"Porque lo que queremos es rodearnos de personas puras, impolutas, próvidas; es decir, de gente que no existe. Todos los demás a la hoguera. El problema es que —y esto se dijo (lo dije) desde el principio— todxs, mujeres, hombres, personas no binarias, somos susceptibles de un día ser objeto de la funa"
Lucía Pi Cholula
Estoy tan enojada con lo que está sucediendo en torno a mi amigo Rafael Mondragón [1], la Editorial Heredad, el Estudio Magnolia y el Premio Mariela Vanessa para Escritoras Emergentes, que no tengo cabeza para articular un texto continuo, pero no puedo —aunque quisiera— dejar de decir algo. Es por esa razón que aquí van algunos apuntes en torno a la política de cancelación, las funas y las denuncias feministas.
1.- Toda funa dañará a otrxs, esto es así. Quisiera aclarar en este punto que no digo esto para desincentivar las denuncias, que son necesarias para atender los casos de injusticia y que se promueva la reparación del daño, pero a estas alturas del partido deberíamos tener claro que una funa no es solamente una denuncia. Una funa lo que busca es quemar al otro en el mundo, condenarlo al ostracismo, hacer que con una desaparición simbólica “pague” por lo que “nos ha hecho”. No por nada mis estudiantes dicen que cuando proyecto sus textos en el pizarrón para corregirlos “voy a funarlxs”: temen que los demás vean sus errores, les da vergüenza. El mecanismo de la funa es el de la vergüenza pública; y nadie quiere ser avergonzado frente a los otros, mucho menos las personas que desde cierta altura moral se afirman progresistas —es decir, todxs nosotrxs.
La funa es un aparato de vigilancia y control social que desde hace años estamos dispuestos a aplicar a nuestros pares. Por eso, ante la cancelación incluso de nuestros mejores amigos, muchxs guardamos silencio. Y quienes no lo hicieron, quienes se atrevieron a hablar —que no digamos ya a defender— padecieron también la vergüenza pública. Incluso aquellxs que no alzaron la voz, pero no “cancelaron” del todo a los denunciados también la sufrieron. Vergüenza, miedo, angustia: eso fue lo que padecimos las compañeras que no saltamos inmediatamente al “yo sí te creo”; las que nos quedamos ahí viendo cómo por una denuncia en redes a alguien a quien teníamos muy cerca nuestra vida también se iba al carajo; las que fuimos calumniadas, vilipendiadas, acosadas, castigadas por pensar un poquito fuera de la caja. (Un día escribiré sobre estos testimonios, que son más de los que se imaginan y que hoy no sólo permanecen en silencio, sino que siguen doliendo profundamente). Por eso afirmo que una funa siempre dañará a otrxs, por ejemplo, a otras mujeres, que no tienen ninguna responsabilidad con lo que se señala.
2.- En los mecanismos de la “denuncia feminista” y la cancelación no existe un tiempo de determinado de castigo: para el punitivismo feminista del #yosítecreo el castigo debe ser para siempre, sin importar ni siquiera el grado de la violencia ejercida o la validez de la denuncia. Lo que hoy se implementa es la condena sin fecha de expiración: por eso pueden rescatar una denuncia del 2018 y seguir exigiendo que a la persona denunciada se le excluya de diversos espacios (aquí debería escribir “del mundo”, porque eso es lo que las funas quieren). ¿Cuántas veces no hemos encontrado denuncias que vuelven a salir a la luz porque alguien descubrió que un denunciado obtuvo un empleo, una beca o se ganó un premio (por hablar sólo del mundo de la literatura)? No basta con las cosas que perdieron en su momento, sino que los denunciados deben seguir perdiendo todo el tiempo, porque finalmente —y esto es lo que pareciera postular la condena de la cancelación— no deberían existir. Ellos, toda su persona, se resumen en ese —muchas veces— único acto que fue denunciado y por lo tanto deben ser castigados para siempre. Porque lo que queremos es rodearnos de personas puras, impolutas, próvidas; es decir, de gente que no existe. Todos los demás a la hoguera. El problema es que —y esto se dijo (lo dije) desde el principio— todxs, mujeres, hombres, personas no binarias, somos susceptibles de un día ser objeto de la funa. Tal vez la diferencia es que algunxs tendrán los contactos para sortear la vergüenza y permanecer en los puestos de poder, mientras que otrxs tendrán que ir a esconderse a quién sabe dónde, porque su figura pública está muerta (por ejemplo, los compañeros militantes que perdieron toda posibilidad de trabajar en la universidad). Y sí, algunos militantes tienen a veces comportamientos misóginos, a la vez que son también compañeros comprometidos con la lucha de los pueblos. ¿Qué hacemos con esa complejidad de los sujetos? ¡Ah, ya sé! Los condenamos al aislamiento social… Un día habría que ver cuántos compañeros de izquierda denunciados fueron despedidos por la universidad y cuántos hombres de élite permanecieron en sus puestos tras las olas de denuncias. Por eso hay feministas que cuestionan estos mecanismos de destrucción de nuestro tejido social —el nuestro, no el de los poderosos—. Los castigos infinitos no son justicia, tampoco lo es que los denunciados lo pierdan todo cada vez que se reactivan las denuncias. Eso es venganza.
3.- El #Yosítecreo, tan funcional en su momento para visibilizar lo que durante años permaneció en silencio, cancela la posibilidad de ejercer el pensamiento propio y la lectura crítica. La verdad es que no me interesa demostrar que ciertas denuncias son calumnias y que “la verdad caerá por su propio peso”. No sólo porque esto no es cierto —la verdad no cae por su propio peso: ahí está Donald Trump gobernando ese imperio en decadencia—, sino porque a veces las denuncias son falsas y a veces no. Eso es así. ¿Qué hacemos con eso? Pues pensar, analizar, cuestionar los relatos. Leer críticamente, analizar los grados de violencia, preguntarnos por qué en un tendedero se toman como iguales una denuncia por violación y otra que señala a un profesor por hacer mansplaining en sus clases, como si ejercer el arte de la explicación no fuera el trabajo del sujeto (que por cierto gana 60 pesos la hora, aunque esto ya es otro cuento). Y perdónenme, pero sostener que alguien es un “acosador” —así, como si esa fuera su identidad— por una denuncia que remata diciendo que no compartió una bibliografía porque años antes no le aceptó un café es una estupidez infantilizante.
Recuerdo que en el #Metoo de 2018 había varias de denuncias por el estilo: un montón de gente adulta infantilizada, incapaz de decidir, temerosa o confundida. Creo que eso es lo que hemos estado haciendo: confundir diversos ámbitos de la vida con la violencia. El conflicto no es abuso; corregir en clase con respeto no es ejercer mansplaining; invitar un café —si es que esto hubiera sucedido— no es acoso. Creer de entrada todo (#yosítecreo) y sostener que todo es violencia es participar del juego del castigo infinito; en pocas palabras, punitivismo del más conservador, que además se aplica sin concesión alguna a los compañeros, no a los poderosos. Estamos ante un montón de gente “de izquierda” reclamando la cárcel social para sus pares: de allí al sueño de Buekele hay pocos pasos.
Y, bueno, además están las denuncias falsas, ¿o qué no estamos viendo cómo Televisa fabricó testimonios para culpar a un adolescente de violencia sexual? Claro, dirán que el porcentaje es mínimo, y estoy de acuerdo. Así que, en vez de apelar al argumento de la verdad o la mentira, apelo a su capacidad de pensar y por lo tanto discernir, cuestionar, dudar, interpretar la realidad que se entrega como verdad absoluta. Por ejemplo, la denuncia contra Rafael Mondragón es absolutamente ridícula y la reacción que está provocando, desproporcionada. Está claro que quien la escribió buscaba dibujar la silueta del macho progre acosador, pero es que el relato ni siquiera le alcanza para esto. Y, además, ¿qué si Rafa fuera un militante que habla de la lucha? En 2018 muchos estuvieron dispuestos a aceptar o callar ante relatos así y a pasar del supuesto “me invitó un café” a concluir que ello describe a “un acosador sexual”. ¡¿De dónde?! Por eso, debemos pensar cuestionar, dudar, interpretar. Si no lo hacemos, estamos dispuestos a abrirle la puerta al pensamiento unidireccional del dogmatismo fascista. Dogmatismo que hoy se escuda tras la bandera de la libertad, porque en la izquierda estamos muy ocupados vigilando nuestros comportamientos. Acá pareciera que todos somos culpables hasta que se demuestre lo contrario.
4.- La cancelación es silenciamiento y en el silenciamiento nadie puede demostrar su inocencia ni reparar el daño. Entiendo que ante la falta de impartición de justicia por parte del Estado (por cierto que nadie parece cuestionarse la pertinencia acudir al punitivismo estatal, pero ésa también es otra historia), hemos buscado otras instancias que “impartan” castigo. La universidad se convirtió en una de esas instancias: denuncias, tendederos, comisiones de género, etc. Todo un aparato que se echó a andar en 2018 y que tuvo diversas consecuencias, como expulsar de la universidad a profesores sin poder, pero incómodxs para las autoridades por pertenecer a diversos movimientos de izquierda. Le fue tan fácil a la autoridad agarrar por parejo todas las denuncias y deshacerse de quienes no estaban alineados con sus políticas. Y no estoy apelando a que la universidad se quede de brazos cruzados y no lleve a cabo una serie de acciones contra la violencia de género; estoy diciendo que lo que sucedió fue que de pronto teníamos a una institución educativa ejerciendo supuestamente justicia por medio de instancias como el Tribunal Universitario, que históricamente se ha dedicado a la persecución laboral y política de compañeros y compañeras. Para decirlo de otra manera, el feminismo progre decidió ampararse en una institución inquisitorial.
Además de esas nuevas instancias de justicia, el feminisimo del #yosítecreo ha hablado mucho de la reparación del daño. La cuestión es que en el ostracismo nadie puede reparar el daño; en la denuncia anónima nadie puede reparar el daño; en los relatos falsos nadie puede reparar el daño. Y la verdad es que ni siquiera sabemos cómo hacerlo. Por eso el castigo que se perpetúa, por eso la reactivación de las denuncias ante cualquier hecho: si alguien consiguió un trabajo, ganó un premio (o impulsó uno), publicó un libro, apareció en un evento, se atrevió a decir algo, se quitó la vida, la denuncia será reactivada para que vuelvan la vergüenza y el silencio (de los sujetos y de aquellos que los rodean). Es interesante además cómo a veces esta reactivación no viene ni siquiera de las propias denunciantes, sino de otras personas, como en el caso de Rafael Mondragón. “Hay que estar todas atentas para que nunca hagan nada, para que no se muevan, porque corremos peligro”, afirman categóricamente. En la reactivación no hay reparación del daño, hay castigo sin justicia. En ese sentido, desde mi perspectiva, no es momento de ponernos a “imaginar otras formas de impartir justicia”; es momento de decir “¡Ya basta!”, de dejar de participar de los mecanismos de la funa, que nos destruirán a todxs por igual.
5.- Dejar de participar de los mecanismos de la funa implica, desde de mi perspectiva, varias cosas: desde tenderle la mano a un amigo que se está enfrentando a la cancelación, hasta ponerle un alto a actitudes absurdas, como las de esa profesora que no deja entrar estudiantes varones a sus clases de literatura escrita por mujeres, o las de incentivar que las y los estudiantes dejen de leer ciertos autores por machistas, como si dejar de leerlos fuera nuevamente hacer justicia. Censurar no es justicia ni transformación: lo vemos claramente en el ascenso descarado de los discursos fascistas que durante años permanecieron en la periferia. La cuestión es que, a pesar de la censura, nunca se fueron. Mejor confrontar y cuestionar que cerrar los ojos. Las políticas de la cancelación quieren implementar la ceguera como forma de resistencia, pero “no ver” no cambia nada. Lo único que sucede es que nos encerramos en una burbuja de falsa pureza, mientras la vida allá afuera sigue.
6.- Celebro que el 2025 no sea el 2018 y que muchas personas estén dispuestas a defender a un amigo ante la denuncia; que el #yosítecreo no tenga hoy en día las mismas consecuencias que tuvo hace unos años, cuando todos permanecimos callados por miedo a las represalias. ¿Cuántos amigos perdieron en la funa? ¿A cuántos les dejaron de hablar por miedo a que los relacionaran con ellos? (No estoy diciendo que si querían dejar de hablarle a alguien no lo hicieran; estoy diciendo que si lo hicieron por miedo a la cancelación está terrible). Alguien preguntaba cínicamente en el exTuiter si el #yosítecreo tiene límites cuando se trata de un amigo. ¡Menos mal que (hoy en día) los tiene! Es un avance importante que las personas hoy estén dispuestas a no abandonar a un amigo frente a la denuncia, independientemente de si es cierta o falsa. Y no me refiero a que no lo abandonen para salir en su defensa, que esto no me parece mal, sino para también cuestionarlo, invitarlo a hacerse cargo de sus violencias, ayudarlo a responsabilizarse y cambiar. ¿Cómo vamos a mejorar, si lo único que nos interesa hacer es borrar del mapa a quienes se equivocan? ¿Por qué hablamos tanto de pedagogías alternativas y “nuevas masculinidades”, pero no queremos hacer la chamba educativa ni aceptar que los sujetos pueden cambiar, crecer, transformarse?
Creo que por ahora ya no tengo punto siete, así que sirva este cierre para reiterar mi apoyo a mi amigo Rafael Mondragón, a mi amiga Laura y a las compañeras de la editorial Heredad. Confío en que éste será un mal trago que pase pronto. La nutrida ola de solidaridad que hemos visto en redes ante este caso me hace creer que así será. Esa ola de solidaridad, por cierto, no viene nada más del hecho de que Rafa sea amigo —y muy querido— por mucha gente (cosa que, por cierto, no es casual: su comprometida trayectoria, en las aulas y fuera de ellas, lo ha hecho ser un compañero querido y admirado, en quien la gente no duda en confiar). También tiene, acaso, que ver con el hecho de que esta denuncia suena demasiado a calumnia y que, incluso si tuviera algo de verdad, la reacción a todas luces desproporcionada que ha provocado es injustificable. Sin embargo, no he hablado más de todo eso, porque mi propósito no es únicamente defender a Rafa, sino aprovechar que este caso en especial puede ser quizá el pretexto—o eso espero: al menos así servirá de algo— para al fin tener una conversación más amplia y profunda sobre la funa como mecanismo viciado que, lejos de solucionar los problemas que pretende atender, está teniendo efectos de veras nocivos y riesgosos.
P. D. Cada que escribo sobre esto me da terror lo que pueda pasar. Casi nunca pasa nada y los textos pasan casi inadvertidos. A veces algunas personas me escriben por privado y me dicen que qué bueno que escribí sobre eso. Igual me da terror que un día una compañera lo lea y decida cancelarme. Los mecanismos de silenciamiento operan por medio del miedo. Yo no soy necesariamente valiente, pero no soporto la frustración de quedarme callada. Sirva este texto para hablar también por otros que hoy en día no pueden decir nada ni defenderse ante los mecanismos de la funa.
NOTA DEL BLOG:
[1] Doctor en Letras con estudios posdoctorales por la Universidad Nacional Autónoma de México, en cuya Facultad de Filosofía y Letras es profesor.
* Publicado en Revista Común, 04.04.25.
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