El trabajo más allá del mero trabajo




En Occidente el trabajo ha sido históricamente separado, por motivos ideológicos, de quienes lo ejecutan. Lo que fuera de ser una partición imposible, ha implicado una radical diferencia de estatus entre las y los trabajadores y los productos de su labor. Cuestión que asimismo ha tenido consecuencias en los premios o pagos recibidos por el trabajo: mientras se ha admirado la obra se ha menospreciado al obrero.

Si nos situamos en tres contextos históricos y culturales diferentes de Occidente, se puede graficar lo antedicho en una mirada muy general de tales hechos y procesos, los que en realidad son mucho más complejos.

En la antigua Atenas clásica (siglo V a.C.) el trabajo manual era despreciado al ser un evidente indicador de la inferior condición socioeconómica, moral e intelectual de una persona. La dependencia que suponía tener que trabajar para sobrevivir era despreciada desde los valores impuestos por los grupos dominantes y su alta consideración del ocio: demostraban su superioridad al no laborar productivamente en virtud de poseer un patrimonio suficiente para disponer de trabajo dependiente (libre o esclavo).

Luego, durante la Baja Edad Media (aproximadamente entre los siglos X-XV), si bien ya Europa occidental era cristiana, la visión general del trabajo no varió. Desde los valores de los estamentos dominantes, las labores manuales siguen suponiendo una marca pública de bajeza e incluso de vileza. Obviamente ello se remarcaba en el caso de los siervos sujetos a las tierras de sus señores. Aunque en ciertos ambientes monacales el trabajo era parte de la devoción y, por ende, no cargaba estigma alguno, la nobleza rechazaba las labores manuales y a sus ejecutores. Lo que, como en la antigua Grecia, no implicaba no necesitar, desear y admirar los productos del trabajo.

Para los siglos XVII y XVIII, la llamada Modernidad no trajo mayores variaciones a Europa. A pesar de que el trabajo en algunos casos (como en el de las llamadas profesiones liberales: profesores, abogados, médicos, etc.) adquiere un tinte más respetable, el propiamente manual se mantiene como una actividad degradada y en tal sentido una marca de bajo estatus social e incluso moral. La derrota de la nobleza en los llamados procesos de emancipación burguesa no altera mayormente la escala de valores clasista, ni tampoco concede derechos políticos a los trabajadores. Ahora la burguesía triunfante se suma a la nobleza en su desprecio del trabajo manual cuyos ejecutores fueron convertidos en mercancías por la naciente economía política.

La historia que aquí hemos recorrido, se insiste, desde una perspectiva muy general, es un continuo de desprecio y opresión de los trabajadores. Ya se sabe que la industrialización del siglo XIX, si bien trajo algunos progresos a ciertos grupos de obreros especializados, también significó pobreza y hasta miseria para una gran mayoría, y ni qué decir de la explotación. Recuérdese que no sólo Karl Marx o los anarquistas dan cuenta de ello, asimismo en la conservadora Iglesia católica de la época se tiene que el papa León XIII rechaza la explotación del trabajo por parte del capitalismo salvaje.

A la fecha, nuevamente no se pueden desconocer ciertos avances en algunos contextos, pero sin cegarse ante el mismo desprecio por las labores de los trabajadores y la explotación que han sufrido por siglos. En una época de acrecentamiento sin igual del capital de la mano del mercado autorregulado, convive la opulencia con la miseria, la inseguridad y hasta la semi o esclavitud completa de millones de personas. La legitimada meta de maximización del lucro ha provocado cesantía por las deslocalizaciones de fábricas y una gran presión sobre los trabajadores para que aumenten su productividad en condiciones de precariedad y bajos salarios. Todo ello apoyado científicamente por la disciplina económica, que ha venido a legitimar un proyecto a todas luces ideológico con una vestidura de “ciencia” objetiva y neutral: no hay explotación sino condiciones de mercado; no hay intencionalidad política, sino imparcialidad ante sucesos de mercado.

A dicho escenario se ha venido a sumar una visión ingenuamente progresista de la tecnología, donde se celebra cual fin en sí la tecnificación de múltiples procesos productivos y tareas manuales. La promesa del abaratamiento de la producción ―que ya se sabe no necesariamente implica abaratamiento de las mercancías para los consumidores― se viene considerando como algo sin duda positivo. Lo que obscurece una consecuencia obvia: la pérdida de millones de empleos.

La situación histórica del trabajo en Occidente lleva a preguntarnos una cuestión que no por evidente ha sido poco discutida u olvidada: ¿qué es el trabajo y para qué trabajamos? Hoy la inseparable dualidad persona-trabajo es concebida por la economía dominante (académica y práctica), simplemente cual factor de la producción que posibilita ganar dinero para acceder al bienestar mediante el consumo. Lo que en el fondo provoca una falacia antropológica: el trabajo queda separado de lo político, cultural, moral, psicológico, social, etc. Situación que no pasa de ser una hipótesis o un deseo ideológico, no una realidad.

Gracias a diferentes disciplinas socioculturales, se sabe hace mucho que el trabajo en tanto actividad social es para diversas personas, grupos y pueblos, mucho más que una mera acción mecánica que recibe un premio material. Obviamente las labores productivas posibilitan el sustento, pero nunca ninguna civilización las concibió como lo ha llegado a hacer la economía dominante (académica y práctica). Para diversas sociedades a través del tiempo el trabajo ha sido inseparable de aspectos mágico-religiosos, éticos, sociales, educativos, recreativos, etc. En tal sentido, por contradictorio que parezca para personas que viven en sociedades neoliberales, el trabajo obviamente coopera al sustento; pero jamás se lo consideró ni limitado a dicha meta ni como su único y verdadero sentido.

Un caso, entre los muchos posibles, de esa visión compleja del trabajo se tiene en los pueblos originarios americanos. Por ejemplo, en la zona conocida como Andes Centrales, desde hace miles de años sus diversos grupos han comprendido el trabajo desde una perspectiva que rebasa ampliamente el objetivo materialista occidental neoliberal. Así, entre otras cosas, el trabajo se ha comprendido como la materialización y recordatorio del nexo social del colectivo: es una instancia de reciprocidad material-emocional y de la fiesta que celebra y agradece dicho nexo y reciprocidad. La materialización y recordatorio de las tradiciones que dan unidad e identidad a las comunidades: trabajan juntos porque son parientes-amigos y es lo moralmente debido. La materialización y recordatorio de lo mágico-religioso: el trabajo es también rito de agradecimiento y nexo con lo divino.

En otras palabras, es imposible para el mundo andino aislar el trabajo de lo sociocultural y entenderlo simplemente como una vía de supervivencia material. En esas condiciones es difícil, cuando no imposible, que el trabajo se aliene.

Por supuesto que no se trata de idealizar al mundo andino, pues toda cultura presenta luces y sombras. Es más, la explotación de unos sujetos originarios por otros sujetos originarios no ha estado ajena a los pueblos indígenas, desde la connivencia entre españoles y algunos nativos en la Colonia temprana a la fecha. No obstante, vale la pena destacar las diferencias con la historia occidental y sobre todo con el presente neoliberal, que ha venido a extremar la instrumentalización de las personas que laboran.

Debe aclararse que no se trata de buscar modelos que no tengan el sustrato cultural para ser llevados a la práctica con éxito. Sin embargo, vale la pena señalar que, al contrario de los supuestos saberes “científicos” que determinan una sola vía para la vida colectiva y para lo económico, ha habido y hay formas alternativas de concebir el trabajo. No se trata de utopías, buenos deseos o intuiciones; sino que investigaciones en verdad científicas lo han demostrado. De donde es muy relevante distinguir entre esos conocimientos y la ideología neoliberal que se disfraza de “ciencia económica”.

Para concluir, se cree aquí que el paso que sigue al conocimiento es la acción política de transformación. Es hora de rechazar los cantos de sirena dominantes que nos intentan convencer de que no hay opción al neoliberalismo, de que todo lo que no corresponda a sus supuestos y propuestas está obsoleto o es inviable. Ciertamente la tecnologización debe hacernos replantearnos cuestiones; más lejos está ello de hacer olvidar una cuestión fundamental a la vida humana: la justicia. Con mayor razón cuando hablamos de justicia para la inmensa mayoría de la humanidad, es decir, para los millones de personas que realizan una labor productiva sustentadora.



* Publicado en Agenda Latinoamericana, 2020.

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