuda con nuestro Führer, porque si estas bestias, que son nuestros enemigos aquí, hubieran venido a Alemania, se habrían producido asesinatos como el mundo nunca ha visto antes… Lo que hemos visto… raya en lo increíble… Y cuando uno lee Der Stürmer [un periódico nazi] y mira las imágenes, eso es sólo una débil ilustración de lo que vemos aquí y de los crímenes cometidos aquí por los judíos."
Un folleto de propaganda del ejército publicado en junio de 1941 pinta un cuadro igualmente de pesadilla de los oficiales políticos del Ejército Rojo, que muchos soldados pronto percibieron como un reflejo de la realidad:
"Cualquiera que haya visto alguna vez la cara de un comisario rojo sabe cómo son los bolcheviques. Aquí no hay necesidad de expresiones teóricas. Insultaríamos a los animales si describiéramos a estos hombres, en su mayoría judíos, como bestias. Son la encarnación del odio satánico y demente contra toda la noble humanidad... [Ellos] habrían puesto fin a toda vida significativa, si esta erupción no hubiera sido reprimida en el último momento."
Dos días después del ataque de Hamás, el ministro de Defensa, Yoav Gallant, declaró: “Estamos luchando contra animales humanos y debemos actuar en consecuencia”, añadiendo después que Israel “destruiría un barrio tras otro en Gaza”. El ex primer ministro Naftali Bennett confirmó: “Estamos luchando contra los nazis”. El primer ministro, Benjamin Netanyahu, exhortó a los israelíes a “recordar lo que Amalec les ha hecho”, aludiendo al llamado bíblico a exterminar a los “hombres y mujeres, niños y bebés” de Amalec. En una entrevista de radio, dijo sobre Hamás: “No los llamo animales humanos porque eso sería insultar a los animales”. El vicepresidente del Knesset, Nissim Vaturi, escribió en X que el objetivo de Israel debería ser “borrar la Franja de Gaza de la faz de la Tierra”. En la televisión israelí, declaró: “No hay gente que no esté involucrada… debemos entrar allí y matar, matar, matar. Debemos matarlos antes de que nos maten a nosotros”. El ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, subrayó en un discurso: “El trabajo debe completarse… Destrucción total”. “Borrad de debajo del cielo la memoria de Amalec”, dijo Avi Dichter, ministro de Agricultura y ex jefe del servicio de inteligencia Shin Bet, al hablar de “desplegar la Nakba en Gaza”. Un veterano militar israelí de 95 años, cuyo discurso motivador dirigido a las tropas de las FDI que se preparaban para la invasión de Gaza las exhortaba a “borrar su memoria, sus familias, madres e hijos”, recibió un certificado de honor del presidente israelí Herzog por “dar un maravilloso ejemplo a generaciones de soldados”.

No es de extrañar que haya habido innumerables publicaciones en las redes sociales de las tropas de las FDI en Gaza llamando a “matar a los árabes”, “quemar a sus madres” y “aplanar” Gaza. No se ha conocido ninguna medida disciplinaria por parte de sus comandantes.

Esta es la lógica de la violencia sin fin, una lógica que permite destruir poblaciones enteras y sentirse totalmente justificado al hacerlo. Es una lógica de victimización: debemos matarlos antes de que nos maten, como hicieron antes, y nada fortalece más la violencia que un sentimiento de victimización justificado.

Miren lo que nos pasó en 1918, dijeron los soldados alemanes en 1942, recordando el mito propagandístico de la “puñalada por la espalda”, que atribuía la catastrófica derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial a la traición judía y comunista. Miren lo que nos pasó en el Holocausto, cuando confiamos en que otros vendrían a rescatarnos, dicen las tropas de las FDI en 2024, dándose así licencia para la destrucción indiscriminada basada en una falsa analogía entre Hamás y los nazis.

Los jóvenes con los que hablé ese día estaban llenos de rabia, no tanto contra mí (se calmaron un poco cuando mencioné mi propio servicio militar), sino porque, creo, se sentían traicionados por todos los que los rodeaban. Traicionados por los medios de comunicación, a los que percibían como demasiado críticos, por los altos comandantes que creían que eran demasiado indulgentes con los palestinos, por los políticos que no habían podido evitar el fiasco del 7 de octubre, por la incapacidad de las FDI para lograr una “victoria total”, por los intelectuales y los izquierdistas que las criticaban injustamente, por el gobierno de los EE.UU. por no entregar municiones suficientes con la suficiente rapidez y por todos esos políticos europeos hipócritas y estudiantes antisemitas que protestaban contra sus acciones en Gaza. Parecían temerosos, inseguros y confundidos, y algunos probablemente también sufrían de trastorno de estrés postraumático.

Les conté la historia de cómo, en 1930, los nazis tomaron democráticamente el control de la Unión de Estudiantes Alemanes. Los estudiantes de aquella época se sintieron traicionados por la derrota de la Primera Guerra Mundial, la pérdida de oportunidades a causa de la crisis económica y la pérdida de tierras y prestigio a raíz del humillante tratado de paz de Versalles. Querían hacer que Alemania volviera a ser grande, y Hitler parecía capaz de cumplir esa promesa. Los enemigos internos de Alemania fueron eliminados, su economía floreció, otras naciones volvieron a temerle y luego fue a la guerra, conquistó Europa y asesinó a millones de personas. Finalmente, el país quedó completamente destruido. Me pregunté en voz alta si tal vez los pocos estudiantes alemanes que sobrevivieron esos 15 años lamentaban su decisión de 1930 de apoyar al nazismo. Pero no creo que los hombres y mujeres jóvenes de la BGU comprendieran las implicaciones de lo que les había contado.

Los estudiantes eran aterradores y estaban asustados al mismo tiempo, y su miedo los hizo aún más agresivos. Este nivel de amenaza, así como un cierto grado de superposición de opiniones, parece haber generado miedo y obsequiosidad en sus superiores, profesores y administradores, quienes demostraron una gran renuencia a disciplinarlos de cualquier manera. Al mismo tiempo, una multitud de expertos de los medios de comunicación y políticos han estado aplaudiendo a estos ángeles de la destrucción, llamándolos héroes justo un momento antes de enterrarlos y darles la espalda a sus familias afligidas. Los soldados caídos murieron por una buena causa, se les dice a las familias. Pero nadie se toma el tiempo de articular cuál es realmente esa causa más allá de la mera supervivencia a través de cada vez más violencia.

Por eso también sentí pena por esos estudiantes, que no eran conscientes de cómo los habían manipulado. Pero salí de esa reunión lleno de inquietud y aprensión.



* Selección del artículo publicado en The Guardian, 13.08.24. Omer Bartov es un historiador nacido en Israel y nacionalizado estadounidense.

Ken Loach: maestro del cine socialista británico




Ken Loach habla sobre su carrera, las perspectivas del cine político actual y las razones por las que los artistas deben desenmascarar la explotación y visibilizar las luchas de la gente común contra la injusticia.


Karl Hansen


Tras varios intentos fallidos de «jubilación», Ken Loach anunció a principios de año que se retiraba del cine. Con su último estreno, El viejo roble (The Old Oak), el cineasta de 87 años pone fin a una carrera de siete décadas y docenas de películas, documentales y series de televisión.

En 1966, Loach saltó a la fama con el estreno de Cathy Come Home, un drama televisivo que retrataba la caída de una joven pareja en la pobreza y el desamparo. Fue visto por 12 millones de espectadores (una cuarta parte de la población británica), catapultando el problema de los sin techo a la agenda nacional e inspirando la creación de las organizaciones benéficas Crisis y Shelter. Su carrera continuaría como empezó, con un enfoque inquebrantable respecto de la vida de la gente corriente y las fuerzas políticas que la moldean.

Trasladada a la gran pantalla, Kes (1969) —una desgarradora historia de un niño y su halcón mascota en medio de la asfixiante opresión del estratificado sistema educativo— está ampliamente considerada como una de las mejores películas británicas de todos los tiempos. Estos característicos retratos humanos de la vida de la clase trabajadora y el compromiso de desenmascarar la injusticia llegarían a definir el realismo social de Loach como un estilo inconfundible en el cine mundial.

En la última parte de su carrera, en lugar de suavizarse o volverse reflexivo, Loach se centró en desafiar la injusticia, lo que a menudo provocó la ira de la clase política. El viento que agita la cebada, sobre la lucha irlandesa por la libertad tras la Primera Guerra Mundial, le valió su primera Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2006.

En un impactante broche de oro a su carrera, Yo, Daniel Blake, la inigualable denuncia de la austera crueldad del sistema de bienestar británico le valió su segunda Palma en 2016, mientras que la crudeza de Lo sentimos, te echamos de menos —que trataba sobre un hombre del noreste atrapado en una espiral de deudas y trabajo brutalmente precarizado— también fue recibida con elogios generalizados.

Estos temas se retoman con un ángulo específico en su última película, El viejo roble. A la vez que una historia poco común sobre el destino de los refugiados sirios obligados a asentarse en un antiguo pueblo minero de Durham y las privaciones de los residentes de toda la vida que los acogen, la película es un retrato delicado y sensible de las divisiones comunes y el fanatismo fomentados por las terribles condiciones sociales y la falta de dignidad que sustentan tales ideas. También es un retrato conmovedor de la comunalidad entre pueblos en lucha, y de cómo las diferencias pueden superarse fácilmente.

Para hablar de El viejo roble y de su obra en general, Loach se sentó con Karl Hansen, editor de Tribune, para hablar de su carrera, de las oportunidades del cine político actual y de la responsabilidad de los artistas de mostrar lo que está mal e inspirar a la gente para que se enfrente a esas injusticias.

-En la actualidad hay muchas menos películas con conciencia política que en cualquier otro momento de su carrera. ¿A qué cree que se debe?

-Es la ley del mercado. El libre mercado reduce la competencia. Siempre ha sido así. Las pequeñas empresas son eliminadas por otras más grandes movidas por el comercio y el afán de lucro, en lugar de crear películas con voz propia e individual.

Hollywood y los servicios de streaming trabajan con una fórmula que domina la industria y es responsable de la inmensa mayoría de las películas que se hacen. No tenemos una industria cinematográfica autóctona, salvo en torno a las películas británicas marginales e independientes, pero es muy difícil hacerlas y aún más difícil conseguir presencia en el cine. Y hay tanta gente con talento haciendo películas políticas que se ven sobre todo en festivales de cine.

-Usted comenzó su carrera haciendo películas para la BBC cuando tenía veintitantos años. ¿Qué importancia tuvo ese trabajo? ¿Tendrían los jóvenes directores las mismas oportunidades hoy en día?

-La televisión fue esencial para mi generación. Cuando empezamos en la BBC, no había la microgestión que hay ahora. Eso significaba que la visión del guionista, ayudado por el director y el productor, era la que se llevaba a cabo, no la visión del productor ejecutivo o de quien fuera. Y eso dio lugar a un montón de trabajo original. Algunas no eran muy buenas, pero existía la posibilidad de ampliar el abanico, mientras que, en la actualidad, el abanico es cada vez más estrecho.

Esas oportunidades no existen hoy en día. Los organismos públicos apoyan mucho a los directores noveles, lo cual está muy bien, pero en lo que respecta a los trabajos convencionales, es bastante difícil. La industria quiere gente con experiencia, porque tienen que aplicar la fórmula. Me temo que mucha gente que sale de la escuela de cine intenta entrar en la industria durante unos años y luego se aleja porque las opciones son limitadas.

-Usted hizo Cathy Come Home para la BBC cuando sólo había dos canales de televisión. ¿Es más difícil que las películas tengan el mismo impacto debido a la fragmentación del consumo de medios?

-Cuando hicimos películas como Cathy, en realidad había dos canales y medio, porque BBC Two estaba empezando. La mitad del país la veía al mismo tiempo y hablaba de ella al día siguiente. Ahora, la audiencia está mucho más fragmentada, así que una película no tiene ese impacto inmediato.

También estábamos acostumbrados a concentrarnos durante más tiempo. Un efecto del mundo digital es el de fragmentar la capacidad de atención de la gente, por lo que todo se reduce a fragmentos de sonido y clips. Seguir una historia compleja con diferentes personajes y un desarrollo de las relaciones entre ellos creo que es más difícil para la gente cuando su dieta habitual no es esa.

-En lugar de hacerse más ruidosas para competir por la atención en un entorno mediático fragmentado, sus películas se han vuelto más tranquilas y discretas desde el punto de vista estilístico. ¿Ha sido una respuesta consciente?

-Por supuesto que sí. En realidad, cuando empecé era al revés. En las series de televisión, se pasaba de un plató a otro, se rodaba continuamente y se mezclaba en la sala de control; era como una obra de teatro grabada. Era aburrido, predecible y embrutecedor. Y luchamos contra eso, usando nuestro descaro juvenil para romper las reglas.

Usábamos música, cámara en mano y saltos, persiguiendo la acción y aprendiendo un par de trucos de la Nouvelle Vague francesa. Tenía ese tipo de energía y algo de documental de cámara en mano. Era de corte y de ritmo rápido, y así es como empezamos.

Luego trabajé con un maravilloso cámara llamado Chris Menges. A los dos nos gustaba mucho la Nueva Ola checa de los años 60: eran películas humanas y clásicas, muy observacionales. Chris y yo hablamos de lo que hacían, y él dijo que lo más importante es lo que hay delante de la cámara, no la cámara haciendo trucos. Así que empezamos a trabajar con un estilo de observación, en el que la cámara es una persona en la habitación o en la parte trasera de un coche.

Con los años fuimos perfeccionando ese estilo, y las tres últimas películas son bastante austeras en comparación con algunas de las anteriores. Creo que cuanto más rigurosamente se puede construir una estética en torno a eso, más creíble resulta la película, porque impone una lente que corresponde más o menos al ojo humano.

-Creo que el estilo despojado fomenta una forma más empática de relacionarse con los personajes.

-Eso espero. Creo que la disciplina aclara. Simplifica, atrae a la gente. Y se refleja en todo: cámara, montaje, iluminación y sonido.

Chris y yo nos fijamos en cómo se iluminaban las películas checas. Lo había aprendido trabajando con un cámara checo, Miroslav Ondříček. Teníamos la sensación de que lo que se ponía delante de la cámara tenía que ser auténtico, tenía que ser verdad, tenía que ser creíble. Tienes que conocer a la gente y empatizar con ella, algo que no se puede hacer si la cámara está persiguiéndote todo el tiempo. Con el montaje, cortas cuando el ojo se mueve, no anticipándote a alguien que va a hablar, porque no sabes si va a hablar.

Debe haber una lógica interna en todos los aspectos del cine que remita a esta idea: «Sólo soy una persona que observa esto, pero no soy neutral. Quiero comprender. Quiero empatizar y compartir la experiencia de la gente a la que observo».

-Sus películas exploran temas como la economía colaborativa, la seguridad en el lugar de trabajo y el sistema de bienestar, que pueden parecer bastante áridos. ¿Cuál es la clave para convertirlos en entretenimiento?

-Trabajar con un buen guionista. Tengo la suerte de trabajar con Paul Laverty desde hace treinta años. Somos socios y hablamos bastante bien todos los días. Los temas surgen como cosas de interés y preocupación mutuos, y generan enfado o lo que sea. A partir de ahí, Paul escribirá un par de personajes o una situación y hablaremos de ello, y luego, a partir de ahí, escribirá una historia y nos pondremos a trabajar sobre ella.

Dirigir y escribir son habilidades diferentes, trabajos diferentes. La mayoría de los directores no saben escribir ni una postal, quizá sea una exageración, pero creo que ahora hay una especie de herejía de que para ser cineasta, término que no me gusta, hay que hacer las dos cosas. Y eso es muy destructivo porque el talento de un escritor es algo que no se puede aprender. Se puede aprender la técnica de escribir de diferentes maneras, pero el talento en bruto de poner en una página diálogos que vivan no se puede enseñar.

Cuando encuentras a alguien que no sólo tiene eso sino que además ve el mundo de la misma manera y hace el mismo análisis básico del mundo —que se basa en la lucha fundamental entre intereses de clase que están en conflicto, las cuestiones fundamentales de la oposición a todas las formas de imperialismo, etcétera— entonces te ganaste la lotería. Y yo tuve la suerte de encontrarlo.

-Un tema común en sus películas es la dignidad y la decencia de la gente corriente frente a los sistemas que nos deshumanizan. Tengo curiosidad: ¿se considera un director optimista?


-Bueno, hay que ser realista. Pero lo principal es intentar encontrar optimismo en el realismo. Lo interesante es que las películas suelen mostrar a la clase trabajadora como víctimas que necesitan apoyo, pero muy pocas veces se ve su fuerza colectiva y la política en la que se basa. No recuerdo la última vez que vi no sólo la acción colectiva sino también el análisis político en el que se basa, que es la lucha de clases y el conflicto irreconciliable en el corazón de la sociedad. Eso no se ve porque la clase dominante no quiere permitirlo.

Creo que eso es lo que intentamos mostrar. Obviamente, no se puede hacer en todas las películas, porque si no todas acabarían con el puño en alto, y eso sería un trabajo bastante superficial. Pero la esencia de la fuerza de la clase trabajadora, con el potencial de realizar cambios fundamentales para revolucionar la sociedad, es algo que no se oye a menudo. Y creo que es algo que hemos intentado indicar cuando forma parte de la historia. Como he dicho, no se puede introducir como propaganda. Tiene que estar integrado en la historia, en la que la fuerza de la clase obrera organizada en torno a un programa político refleje un análisis político. Entonces estamos en el buen camino.

-Eso se puede ver en El viejo roble, que trata de cómo los agravios materiales pueden expresarse en xenofobia y prejuicios y de la forma en que la solidaridad puede enfrentarse a ellos y superarlos.

-Se trataba de mostrar cómo el racismo puede surgir y ganar adeptos entre personas que no son racistas empedernidos. Los personajes se encuentran en una situación en la que no tienen un futuro viable. Están en una comunidad donde las tiendas están cerrando, todos los servicios públicos y las infraestructuras desaparecieron y las escuelas se fueron al pueblo vecino. Es un lugar desesperado y abandonado. Y la gente se amarga y se enfada, y entonces es susceptible a la propaganda. Dios sabe que hay suficiente con gente como Suella Braverman y el Partido Conservador en su conjunto. Hablan de invasiones, enjambres y demás.

Claire Rodgerson, que interpreta a Laura, la joven activista, trabaja así en la vida real, en una organización que combate las ideas de la extrema derecha entre los jóvenes. Está realmente brillante y estupenda en la película.

Pero hay otra tradición en el pueblo, que es la tradición del sindicato de mineros, que afloró durante la huelga del 84, de solidaridad y apoyo mutuo: los comedores que muchas de las mujeres montaron en cada pueblo para que los mineros no pasaran hambre y los viajes al extranjero para recaudar fondos y hablar de su lucha a otras comunidades mineras y a otros sindicatos, en busca de apoyo.

La gente creció enormemente durante la huelga. Fue una época terrible y no ganaron, pero fue una época de verdadera educación para mucha gente de la clase trabajadora. La tradición de solidaridad estaba arraigada en la industria porque tu vida dependía del hombre que trabajaba a tu lado. Así que esa tradición también existe entre la gente mayor y algunos de los jóvenes que la recogen. Son esas dos tendencias dentro de esa comunidad las que creo que se iluminan mutuamente.

-A principios de este año, recibió una gran ovación en el Festival de Cine de Locarno antes de regresar a Gran Bretaña, donde fue objeto de entrevistas polémicas y hostigadoras. ¿Por qué parece que la prensa internacional se toma más en serio su trabajo?

-Mi apoyo a Jeremy Corbyn lo provocó. Pero ha habido ataques en todas las películas que hemos hecho. Cuando hicimos El viento que agita la cebada, un titular preguntaba: «¿Por qué odia este hombre a su país?» Un diputado conservador escribió que yo era peor propagandista que Leni Riefenstahl. Simon Heffer en The Telegraph estaba en plena forma. Dijo: «No he visto la película y no quiero verla, porque no necesito leer Mi lucha para saber lo canalla que era Hitler». Y esto fue en un respetado —bueno, respetado por algunos— periódico de gran tirada. Por supuesto, se abusa de cualquier que se defina como izquierdista, especialmente si tiene una opinión independiente sobre política exterior.

La respuesta internacional a El viejo roble ha sido asombrosa. La diferencia es que los europeos [continentales] tienen un concepto diferente, más amplio, del cine. Hay tradiciones diferentes —como el neorrealismo italiano, que era muy radical, y la Nouvelle Vague francesa— que no son tan formulistas como la industria estadounidense. Hay muchas tradiciones diferentes, todas ellas dignas de aprecio.

El cine europeo es mucho más amplio y ese público está más acostumbrado a ver películas que rompen el molde de la restringida idea estadounidense de lo que es el cine. Están mucho más abiertos a lo que hacemos nosotros. Hemos tenido suerte. Si no fuera por Francia, Italia y otros países no habríamos hecho carrera. Con El viento que agita la cebada, cuando tuvimos la suerte de ganar la Palma de Oro, hubo cuarenta copias a la vez en Gran Bretaña, así que se proyectó en cuarenta cines en su estreno. En Francia fueron más de 400. Y ahí está la diferencia: en la disposición a comprometerse con el tipo de películas que hemos intentado hacer.

-¿Tienen los artistas la responsabilidad de ser políticos?

-Llevar a cabo cualquier tipo de tarea artística implica mirar al mundo, evaluarlo y recrearlo en la obra que uno hace. Si miras hacia fuera, eso te lleva a juzgar cómo es el mundo y, a menos que te quedes completamente en blanco, eso te lleva a opinar. Además, ante todo somos ciudadanos. La responsabilidad cívica no es gratuita si uno se encuentra en la afortunada situación en la que yo he estado.

Es una pena que ahora haya una generación que creció bajo Margaret Thatcher, cuando el compromiso político ya no se veía como algo bueno. En los años 60, el compromiso en el arte se veía como una idea muy positiva. Se fomentaba. Los directores franceses paralizaron el Festival de Cannes en el 68 en solidaridad con los estudiantes y trabajadores que luchaban por el cambio político. Imagínense a los directores haciendo eso ahora.

Hay que organizarse, hay que tener espíritus afines. Mientras que ahora la generación de Thatcher sólo ve individuos, todos luchando entre sí. Ese cambio de conciencia fue uno de los triunfos de Thatcher, refrendado por Blair y ahora refrendado de nuevo por Starmer. Así que es necesario redescubrir el sentido de que el compromiso político forma parte del cine, porque el cine es un medio muy público. Si te quedas callado, estás aprobando un sistema podrido.





* Publicado en Jacobin, 22.03.24.

Acción de Gracias y el Día de Luto Nacional de los nativos americanos


Personas se reúnen en la isla de Alcatraz para la Ceremonia del Amanecer de los Pueblos Indígenas (o Día de No Acción de Gracias) el 28 de noviembre de 2019. (Foto: Liu Guanguan)


Para muchos nativos, Acción de Gracias es un día de luto y protesta, por lo que han desarrollado sus propios eventos para esa fecha.


Alonso Martínez


Hay un cuento común que los estudiantes estadounidenses escuchan sobre la primera celebración del Día de Acción de Gracias o Thanksgiving: un grupo de nativos americanos amistosos dio la bienvenida a los peregrinos al continente, les enseñó cómo vivir y se sentó a cenar con ellos. 

Sin embargo, David Silverman, experto en la historia de esta población, afirma que esta historia de Acción de Gracias es un mito. En primer lugar, casi nunca se identifica a la tribu implicada y, según el mito, “entregan América a los blancos para que puedan crear una gran nación dedicada a la libertad, las oportunidades y el cristianismo para que el resto del mundo se beneficie. Se trata de nativos que ceden al colonialismo”, sostiene Silverman en su libro This Land Is Their Land, o Esta tierra es su tierra. La verdad es otra.

Los colonos, conocidos como peregrinos, llegaron en 1620 a lo que hoy es Plymouth, Massachussets, que había sido abandonado por la mayoría de los nativos Patuxet debido a un brote de enfermedad. Tras un duro invierno que cobró la vida de la mitad de los colonos —que no pudieron adaptarse a la tierra—, el último Patuxet superviviente, Tisquantum (también conocido como Squanto), ayudó a los peregrinos enseñándoles a pescar anguilas y a cultivar maíz. Sirvió de intérprete hasta que sucumbió a la misma enfermedad que acabó con su tribu. El líder de la tribu de los Wampanoag, Massasoit, que también vivía en los alrededores, proporcionó alimentos a los colonos durante el difícil primer invierno.

Los peregrinos celebraron su primera cosecha en 1621, probablemente entre el 21 de septiembre y el 11 de noviembre, con 50 pasajeros del Mayflower (el barco en el que llegaron a América desde Inglaterra) y 90 nativos americanos. Este banquete —que fue preparado por las mujeres peregrinas y los sirvientes— inicialmente no se identificó como Acción de Gracias, pero inspiro la celebración que hoy día se lleva a cabo el cuarto jueves del mes de noviembre.

Según algunos relatos, aquella primera cosecha estaba destinada a los peregrinos, pero los nativos americanos se unieron a la fiesta tras oír los disparos de celebración y aportaron sus propios alimentos. Sin embargo, Paula Peters, historiadora de los Mashpee Wampanoag de Cape Cod (Massachusetts), sostuvo lo siguiente en una entrevista con The Guardian: “Los Wampanoag no estaban invitados”. Señala relatos de colonos que dicen que los peregrinos (también llamados separatistas) celebraban su primera cosecha mientras disparaban sus mosquetes, lo que provocó que “90 Wampanoag llegaran para la guerra”. Sin embargo, tras saber que no iban a enfrentarse en una batalla, “se quedaron para una comida tensa y diplomática que pudo o no incluir pavo”.

A pesar de la festividad, la relación entre ambas sociedades se deterioró más tarde y culminó en una de las guerras “más horribles de las que se tiene registro”, la Guerra del Rey Felipe, según Silverman. En los años siguientes, los colonos cometieron masacres contra tribus nativas como los Pequot, y también asaltaron tumbas Wampanoag y les robaron comida para sobrevivir durante sus primeros años en el continente. 

Esta es la razón por la que los nativos americanos no ven Thanksgiving como una celebración, sino como un día de luto, para recordar lo que algunos llaman el genocidio de las tribus nativas en América.


Día Nacional de Luto

El Día Nacional de Luto es una manifestación anual que pretende educar al público sobre los nativos americanos en Estados Unidos y disipar los mitos que rodean la historia de Acción de Gracias en Estados Unidos, así como concienciar sobre las luchas a las que se enfrentan las tribus nativas americanas.

En 1970, la Commonwealth de Massachusetts organizó una celebración conmemorativa de Acción de Gracias con motivo del 350 aniversario del desembarco del Mayflower. Los organizadores invitaron a Frank “Wamsutta” James, líder de la tribu Wampanoag de Gay Head y presidente de la Liga India Oriental Federada, a hablar en el acto. Sin embargo, tras revisar su discurso, le informaron de que no le permitirían pronunciarlo tal y como estaba escrito, y le proporcionaron otro redactado por su equipo de relaciones públicas.

James, en cambio, dio su discurso en Cole’s Hill, en Plymouth, Massachusetts, junto a una estatua de Massasoit Sachem (también conocido como Ousamequin), que era el líder de los Wampanoag a la llegada de los peregrinos y que formó una alianza con los colonos en la colonia de Plymouth. Allí describió la perspectiva de los nativos americanos sobre las celebraciones de Acción de Gracias. El discurso incluía la siguiente declaración:
“Hemos perdido nuestro país. Nuestras tierras han caído en manos del agresor. Hemos permitido que el hombre blanco nos mantenga de rodillas. Lo que ha ocurrido no puede cambiarse, pero hoy debemos trabajar por una América [Estados Unidos] más humana, una América más india, donde los hombres y la naturaleza vuelvan a ser importantes; donde prevalezcan los valores indios del honor, la verdad y la fraternidad (...) Ahora, 350 años después es el comienzo de una nueva determinación para el americano original: el indio americano”.
Tras el acontecimiento, se colocó una placa en Cole’s Hill, en Plymouth, con el siguiente mensaje:
“Desde 1970, los nativos americanos se reúnen a mediodía en Cole’s Hill, en Plymouth, para conmemorar un Día Nacional de Luto en la festividad estadounidense de Acción de Gracias. Muchos nativos americanos no celebran la llegada de los peregrinos y otros colonos europeos. Para ellos, el Día de Acción de Gracias es un recordatorio del genocidio de millones de su pueblo, el robo de sus tierras y el asalto implacable a su cultura. Los participantes en el Día Nacional de Luto rinden homenaje a los antepasados nativos y a la lucha de los pueblos indígenas por sobrevivir en la actualidad. Es un día de recuerdo y conexión espiritual, así como de protesta contra el racismo y la opresión que siguen sufriendo los indígenas estadounidenses”.
Este acontecimiento anual está organizado por los Indios Americanos Unidos de Nueva Inglaterra.


Unthanksgiving Day (Día de No Acción de Gracias)

La Ceremonia del Amanecer de los Pueblos Indígenas, también conocida como Unthanksgiving Day, es un acto que se celebra en la isla de Alcatraz, en la bahía de San Francisco. Se conmemora el mismo día que Acción de Gracias y el Día Nacional de Luto desde 1975 para recordar un acto de protesta celebrado en 1969, en el que el Alcatraz-Red Power Movement, un movimiento social liderado por jóvenes nativos americanos, ocupó la isla.

En 1969, los miembros nativos americanos del Movimiento Alcatraz-Red Power, que formaban parte del grupo Indios de Todas las Tribus (IAT, por sus siglas en inglés), ocuparon la isla de Alcatraz basándose en el Tratado de Fort Laramie de 1868, que asignaba tierras excedentes del Gobierno a los nativos americanos. La ocupación duró 19 meses, desde el 20 de noviembre de 1969 hasta el 11 de junio de 1971, cuando el Gobierno puso fin a la misma por la fuerza. Esto inspiró las protestas del Movimiento Indio Americano (AIM). Miembros del AIM pintaron de rojo Plymouth Rock durante una protesta por Acción de Gracias en 1970, lo que llevó a la instauración del Día Nacional de Luto. El acto está organizado por el Consejo Internacional de Tratados Indios.



* Publicado en El País, 27.11.24.

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