La universidad triste es aquella en la que lo político tiende a evaporarse; triste ahí donde vemos, igual, diluirse la necesaria vocación a implicarse en los dramas del mundo; es la universidad que nos inhibe a ser sujetos sensibles de calibrar un argumento sobre “lo que pasa” sin calcular los costos que puede traer una opinión, una escritura o una idea que irrumpa como una contrapalabra en los salmos del sistema tal como éste ha sido concebido.
Javier Agüero A.
“El poder requiere cuerpos tristes. El poder necesita tristeza porque puede dominarla. La alegría, por lo tanto, es resistencia, porque no se rinde. La alegría como potencia de vida nos lleva a lugares donde la tristeza nunca nos llevaría”
Gilles Deleuze
La universidad así, en genérico, parece atravesar por un penoso letargo en Chile; un estado de morbilidad en relación a su capacidad activa, de reacción e ingreso en las cuestiones que afectan a la cultura, a la sociedad chilena y global. No se podría generalizar a partir de datos o investigaciones que pudieran avalar esta cuestión, que deviene más bien de percepciones y experiencias singulares en una institución regional, pero desde lo que he podido recoger en conversación con colegas de diferentes universidades del país, sí que hay un consenso en que vivimos una “universidad triste”. Yo, y lo digo en principio y como un trabajador de la universidad hace más de 20 años, soy parte de toda esta institucionalización de la tristeza.
Por “universidad triste” entenderemos a un tipo de institución que en sus diferentes estamentos pasa por un período de vacío de sentido; que habita en un marasmo que la inhabilita para significarse a sí misma como una zona excepcional de cruce de ideas, de la entrada en el desacuerdo democrático, de la generación de espacios de discusión y también de la fecunda disidencia que siempre ha brotado en los recodos universitarios –deliberativos y polémicos respecto de cuestiones centrales que suceden en el mundo, en el país o en las regiones– y en el que las y los actores se comprendan como potenciales agentes de cambio y con una preocupación permanente por eso que Aristóteles llamó, en La constitución de los atenienses, “Los asuntos de la polis”.
Una universidad triste es aquella que se asume como sin alternativas frente a las exigencias de un modelo que la monitorea como una esfera más al interior del itinerario productivo de un país, al día de hoy, sin proyecto, y que decretó su canon neoliberal hace 50 años, autorrecompensándose en el progresivo logro y aumento de sus estándares. Es la universidad de mercado en estado avanzado que, del mismo modo, se ve atávica en relación a los imperativos devenidos guarismos excluyentes –metas, indicadores, factores, etc.– a los que hay que trepar frenéticamente para ser competitivos en la bolsa de las indexaciones, de los proyectos que robotizan (“nos” robotizan) las carreras académicas y entienden a las y los académicas/os mismas/os como un engranaje en la máquina que es la universidad capitalista que gobierna el orden de la producción de saberes.
Es importante remarcar que todo esto no es, necesariamente, culpa de las universidad y de sus autoridades, quienes están obligados a protocolizar los diferentes ámbitos de la gestión para avanzar en procesos de acreditación que les permitan recibir más o menos recursos del Estado. La universidad está capturada en esta lógica en la que las y los investigadores, por su parte, se transforman en una suerte de zona de sacrificio donde son extractivizados/as.
La universidad triste puede pagar hasta 2 millones de pesos por un paper indexado de 15 páginas que leerán, siendo optimistas, 50 personas. Y al revés, con suerte, dará cuenta en una esquina de la página web institucional de un libro-ensayo de 300 páginas que podrá ser traducido a tres lenguas y circulará por diferentes partes del planeta. Así es la pauta, esta es la regla, las universidades o se ajustan o desaparecen en un gesto darwinista de conservación. Así también lo hacemos nosotras y nosotros; corriendo a toda velocidad para indexar compulsivamente y reservándonos alguna que otra revancha escribiendo libros individuales o colectivos.
La universidad triste es aquella en la que las y los académicas/os (incluso los que reivindican e insisten, como quien suscribe este texto, en mantener vivo esa especie en extinción que es el pensamiento crítico para resistir la infantería furiosa de los “factores de impacto”), celebran el haber subido de “categoría” en el escalafón predeterminado de las instituciones. Detrás de estos ascensos, es seguro y justo indicarlo también, hay mucho trabajo, años de dedicación a la escritura, a la docencia, al ámbito administrativo y, en algunos/as, a la extensión. Mas el punto es si esto favorece un sentimiento de logros colectivos o simplemente son “éxitos” personales, reconocimientos, de nuevo, justos, pero individualizantes que en nada se emparentan con eso universal de la universidad, volviendo a aceitar en esta pasajera sensación de plenitud la maquinaria descolectivizada que implica la autogestión al interior de las instituciones de educación superior.
Hace poco un estudiante de ingeniería me dijo en una clase sobre “Ciudadanía para el buen vivir”, que él jamás contrataría a una mujer porque los riesgos son muy altos en caso de que quedará embarazada, teniendo que pagar pre y post natal además de un reemplazo por las labores que quedarán sin responsable. En principio el argumentó me indignó y pensé en ir con todo contra una posición tan hacendal-decimonónica, patriarcal, abusiva, discriminatoria, en fin. Sin embargo, rápidamente la ira dio paso a la pena al darme cuenta de que ese alumno (así como muchas/os), que estudia con gratuidad, que tiene beca JUNAEB y que viene de un sector social más bien pobre, era el producto de algo mayor. A través de sus palabras no hablaba un ser humano convencido de lo que decía (rápidamente su rostro cambió cuando le pregunté si pensaría lo mismo el día, probable, en que la hija que aún no tiene busque trabajo), sino una racionalidad sedimentada tristemente a la largo de su trayecto biopolítico en el que la neoliberalización de la pobreza también ha sido parte de la tragedia chilena durante y post-dictadura; esa tragedia que se expresó en lo que Manuel Canales llamó “el mercadeo”, donde lo común desaparece y solo deambulan individualidades filtrando sus interacciones a través de los códigos de la transa, del costo-beneficio, de la compra y venta. Lo igualmente sorprendente de esta situación con el estudiante, es que nadie lo contradijo, ningún compañero y menos compañeras, que eran las directamente aludidas, se atrevieron a decir algo en contra de su planteamiento y a favor de ellas mismas (veníamos de revisar un estudio hecho por académicas/os de la Universidad de la Frontera que daba cuenta de las brechas salariales entre hombres y mujeres).
Universidad triste. Estudiantes que, en su mayoría, no se reconocen en un mundo común y reniegan no solo de lo colectivo y de un núcleo solidario que los vincule por encima de sus cáscaras aspiracionales, sino que se han visto obligados a ser a veces, incluso, crueles. Porque el sistema es despiadado y mimetiza la desigualdad instalando como principio la idea de la “sana competencia”. Estudiantes que, al final del día, son la expresión generacional de un tiempo sin proceso social, sin movimientos ni espasmos de cara a injusticias tan evidentes; están rodeados por una suerte de zombilogía y son nutriente para los populismos de derecha. No es que rehúyan la posibilidad de entrar a espacios comunes, sino que de plano los desprecian, los tachan, colaborando con este mecanismo de subjetividades múltiples –que se reúnen, no obstante, en el principio individualista del éxito en soledad– en la construcción de un tipo de sociología sin sociedad; una “ademia”, al decir de Giorgio Agamben, esto es: la ausencia de un demos, de un pueblo, de un otro. Entonces no demandan nada, no cuestionan nada ni tienen inquietud alguna salvo las personales que se ven atormentadas, a su vez, por el uso, a esta altura, en éxtasis de las redes sociales que terminan por aislarlos aún más. Nadie levanta la mano durante las clases para hacer un punto, estar en desacuerdo o simplemente preguntar ahí donde, y como escribía Antonin Artaud, deberían “arder en preguntas”. Las manos no se levantan, se mantienen abajo enganchadas a sus celulares.
Las explicaciones a todo esto pueden ser muchas y no será esta columna el lugar para explayarse en ellas. Pero mencionaremos, en breve, dos.
Pensemos primero en que la intensidad de la Revuelta de 2019 devino en un nivel de politización tan denso, liberando una energía colectiva a todas luces inédita en la historia de Chile, que esta fuerza terminó por fatigarse en un tramo muy corto de tiempo. Y tal vez quedamos empantanados en la idea de que algo así sería para siempre posible, pero, evidente y es lo que demuestra la propia historia, las sociedades tienden a su repliegue después de estallidos inesperados de politización de la ciudadanía –o de una ciudadanización de la política– tan potentes.
Y segundo, el triunfo del imaginario securitario-económico (que reúne a todas las fobias de la derecha: contra el Estado, contra el migrante, contra la autonomía de las mujeres y sus cuerpos, contra toda forma disidencia sexual o de género, en fin) que toma la forma de restauración conservadora en el minuto exacto de ser rechazado el proyecto de Constitución de 2022. Esto, se cree, desmovilizó de igual manera a la vez que atomizó a la sociedad chilena produciendo una napa cultural sobre la que se desplazan islotes individuales separados, por una gran fisura, del continente político-colectivo.
Una universidad para dejar de ser triste debe concebirse a sí misma como una comunidad política antes que cualquier otra cosa. Política en el entendido de que ésta siempre ha sido y fue un espacio para decirlo todo, sin restricciones, tal como lo señala Jacques Derrida en su libro La universidad sin condición, y en donde las ideas y argumentos contrarios fertilicen la disidencia democrática en el mejor de los sentidos, metabolizada en posiciones sostenibles e igualmente respetuosas de otras disidencias. Una comunidad política que reconozca la urgencia a todo orden y como prioridad absoluta el valor del pensamiento crítico en sus estudiantes que independiente de sus orígenes, identidades religiosas, adscripciones políticas o vocaciones profesionales, no encuentren en la universidad el sesgo de época que los anulará como sujetos con potencia activa en una sociedad que, más que nunca, los necesita despiertos y no sonámbulos; atentos y no dormidos en la aquiescencia de lo “normal”, en la estabilización peligrosa de la rutina incuestionable, en la estratificación arbitraria de lo permitido.
De cara a la llegada, al parecer inminente, de un gobierno de derecha en cualquiera de sus versiones –y que tradicionalmente ha visto en las universidades una amenaza a sus valores de conservación a toda escala, armando entonces sus propios centros de investigación ad-hoc que tributan a intereses privados y se vierten contra todo asomo de “lo público” (el que debiera ser el perímetro natural de la universidad)–, es justo este el momento en que se tiene que abandonar la tristeza y recuperarse en “motivos” profundos que vuelvan a imprimirle a la universidad el sentido perdido en el último tiempo al calor de una despolitización brutal. Entonces, es del mismo modo urgente recuperar el sentimiento de comunidad que no es otra cosa que intensidades libres y diversas interactuando en un espacio de resguardo para todas las visiones de mundo y en el que las exigencias –insalvables– del universalismo de mercado a las cuales toca responder, no terminen por erosionar la delgada corteza crítica que le va restando a la universidad.
Se repite, hoy es más apremiante que nunca entregar toda la energía de la que disponemos para volverla a la región virtuosa donde lo heterogéneo sea la norma, la libertad el principio, la diferencia el verdadero estándar y los valores humanistas, revitalizados, el lugar común donde lo político vuelva a tener una posibilidad y la universidad abandone su tristeza, restaurando el imaginario querellante a la luz de los seguros padecimientos que, sobre todo las públicas, deberán hacer frente cuando un sector de la sociedad, históricamente reaccionario al libre pensamiento, comience a intervenirla.
Tenemos derecho a la alegría.
* Publicado en La Voz de los que Sobran, 26.09.25. Javier Agüero A. es Dr. en filosofía y profesor de la Universidad de Los Lagos.
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