Instituciones científicas y obediencia anticipatoria




La historia no se repite y los Estados Unidos de Donald Trump no son la Alemania de Hitler, pero lo que importa es aprender de ella.

Philip Ball


Ha llegado el momento de dar una pequeña lección de historia. A los pocos meses de la elección de Adolf Hitler en 1933, se pidió a los empleados judíos de la Sociedad Química Alemana, incluidos algunos miembros de alto perfil, que dimitieran en un acto de lo que la historiadora Ute Deichmann ha llamado obediencia anticipada. Todos los miembros "no arios" fueron expulsados ​​en los años siguientes[1]. "Uno de los fenómenos más notables en el mundo académico en 1933 es que las medidas más severas de las políticas nacionalsocialistas contra la ciencia se llevaron a cabo bajo un alto grado de silencio y con el frecuente consenso de los científicos", ha escrito Deichmann [2].

"Los químicos no libraron batallas por los judíos", dijo el historiador Helmut Maier [1]. "No libraron batallas por los inmigrantes. Sólo libraron... una batalla por sus intereses profesionales".

La química alemana no fue en absoluto la única en este sentido, pero fue una de las disciplinas más complacientes con las exigencias nazis. La Sociedad Alemana de Física se mostró reticente a la "arianización", pero no ofreció una resistencia significativa. En 1946, el vicepresidente de la sociedad, Wolfgang Finkelnburg, intentó construir una exculpación, diciendo que la sociedad "hizo todo lo que estaba en su poder... para representar... una física científica limpia y decente". Esta negativa a enfrentarse al pasado perduró hasta hace poco: la Sociedad Química Alemana recibió cartas de queja de sus miembros incluso a mediados de la década de 2000, cuando anunció un plan para investigar su pasado durante el Tercer Reich.

En cuanto a la industria química alemana, el legado nazi se resume en un nombre comercial: Zyklon B. Sin embargo, esto no debe eclipsar el uso de mano de obra esclava de los campos de concentración por parte de BASF, Bayer, Agfa y Hoechst para fabricar caucho sintético.


Falta de resistencia

La historia no se repite y los Estados Unidos de Donald Trump no son la Alemania de Hitler, pero lo que importa es aprender de ella. En Alemania, en los años 30, las instituciones y sociedades científicas no lograron ofrecer una resistencia significativa al nazismo en todos los niveles. Sería difícil encontrar a un científico que renunciara a su puesto debido a las purgas antisemitas y que no se sintiera personalmente afectado por ellas. Así lo veía Leo Szilard, que abandonó Berlín en 1933 para trasladarse a Inglaterra:
"Los alemanes siempre adoptaron un punto de vista utilitarista. Se preguntaban: "Bueno, supongamos que me opusiera a esto, ¿qué bien haría? No haría mucho bien, sólo perdería mi influencia. Entonces, ¿por qué debería oponerme?". Ya ves, el punto de vista moral estaba completamente ausente, o era muy débil" [3]
Y así Szilard concluyó que el plan de Hitler se lograría no porque los nazis fueran tan fuertes, sino porque "no habría resistencia alguna".


Paralelismos con las purgas

Cualquiera que haya estudiado la ciencia bajo los nazis, como hice yo para mi libro Serving the Reich, no puede dejar de sentirse consternado y alarmado por los paralelismos en la respuesta hasta ahora de las instituciones científicas y las academias a las purgas y abusos de poder posteriores a las órdenes ejecutivas de Trump que atacan la diversidad, la equidad y la inclusión en el mundo académico. 

A continuación, se presenta una pequeña selección de eventos (que han sido documentados de manera mucho más exhaustiva por Derek Lowe, conocido por los lectores de Chemistry World, en un blog para Science).

- El Instituto Médico Howard Hughes ha cerrado su programa Inclusive Excellence 3 y ha comunicado a sus beneficiarios que "no se realizarán más pagos".

- La NASA ha eliminado la palabra “inclusión” de los valores fundamentales que representa y ha ordenado a los empleados que eliminen todos los pronombres personales de las comunicaciones laborales.

- La Fundación Nacional de Ciencias de Estados Unidos está revisando subvenciones en busca de palabras clave (igualdad, minoría, trauma) que podrían llevar a suspender la financiación.

- Los Institutos Nacionales de Salud han dicho que las solicitudes de estudiantes de posgrado de orígenes subrepresentados bajo su programa de diversidad han sido eliminadas del grupo de solicitantes.

- La Sociedad Estadounidense de Microbiología censuró un artículo sobre las mujeres en el desarrollo de antimicrobianos para eliminar palabras como “marginada”, “equidad” y “diversidad”, sin avisarle al autor.

Parte de esto parece ser una obediencia anticipatoria, una conducta que el historiador Timothy Snyder ha identificado como una respuesta característica (y peligrosa) a los regímenes totalitarios. No ha habido declaraciones oficiales sobre estos ataques a la inclusión ni sobre la cruzada anticientífica más general por parte de las Sociedades Estadounidenses de Química o Física (mis consultas a ambas no han recibido respuesta hasta la fecha), ni de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos.

Nadie puede esperar que los científicos individuales tomen una postura, a riesgo profesional e incluso personal (aunque algunos lo están haciendo). Aun así, muy pocos presidentes de universidades se han pronunciado: Christina Paxson, de la Universidad Brown en Rhode Island, ha dicho:
"...estamos preparados para ejercer nuestro derecho legal de defendernos contra leyes, regulaciones u otras acciones que comprometan la misión de Brown".
Holden Thorp, editor en jefe de las revistas Science, ha dicho sabiamente que la resistencia no tiene por qué ser abierta
"También significa comprender la situación, preocuparse por las personas a su cargo que se ven afectadas, ayudarlas a lamentar lo que se está perdiendo y liderar una conversación sobre cómo la educación superior se va a adaptar a las nuevas realidades sin sacrificar nuestros valores".
Pero la prudencia no puede significar timidez, ni correr el riesgo de parecerlo. Como escribí en mi libro Serving the Reich:
“La ciencia puede y debe, como comunidad, organizarse para maximizar su capacidad de actuar colectivamente, éticamente y –cuando sea necesario– políticamente”. 
La comunidad científica necesita alzar la voz, no sólo por el bien de la ciencia, sino también por el de la decencia, la dignidad y la moralidad humanas.


REFERENCIAS:

[1] S. Everts, C&E News, 2013, 91, 30 (pubs.acs.org/doi/10.1021/cen-09137-scitech).

[2] U. Deichmann, Angew. Chem. Int. Ed., 2002, 41, 1310 (DOI: 10.1002/1521-3773(20020415)41:8<1310::AID-ANIE1310>3.0.CO;2-7).

[3] L. Szilard, Bull. Atomic Sci., 1979, 35, 55 (DOI: 10.1080/00963402.1979.11458601).



* Publicado en Chemistry World, 07.02.25.

Burkina Faso y Mali expulsan a Francia... y miran a Rusia




Francia ha completado la retirada de tropas de Burkina Faso después de que el pasado 18 de enero Uagadugú decretara el final de los acuerdos de defensa suscritos por ambos países. Un episodio similar  se dio en Mali, en mayo de 2022, cuando el gobierno anuló los acuerdos de defensa con Francia denunciando “atentados flagrantes contra su soberanía nacional”. Ante la pérdida de influencia regional, Emmanuel Macron intenta un giro político para transformar las relaciones con el continente, que se traduce en un cambio de paradigma militar. 


Viviane Ogou Corbi


Los golpes de Estado vividos en Mali y Burkina Faso desde 2020 han llevado a la constitución de juntas militares de tendencia antifrancesa ­­--es decir, de cuestionamiento de la política del gobierno francés en África-- que ha desafiado la tradicional alianza occidental para reforzar, en cambio, sus relaciones con Rusia. En un primer momento, analistas y observadores, sobre todo en espacios de reflexión occidentales, interpretaron este giro como el resultado de la estrategia rusa de zona gris, que, a través de campañas de desinformación contra Francia y con el apoyo a los considerados nuevos hombres fuertes en estos países frágiles, buscaba combatir la influencia occidental y alimentar la inestabilidad que afecta directamente a las fronteras europeas. Sin embargo, los discursos oficiales de los nuevos gobiernos que han tomado el poder, así como el debate público, enmarcan este giro en un proceso de autonomía africana, que se traduciría en poner fin a la percibida injerencia francesa, cambiar de estrategia y reforzar alianzas con un actor que se presenta a sí mismo como capaz de ofrecer una voz alternativa para África en el escenario internacional.

El sentimiento antifrancés resurgió en medio de la crisis multidimensional que vive el Sahel desde 2012. En todo este tiempo, las intervenciones coordinadas entre las fuerzas armadas locales y las misiones internacionales no han sido capaces de frenar el crecimiento del terrorismo yihadista y las redes de tráfico ilícito, lo que ha derivado en la perdida de territorio, el deterioro de las condiciones de vida, y el incremento del desplazamiento forzado de población. Todo ello ha resultado en movilizaciones ciudadanas que señalan como culpables a los militares franceses, a la par que a los mandatarios africanos incapaces de desplegar estructuras de gobernanza que dieran respuesta a las necesidades de la población.

En este contexto de malestar social y manifestaciones en las calles, sectores militares, tanto en Mali como en Burkina Faso, perpetraron sendos golpes de Estado que consiguieron movilizar apoyo popular al presentarse como alternativa a la incapacidad de los gobiernos precedentes, con promesas de estabilización del país para luego dar paso a una transición hacia un gobierno civil. Sin embargo, en ambos casos se ha dado un segundo golpe de Estado por parte de otros sectores militares pro-rusos, que han institucionalizado un discurso antifrancés y han reforzado la colaboración con el Kremlin, no solo a través de estrechar relaciones bilaterales sino también contratando al polémico grupo paramilitar Wagner.

En el caso concreto de Mali, la asociación con Rusia también tiene su origen en las crecientes tensiones entre la junta de Assimi Goïta y el Elíseo, a quienes los gobernantes africanos acusan de paternalismo y de unilateralidad en la toma de decisiones estratégicas, y con quien las Fuerzas Armadas malienses han encontrado una compleja coordinación. Tras confirmarse la presencia del grupo paramilitar ruso Wagner en el territorio, Emmanuel Macron denunció la incompatibilidad en la presencia de ambos. Pero la Junta maliense decidió no retractarse, derivando en un episodio de culpabilización mutua que terminó con la ruptura de las relaciones diplomáticas.

En Burkina Faso, en cambio, no se había producido un incremento de las tensiones con el Elíseo que justificaran la terminación de los acuerdos bilaterales. En este caso, entre las motivaciones que explicarían el giro prorruso, está el interés de Ibrahim Traoré de garantizarse apoyos después del golpe militar que sustenten su gobierno, así como un cambio de estrategia de seguridad en el país que implica el reclutamiento de 50.000 personas para reforzar la lucha antiterrorista, y la vindicación de la soberanía nacional, aplaudida por los sectores populares.

Si bien se ha atribuido a las campañas de desinformación rusas el crecimiento del sentimiento antifrancés, según diferentes estudios, ni los gobiernos, ni la sociedad civil del Sahel responden a ello en exclusiva, sino que hay otros factores influyentes. Por una parte, debe contemplarse la movilización de una sociedad civil cada vez más frustrada con la presencia francesa, a la que culpan no solo del incremento de la inseguridad sino también de mantener relaciones neocoloniales con los mandatarios locales, enriqueciéndose a costa de la población. Por otra, el impacto de la narrativa antioccidental que los grupos yihadistas usan para justificar sus acciones también ha calado en la región.

Para confrontar esta pérdida de legitimidad, Emmanuel Macron ha desplegado una estrategia basada en el reconocimiento de episodios críticos en la historia africana, como la co-responsabilidad francesa en el genocidio de Ruanda o la masacre de los pieds-noirs [personas de origen francés] en Argelia, así como el impacto que provoca el control directo de la moneda de sus excolonias. La estrategia diplomática que ha emprendido el Elíseo pasa por un compromiso para erradicar estos efectos y, entre las primeras medidas adoptadas, figura la decisión de París de apartarse de la toma de decisiones del Franco CFA, la moneda de los países del África Occidental. Además, París también ha informado de un cambio en la estrategia militar que implicará una reducción de los efectivos desplegados en las diferentes bases militares que tiene en África, ya que la presencia de tropas es percibida como un instrumento de control, lo que acentúa el rechazo a las relaciones con Francia.


La reemergencia de África en el escenario geopolítico internacional

La institucionalización del movimiento antifrancés se da en un contexto muy particular: la competición global entre potencias y la invasión rusa de Ucrania. ¿Podrían Mali y Burkina Faso alejarse de Francia y la Unión Europea si no hubiese un cambio político en curso en las hegemonías de poder global? Probablemente no.

La política de los países está condicionada por factores internos e internacionales, y en el caso de estados frágiles con una fuerte dependencia en la ayuda externa esta cuestión se magnifica, puesto que gran parte de los proyectos gubernamentales requieren de inversiones y soporte internacional. En consecuencia, sus acciones se ven condicionadas por los intereses de los financiadores, lo que a veces hace primar las prioridades extranjeras sobre las necesidades locales.

La entrada de nuevos actores internacionales, en especial de China y Rusia, amplía las opciones disponibles para los distintos gobiernos de la región, y reduce la necesidad de seguir una hoja de ruta liberal. En el Sahel, el repliegue de Estados Unidos en el continente ha coincidido con la emergencia de potencias medio-orientales como Turquía o Arabia Saudí, y otras potencias regionales como Argelia, Nigeria e incluso Ruanda, que han incrementado inversiones o apoyo técnico tanto de forma bilateral como en los proyectos de seguridad colectiva, en especial al Sahel G5.

En este nuevo contexto, Rusia emerge como un aliado propicio para los líderes del Sahel, que se sienten atraídos por un actor internacional que prima la unidad y estabilidad de poder frente a la democracia, y que se muestra favorable a una estrategia militar mucho más ofensiva. Además, ofrece alternativas de colaboración en diferentes sectores, no solo en el Sahel sino en países de toda África, algo aclamado por la ciudadanía, intelectuales y gobiernos debido a las asimetrías en las relaciones y los vestigios del colonialismo

En conjunto, la entrada de Rusia refuerza a las juntas militares, que justifican su modelo como necesario en medio de una gran crisis de seguridad nacional en la que peligra la supervivencia del Estado ante una colonización yihadista que se extiende a lo largo y ancho de los territorios de Mali y Burkina Faso. Sin embargo, la estrategia con Wagner en la región sigue facilitando la radicalización, y, por tanto, contribuyendo al ciclo de inestabilidad; además de no solventar el pilar de gobernanza necesario para la pacificación.

Es en este contexto que las juntas militares de Mali y Burkina Faso se han aprovechado de una triple oportunidad: la posibilidad de cambiar de estrategia de seguridad, sortear la condicionalidad al encontrar fuentes de financiación alternativas, y mantener el apoyo de los sectores populares, que viven con frustración la presencia francesa y ven, en cambio, la asociación con Rusia como un movimiento emancipador. Por todo ello cabe cuestionarse si la estrategia de reconciliación de Emmanuel Macron será suficiente para frenar el avance del sentimiento antifrancés, y si Mali y Burkina Faso son los últimos países en sumarse al giro prorruso o, si, por el contrario, las relaciones prioritarias entre África y la Unión Europea pasarán progresivamente a ser historia.



* Publicado en CIDOB, abril 2023.

Los "usos" de Pepe Mujica




En las loas y balances también hay intereses políticos. Uno de ellos busca decir a las nuevas generaciones que deben resignarse a objetivos módicos.


Fernando Rosso


La inmensa mayoría de las semblanzas que se hicieron en Argentina sobre José “Pepe” Mujica rondaron alrededor de dos ejes: la reivindicación de su ética y su estilo de vida austero que sobresale frente una corporación política enriquecida y, por otro lado, el salto hacia la moderación luego de su militancia juvenil en el Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros.

Sobre la primera cuestión sorprende que muchos de los que reivindicaron ese ángulo de la personalidad y su forma de habitar el mundo de Mujica consideran “demagógica” la propuesta de terminar con los privilegios de la corporación política bajo el argumento de que la actividad debe ser “bien remunerada” planteado en un registro abstracto. 

Básicamente, porque el debate no es “en general”, sino en el contexto de un país [lo mismo que en Chile] en el que los legisladores, legisladoras o funcionarios ganan diez o veinte veces más que cualquier trabajador promedio. En la Argentina, son los referentes del Frente de Izquierda quienes plantean que los funcionarios y legisladores deberían ganar el salario de un obrero calificado y actúan en consecuencia donando el resto de la dieta para causas obreras o populares. 

La iniciativa no ha tenido éxito en las otras fuerzas políticas y en el debate público y muchas veces es descartada con lugares comunes del tipo “no hay que nivelar para abajo”. Una afirmación que puede responderse fácilmente: cuando todo el resto empiece a ser nivelado para arriba, vemos. Porque mientras el grueso de trabajadores, trabajadoras y jubilados viven cotidianamente con salarios de hambre que son el producto, entre otras cosas, de la orientación económica apoyada por estos mismos referentes, la corporación política puede votarse a sí misma aumentar sus dietas y garantizar que nunca su estatus se va a “nivelar para abajo”.

El segundo aspecto de las reivindicaciones del expresidente uruguayo –que se escucharon o se leyeron en estos días– es el políticamente más discutible. De los varios Pepe Mujica que existieron en su larga trayectoria política, eligen el último, que es a la vez el que prefieren los representantes del poder: el revolucionario que dejó atrás su pasado combativo, el hombre de Estado, el político de izquierda amigable con los intereses del capital.

El itinerario político de Mujica comenzó en el nacionalismo como parte del Partido Nacional (Blanco) en la década de 1950. En 1962 fundó la Unidad Popular junto con el exdirigente blanco Enrique Erro, aliados al Partido Socialista. La gesta cubana de 1959 estimuló a miles de jóvenes en nuestro continente para tomar el camino revolucionario a través del impulso a la lucha guerrillera. A mediados de los años 60, Mujica se incorporó al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T). La opción por la lucha revolucionaria (más allá de la polémica en torno a la estrategia del foquismo) no fue un “error de juventud” que luego “corrigió” de grande, fue la respuesta legítima de una generación a décadas de expoliación y explotación de un capitalismo salvaje y un imperialismo opresor.

En una entrevista de 2019 con la Agencia Paco Urondo, Horacio González realizó una afirmación que fue histéricamente criticada por el periodismo mainstream y la intelectualidad amoldada al orden existente:
“Hay que reescribir la historia argentina pero no en esa especie de neoliberalismo inspirado en las academias norteamericanas de los estudios culturales, donde hay una multiplicidad graciosa y finita. Sino que tiene que ser una historia dura y dramática, que incorpore una valoración te diría positiva de la guerrilla de los años 70 y que escape un poco de los estudios sociales que hoy la ven como una elección desviada, peligrosa e inaceptable”.
La mayoría de las reivindicaciones que circularon en nuestro país (y gran parte del mundo) estuvieron teñidas por ese tipo de valoraciones que encierran todo un balance.

El MNL-T fue derrotado en 1972 y Mujica fue encerrado como uno de los rehenes de la dictadura militar. Cualquiera que haya conocido la historia de su cautiverio o la haya visto reflejada en la conmovedora película La noche de los 12 años, de Álvaro Brechner, no puede más que sentir admiración por aquellos que con una valentía personal y una entereza moral inconmensurable resistieron la prisión irregular, el aislamiento, el encierro en condiciones extremas, la soledad espantosa, las vejaciones y la tortura de un régimen inhumano.

Con toda esa autoridad a cuestas, a la salida de la dictadura, en 1989, Mujica fundaría el Movimiento de Participación Popular, la principal herramienta para la integración a la democracia liberal. Por esos años nacería también el Foro de Sao Paulo, que fue el vehículo a través del cual gran parte de la izquierda latinoamericana daría un giro hacia la integración a los regímenes políticos y la desradicalización de sus métodos y objetivos.

La llegada al gobierno como parte del Frente Amplio fue la coronación de todo este proceso, y el balance en términos de resultados no puede hacerse sin observar todo el itinerario. 

Tuvo una agenda de ampliación de derechos democráticos (despenalización del aborto, aprobación del matrimonio igualitario y legalización del cannabis), pero también avanzó la extranjerización de tierras, el ingreso de multinacionales como Botnia y hubo enormes beneficios en materia de impuestos para los capitales extranjeros. Sin olvidar las posturas amistosas con los militares violadores de los derechos humanos durante la dictadura hasta el extremo de referirse a ellos como unos “pobres viejitos” que merecían la excarcelación.

Otro destacado extupamaro, Jorge Zabalza, no tan conocido en nuestro país, pero con una historia similar (rehén en la noche de los 12 años, un simple carnicero de barrio al final de su vida), puso en discusión todas estas cuestiones. Hasta que un cáncer de esófago (igual que a Mujica) lo fulminó en 2022, discutió que ser honesto era una condición necesaria, pero no suficiente (“Las carmelitas descalzas y la Madre Teresa de Calcuta no son nuestro faro ni nuestra guía para terminar con las injusticias del capitalismo”, decía provocativamente Zabalza). También cuestionó duramente la orientación y el programa económico del Frente Amplio y su política de reconciliación con los militares. Sobre todo, dejó en evidencia que estaba abierto un balance que no era moral, sino político.

La memoria de aquellos que en algún momento se jugaron la vida por nobles causas populares siempre es respetada y guardada en el corazón de los pueblos. Las mayorías oprimidas del Uruguay y del mundo tienen razones para llorar a quien consideran uno de sus referentes. 

Pero, eso no otorga derecho a los dueños de todas las cosas y a los voceros del derrotismo a vender su resignación camuflada de homenaje. 

En las loas y en los balances también hay intereses políticos, uno de esos intereses (predominante en el discurso mainstream) pretende decirles a las nuevas generaciones que deben resignarse a objetivos módicos porque cualquier intento de cambiarlo todo siempre termina irremediablemente mal. 

No es el legado que se merecen los que vienen, en un mundo que no hizo más que profundizar las causas que empujaron a quienes quisieron transformarlo de raíz a las acciones más heroicas. En el fuego de la historia, la memoria todavía es un campo de batalla.



* Publicado en Perfil, 16.05.25.

Sin miedo a Butler




¿Existe un lado correcto del feminismo? ¿Es posible ser una mala feminista? Después de perder una amistad por una discusión de este tipo y luego de leer una entrevista a Judith Butler en El País, la filósofa María Isabel Peña Aguado hace una lectura crítica del libro ¿Quién teme al género?


María Isabel Peña Aguado


Hace unos días le contaba a un buen amigo la preocupación que me provocaba el contenido del último libro de Judith Butler, Who’s afraid of Gender? (¿Quién teme al género? en la traducción al castellano). Filósofo, él también, me señaló que, a diferencia de la matemática, siempre universal, la filosofía tiene patria. Me explicaba que se debe —y aquí el “debe” se puede entender en el sentido de deuda— a algo o a alguien. Y me decía que, aunque nos cueste admitirlo, la filosofía puede llegar a convertirse en ideología. No comparto esa visión entre otras cosas porque la filosofía es algo más que un compendio histórico de ideas. Filosofía es, sobre todo, una experiencia de reflexión y de pensar.

Tengo que reconocer, sin embargo, que la idea de una filosofía con patria ha sido de ayuda para comprender a esta nueva Butler y el giro de tuerca que ella misma le ha dado a un concepto de género con el que en su libro Gender Trouble (El género en disputa, 1990) puso en jaque a la teoría feminista. Ya entonces, la autora consideraba una ingenuidad seguir diferenciando entre sexo (naturaleza) y género (práctica social) y postulaba un género que más que ser el reflejo social de la identidad sexual, sería una construcción y efecto de esa misma identidad sexual, configurada gracias a prácticas lingüísticas y sociales. Detrás del género no habría nada sustancial ni natural, nada que no fuera construido por el mismo concepto de género. Butler esperaba de la teoría feminista que sacara de su centro a las mujeres —sujeto obsoleto del feminismo, en su opinión— y se dedicara a ser agente activo tanto en el análisis como en la promoción de distintas estrategias de ese “point of convergence” de distintas relaciones culturales e históricas que sería el género.

Mucha tinta ha corrido desde entonces, y poco se ha podido hacer para recomponer las brechas y desencuentros teóricos que introdujo dicho concepto. Dichas brechas han sido fecundas en estimular distintas teorías y estudios de género, trans y queer, por ejemplo, que partiendo de la teoría feminista han abandonado su ruta para abrir otras.

Esta ha sido, por cierto, una posición que he mantenido hasta que no hace mucho tiempo se me exigió tomar partido. Más que eso, se me sugirió elegir el “lado correcto”. Entonces no entendí nada. ¿El lado correcto?, pensé, ¿hay un lado correcto? ¿es más correcto ser kantiana que pragmatista? ¿leer a Butler que a Irigaray? ¿hay un feminismo bueno y otro malo, tal y como sugería Vargas Llosa?

A la estupefacción de haber perdido la amistad de una persona muy querida para mí por no estar en ese “lado correcto”, se sumó la que me causó el titular de una entrevista con Butler en el diario español El País (05.05.2024). El titular era una afirmación de la filósofa: “Las feministas que no repudian el ataque de la derecha contra el género son sus cómplices”. Me sorprendió su tono bronco y tuve la impresión de que, de nuevo, se estaba definiendo el “lugar correcto”. Decidí leer el libro inmediatamente más por la necesidad de entender el precio personal que estaba pagando que por descifrar el giro militarista del discurso butleriano.

A lo largo de algo más de trescientas páginas de su Who’s afraid of Gender?, Butler hace un análisis de la situación política y social en la que se encuentra el concepto de género y sus lugares lindantes. Sus reflexiones parten de una aterradora experiencia que vivió ella misma en una visita a Brasil en 2017. Su participación en una conferencia sobre democracia fue utilizada por grupos reaccionarios para quemar su imagen, vilipendiarla y acosarla. La pregunta que se hizo en aquel momento es la que dio pie a este libro y que sirve de hilo conductor del texto: “Why would anyone be fraid of gender?” ["¿Por qué alguien tendría miedo al género?"].

En los diez capítulos que conforman este ensayo, Butler presenta y recoge datos de distintos países, grupos e instituciones que ponen de manifiesto el nivel de rechazo y violencia que se concentran y proyectan en contra del concepto de “género” (gender) así como los distintos intentos de censura política, jurídica y educativa. A partir del capítulo sexto, Butler abandona el periodismo de investigación [sic] y aborda cuestiones concretas como la diferencia de sexo y género o el problema de sacar el concepto de género del ámbito de habla inglesa, es decir, de traducirlo. Igualmente, la relación entre el dimorfismo con el racismo y el colonialismo.

Las estrategias establecidas, así como los enemigos centrales a los que se dirige Butler quedan claros en la introducción. La primera estrategia es examinar por qué los grupos anti-género hablan de ideología de género y la segunda desmantelar la posición de quienes se declaran como “gender critical”. En lo que a la ideología de género se refiere, Butler utiliza una idea del psicoanalista francés, Laplanche, para sostener que ese concepto se ha convertido en el núcleo central de una “pahantasmatic scene” [escena fantasmal] reflejando una serie de “ansiedades” sociales, por una parte, al mismo tiempo que como resorte destructor podría terminar con la organización tradicional del mundo de lo humano (10-11). Al describir así el movimiento “anti-gender”, Butler lo psicoanaliza y presenta como un fenómeno psicosocial que, tal y como señala siguiendo a Laplanche, puede devenir fácilmente una cuestión de ideología. Con lo cual, Butler le da la vuelta a la tortilla y señala a la corriente anti-gender como la verdadera ideología.

En cuanto a los posicionamientos críticos frente a la categoría de género, los denominados “gender critical” (p. 21), Butler nos aclara que resultan estar también contagiados de la ideología anti-gender, hasta convertirse casi en la misma cosa. Expone que criticar el género es un síntoma de ignorancia y anti-intelectualismo —¡las personas que lo critican, no leen!— así como de fanatismo religioso. Butler incluye también a “some feminists” [algunas feministas] que se convertirían así en aliadas de los movimientos radicales de derechas. No nos revela todavía quiénes son esas feministas, pero sí que son feministas sin ninguna comprensión de lo que significa “critical” o “critique”. Estos “enemies” devienen a lo largo del libro en una especie de monstruo articulado y movido por los diferentes grupos que identifica Butler, a saber: grupos religiosos, particularmente cristianos, grupos políticos de ultraderecha y neofascistas, además de los grupos feministas que no se declaran directamente a favor del discurso trans o queer.

Creo que Butler tiene razón en gran parte de su análisis y en señalar los peligros que acechan a la igualdad entre los seres humanos y a la justicia. Comparto su preocupación ante la violencia racista y machista, así como ante los discursos de odio. Lo que me cuesta mucho concebir es que Butler esté decidida a participar de ese juego polarizador de amigos y enemigos en el que no hay más matiz que el ‘estar conmigo o el estar contra mí’. Me sorprende, además, que se haga eco de algunas de las posturas más radicales que califican a las feministas que mantienen otras posturas como “neofascistas”. 

Me pregunto qué ha sido de la Butler que en Sin miedo —publicado en el 2020)— defendía la “obligación” de “preservar este controvertido vínculo social” y que advertía de que “la violencia […] Es también una atmósfera, una toxicidad que invade el aire”. ¿Desde cuándo se ha decantado por respirar esos aires? ¿Desde cuándo el género ha dejado de ser “punto de convergencia” para convertirse en el punto de convergencia sin igual, en el único lugar desde el que es posible pensar y practicar la democracia, la igualdad y la justicia? ¿Se ha vuelto Butler tan temerosa, ella misma, que tiene que recurrir a prácticas totalitarias que solo dejan espacio para las diferencias ‘correctas’?

No creo que a estas alturas nadie dude de la interseccionalidad de la teoría feminista, de los caminos y espacios que ha abierto, así como de un trabajo crítico —sí, Judith, sabemos lo que es la crítica— y pionero que ha favorecido y promovido el surgimiento y la existencia de distintos discursos que, como ya he apuntado arriba comparten preocupaciones y anhelos, pero no son lo mismo. Y no ser lo mismo no significa que unos sean más legítimos que otros, sino sencillamente eso, que son diferentes. Diferentes porque las experiencias vividas lo son.

A estas alturas de mi vida feminista, y según deduzco del libro de Butler, tengo que asumir que abogar por la convivencia de dicha diversidad de discursos matizando que no son los mismos, me sitúa inmediatamente en el grupo de las ignorantes pertenecientes al “gender critical” que no han entendido que lo único que puede haber, que el único saber, la única conciencia, el único camino correcto es agrupar todo bajo la rúbrica del género. Solo aceptando completamente las premisas y la lógica del género puedo abrazar el mundo de la igualdad, la justicia y, lo que es más importante, lo correcto. De otro modo me amenaza la expulsión, el desgobierno moral y la caída en las llamas del infierno fascista.

Escribo estas líneas con ironía, aunque me parece lamentable hacerlo. Parece ser que ahora necesitamos etiquetas claras que nos posicionen en bandos. No hay más que escuchar el aire bélico y combativo que respiran no solo el texto de Butler, sino también algunos de los que cita. Por ejemplo, en TSQ: Transgender Studies Quartely, (vol. 9, August 2022), las autoras Bassi y Lafleur no tienen problema en afirmar que el 99% de las feministas críticas con el concepto de gender son “posfascistas”.

La cuestión es si Butler misma no estará cayendo en aquel “pathos [referido al sentimiento] de la exclusión” que, en un intercambio con la filósofa y feminista de la diferencia sexual, Rosi Braidotti, le imputaba al feminismo de la diferencia sexual. Es difícil comprender por qué trabajar la diferencia sexual la convierte a una automáticamente en “trans-exclusionary feminist” (TERFs), o en esencialista. No ser una activista declarada pro género significa, pues, estar en contra. No hay lugar para matices. Es como si centrarse en la teoría general de la relatividad de Einstein significara inmediatamente estar en contra de la mecánica cuántica.

Llama la atención que Butler no dedique ni una línea al hecho de que muchas personas trans se sometan a tratamientos hormonales desafiantes para el cuerpo y la mente, porque no les es suficiente con un reconocimiento jurídico de su cambio. Que acuse al feminismo comprometido con las mujeres (tanto si son trans como si no) de estar apoyándose en una biología que no lo es tal o que le impute ser defensor del binarismo. Me resulta curioso ya que, si ha habido un camino para reintroducir la biología dentro del discurso feminista, ese ha sido el del discurso trans que maneja los códigos del “ser femenino” o “ser masculino” con mucho ahínco.

Es agotador que a la teoría feminista se le pida cuentas de todo, que se le exija renunciar a sus propias aspiraciones. Es desmoralizante no poder salir de ese papel clásico patriarcal atribuido a las mujeres: atentas a todo y a todos y siempre dispuestas a retirarse, a sacrificarse en aras de los otros. De otro modo una es una mala mujer, y ahora, además, una mala feminista.

No, Judith, las feministas no tememos al género prepotente, ni somos fascistas, solo estamos algo cansadas de que se nos pida desaparecer de la escena —igual de si es fantasmagórica o real— y que nunca termine de llegar nuestro momento.



* Publicado en Anfibia, 26.07.24. 

Carta a los hipócritas de Europa




La razón y los derechos humanos debían ser considerados valores universales, pero ahora me doy cuenta de que para los intelectuales europeos universal significa blanco.


Franco Berardi


Hubo un tiempo en que se suponía que los filósofos eran los custodios de la coherencia ética y de la decencia intelectual. Esta tradición parece totalmente olvidada en el actual panorama cultural de Europa.

El conformismo, la hipocresía y la complicidad con los malhechores han sustituido al coraje intelectual.

Hace unas semanas un destacado filósofo alemán publicó un texto lleno de comprensión para Israel, justo cuando Israel estaba inmerso en una acción de asesinato en masa que cada vez más personas denuncian como genocidio.

En ese texto, el destacado filósofo (y algunos de sus colegas) escribieron que “Comparar el resultante derramamiento de sangre en Gaza con un genocidio está más allá de los límites de un debate aceptable”. Pero omitió explicar por qué a Israel se le permite encarcelar a millones de personas, invadir y destruir las casas de millones de palestinos, matar a diez mil niños en dos meses, pero no se nos permite denunciar estas acciones como genocidio.

Israel está atacando indiscriminadamente al pueblo palestino atrapado en la prisión infernal de Gaza, pero los filósofos no deberían llamarlo genocidio, particularmente en Alemania.

¿Por qué?

Cuando los intelectuales alemanes dijeron las palabras: Nie wieder [Nunca más], entendí (ingenuamente por supuesto) que querían decir: nunca más limpieza étnica, nunca más deportaciones masivas, nunca más discriminación racial, nunca más campos de exterminio, nunca más nazismo.

Pero ahora –leyendo las palabras del destacado filósofo, y leyendo las palabras de los miembros de la élite política europea, y sobre todo escuchando el silencio de los demás– entiendo que esas dos palabras tenían un significado diferente.

Entiendo que desde el punto de vista alemán esas palabras (nie wieder) deben interpretarse de esta manera: después de matar a seis millones de judíos, dos millones de romaníes, trescientos mil comunistas y veinte millones de soviéticos, nosotros, los alemanes, en toda circunstancia protegeremos a Israel, porque ya no son enemigos de nuestra raza superior, de modo que se les ha concedido el privilegio que ya tenemos desde hace quinientos años: el privilegio de los colonizadores, de los explotadores, de los exterminadores.

Los israelíes han sido cooptados en el Club Suprematista, por lo que ahora se les permite hacer lo que hicimos con los pueblos indígenas del sur y del norte de América, y con los aborígenes de Australia, y así sucesivamente.

Nosotros, la raza blanca, hemos decidido que nuestro nuevo aliado pueda construir en la costa del Mar Mediterraneo un campo de exterminio: llamémoslo Auschwitz en la playa.

Los intelectuales europeos guardan tanto silencio al respecto, que yo me permito decir que la categoría está extinta y ha sido reemplazada por la Corporación de los Hipócritas.

En Francia y Alemania las autoridades políticas parecen no estar dispuestas a aceptar que alguien diga la verdad sobre lo que está sucediendo en Gaza y en Cisjordania: se prohíben las voces disidentes, se retiran los libros de los estantes de las bibliotecas y se prohíbe la libertad de expresión, cuando se trata de los efectos de 75 años de violencia israelí, cuando se trata de las masacres que los Übermenschen [súperhombres] perpetran diariamente contra los Untermenschen [subhumanos].

Para proteger nuestra perfecta democracia, las autoridades alemanas actúan como lo hacían en los tiempos de la Stasi [Policía política de la Repúblida Democrática Alemana].

Para proteger nuestra democracia perfecta, diariamente se mata a niños en Palestina. Están pasando hambre, sufriendo sed, frío, lluvia, enfermedades y obviamente bombas, más bombas, pero a los intelectuales europeos no se les permite decir que esto es un genocidio.

Los jóvenes marchan en las ciudades contra el apartheid de ocupación israelí y la limpieza étnica, una gran parte del pueblo judío se rebela contra el genocidio pero los hipócritas europeos los acusan de antisemitismo.

Creía que la razón y los derechos humanos debían ser considerados valores universales, pero ahora me doy cuenta de que para los intelectuales europeos universal significa: blanco.

La hipocresía ha alimentado la ola de racismo y agresividad que está aumentando en todos los países de la Unión.

Los intelectuales silenciosos de Europa se hacen responsables de la creciente ola de fascismo que se está apoderando de toda la Unión.

Horkheimer y Adorno escribieron estas palabras en 1941:
“El concepto mismo de Ilustración... contiene el germen de la regresión que está teniendo lugar hoy en todas partes. Si la Ilustración no abraza la conciencia de este momento regresivo, está firmando su propia sentencia de muerte. Si dejamos la reflexión sobre el lado destructivo del progreso a los enemigos del progreso, el pensamiento, cegado por el pragmatismo, perderá su capacidad…”
Estas palabras pueden repetirse ahora, si seguimos cerrando los ojos ante la realidad de decenas de miles de personas ahogadas en el Mar Mediterráneo y ante la realidad del Holocausto infligido al pueblo palestino.



* Publicado en Ctxt, 11.01.24.

“El mayor riesgo para los partidos de centroizquierda es que son demasiado cautos”




Daniel Chandler, economista y filósofo de la London School of Economics, publica ahora en español Libres e iguales, un ensayo sobre cómo las ideas del pensador John Rawls pueden ayudar a los partidos progresistas a ofrecer una visión más ambiciosa para la sociedad que haga frente al populismo autoritario encarnado por políticos como Donald Trump.


María Ramírez


El economista y filósofo Daniel Chandler leyó por primera vez al filósofo estadounidense John Rawls como estudiante universitario en Cambridge y se prendó de su visión sobre cuánto mejor podría ser una sociedad democrática. Pero fue cuando se dedicó al estudio de la desigualdad y trabajó para el Gobierno británico cuando Rawls se convirtió en su referencia personal y profesional.

Chandler dirige ahora la investigación académica de un programa de la London School of Economics (LSE) llamado Capitalismo Cohesivo, un proyecto para desarrollar ideas sobre cómo crear “un sistema económico que sirva de verdad al interés común”, que también tiene que ver con las ideas de Rawls.

El pensador estadounidense alcanzó el éxito con Teoría de la Justicia en 1971, que tuvo entonces una repercusión poco habitual para un ensayo de filosofía. En los años 80 y 90, fue arrinconado en parte por la corriente ideológica [neoliberal] en la política del momento, pero en el siglo XXI voces del pensamiento de izquierda vuelven a reivindicar sus ideas. Chandler publica ahora en español el libro Libres e iguales, que explica cómo las ideas de Rawls pueden ayudar a los partidos progresistas a ofrecer una visión más coherente e inspiradora de la sociedad.

Chandler describe a Rawls como “un pensador global, esperanzador y constructivo” que ofreció “una utopía realista” de la sociedad más allá de la redistribución de la riqueza con la que ha sido identificado. “No sólo le preocupa la distribución del dinero. Le preocupan cuestiones sobre el poder y el control, la dignidad y el respeto por uno mismo, y apunta hacia una agenda económica diferente a la política redistributiva que ha dominado el pensamiento progresista en las últimas décadas”, explica Chandler.

Una de las formas de Rawls de mirar a la sociedad es lo que él llama “el velo de la ignorancia”: ¿Cómo te gustaría que funcionara la sociedad si no supieras qué lugar ocupas en ella, sin saber tu género, tu renta, tu posición social o tu orientación sexual? Otra de sus ideas esenciales es “el principio de diferencia”, es decir que las desigualdades pueden estar justificadas sólo si benefician a toda la sociedad, en especial a los miembros más desaventajados.

Hablo con Chandler unas horas antes de la toma de posesión de Donald Trump, en un mundo marcado por el ascenso del populismo autoritario y que parece alejado de las ideas del liberalismo de Rawls, basado en la defensa de las libertades básicas y la igualdad de oportunidades. Pero el filósofo cree que hay un camino de esperanza con ideas para respetar los derechos de las minorías y a la vez velar por los intereses de toda la sociedad, gestionar las empresas respetando la propiedad privada, pero con más participación de los empleados, o apreciar el conocimiento mientras se protege la dignidad de cualquier trabajo.

La falta de referentes ideológicos modernos para los partidos de izquierda es lo que, según él, ha hecho que no sean capaces a menudo de ofrecer una visión coherente alternativa al neoliberalismo que ha inspirado a la derecha.

Esta es nuestra conversación, editada por extensión y claridad.

-¿Cuáles son las ideas más relevantes de Rawls hoy, particularmente para los partidos progresistas?

-Mi motivación para escribir el libro fue la sensación de que los principales partidos progresistas, es decir, el Partido Laborista en el Reino Unido, los demócratas en Estados Unidos, el Partido Socialista de España, se han adaptado en gran medida al consenso económico neoliberal que surgió en la década de 1980 y han tendido a responder al ascenso del populismo de derecha enfatizando el pragmatismo tecnocrático, pero no han logrado ofrecer una visión propia, convincente y constructiva.

En parte, se debe a la falta de puntos de referencia intelectuales en el centroizquierda actual. Políticos neoliberales como Margaret Thatcher y Ronald Reagan fueron capaces de mirar a filósofos y economistas como Hayek y Milton Friedman, pero no está tan claro dónde deben mirar los progresistas hoy para una inspiración similar.

Rawls es un pensador que ofrece el tipo de visión esperanzadora y constructiva que los partidos de centroizquierda han perdido. Sus ideas ofrecen una síntesis entre lo mejor de las tradiciones liberal y socialista: combinan de manera coherente el compromiso con la libertad individual y la democracia, que se asocia más a menudo con el liberalismo, y el compromiso muy sólido con la igualdad social y la solidaridad, que se asocia más a menudo con la tradición socialista.

Una de las limitaciones de la política de centroizquierda en las últimas décadas es que ha tendido a diferenciarse de los partidos de derecha o neoliberales en cuestiones económicas enfatizando la redistribución: la idea básica de que deberíamos adoptar mercados poco regulados y luego tratar de solucionar los problemas que crean mediante la redistribución del dinero. Y esa forma de pensar no conecta con la gente porque no hace nada con respecto a las desigualdades de poder que existen dentro de las economías de mercado y no reconoce la importancia del trabajo como una fuente no sólo de ingresos, sino de dignidad y respeto hacia uno mismo para garantizar que los ciudadanos sientan que todos están poniendo su granito de arena.

-Algunas de las ideas que menciona, como la dignidad del trabajo, las hemos visto en discursos de Keir Starmer, Joe Biden y Kamala Harris. ¿Está calando ese mensaje?

-Ha habido cierto cambio dentro del centroizquierda hacia el reconocimiento de la importancia de la dignidad, el respeto y el trabajo. Pero a menudo parece bastante superficial que estas palabras surjan ocasionalmente en un discurso de campaña y no se conecten con una agenda seria y práctica.

Biden es un ejemplo interesante porque, en realidad, tenía una agenda bastante radical. Para mí, la lección de la reelección de Trump no es que Biden tomó la dirección equivocada en política económica, sino que no logró combinarla con una visión política igualmente convincente. Biden no tenía el poder retórico o la voluntad de salir y hablarle a la gente que tenía alguien como Obama. Y una de las lecciones importantes de su presidencia para los progresistas es que una buena política por sí sola no es suficiente.

A veces hay una percepción en la izquierda de que si llega al poder y hace cosas sensatas que mejoren la vida de la gente en formas pequeñas pero notables, será recompensada en las urnas. No es una manera realista de pensar en cómo funciona la política: la mayoría de la gente no presta mucha atención a los detalles de las políticas individuales. La gente vota sobre la base de un sentido de valores y una visión, responde a narrativas e historias que los políticos articulan sobre dónde está un país y hacia dónde debería ir. En el centro de esas historias y narrativas suele haber un conjunto de ideales, ideas y principios morales. Se necesitan políticos con un sentido de cuáles son esos valores y las habilidades retóricas para poder unirlos en una historia con la que puedan identificarse las personas que no dedican su tiempo a leer libros de filosofía.

Eso es parte de la lección de la experiencia de Biden: que una buena política por sí sola no es suficiente, debe combinarse con una visión.

Starmer sufre algunas de las mismas limitaciones que Biden en el sentido de que no es un orador carismático y convincente, sino más bien un tecnócrata, un pragmático. Y la diferencia con Biden es que el Partido Laborista no tiene una agenda económica igualmente ambiciosa. El Partido Laborista está un poco más lejos de donde me gustaría que estuviera.

-¿Las voces más prominentes de la izquierda, algunas de las más carismáticas o de las que han recibido más atención, como Jeremy Corbyn o Bernie Sanders, tenían esa capacidad de atracción pero no la visión coherente de la que habla?

-Sobre todo Bernie Sanders tiene carisma, una capacidad para comunicarse necesaria para lograr un éxito político más amplio y combatir el ascenso del populismo autoritario. Una de las cosas que ha limitado el atractivo popular de personas como Bernie Sanders y Jeremy Corbyn es que han tendido a presentar sus ideas como políticos de fuera que intentan derrocar el sistema tal como lo conocemos. Pero se trata de encontrar una manera de que una política más radical conecte con ideas políticas dominantes que son familiares para personas ajenas al tipo de izquierda socialista más radical, de articular esas ideas de una manera que puedan tener un atractivo más amplio.

-Dada la victoria de Donald Trump, la enorme influencia de Estados Unidos y el populismo autoritario en ascenso, ¿estamos más alejados de la visión de Rawls?

-Estamos muy lejos de la visión de Rawls, pero lo que estamos viendo es compatible con lo que él decía. Parte de la justificación de la visión de la sociedad de Rawls es que si no intentamos lograr una democracia y una justicia económica genuinas, las democracias liberales serán inestables. En las democracias donde la gente siente que no tiene voz en el proceso político o que la economía no funciona para ella, se da naturalmente una política de resentimiento que, en última instancia, puede socavar la propia democracia liberal. Lo que estamos viendo ahora se desprende del diagnóstico de Rawls sobre los problemas del capitalismo actual, de que si vivimos en sociedades profundamente injustas, deberíamos esperar volatilidad política. Y no deberíamos asumir que las democracias liberales que no intentan seriamente lograr la justicia económica durarán para siempre.

Lo que está pasando en Estados Unidos refuerza por qué una visión política como la de Rawls es tan esencial, no sólo para hacer que la sociedad sea justa y equitativa, sino para garantizar que la democracia liberal pueda sobrevivir.

Al mismo tiempo, no deberíamos ser demasiado pesimistas. El politólogo Larry Bartels señala en su libro Democracy Erodes From The Top (La democracia se erosiona desde arriba) que el ascenso de los populistas autoritarios como Trump, en su mayor parte, no ha surgido como resultado de un giro hacia la derecha en la opinión pública. Si nos fijamos incluso en asuntos en los que se enfocan los populistas autoritarios como la migración y la identidad, la opinión popular en realidad no ha cambiado mucho. La mayoría de la gente en Estados Unidos y Europa todavía mantiene posiciones liberales en cuestiones de identidad nacional, actitudes hacia las minorías y el apoyo a la democracia. Y también hay un apoyo muy generalizado a reformas económicas igualitarias.

El éxito de los populistas de derecha no proviene de un gran cambio inexorable en la opinión pública. Es sobre todo el resultado de un liderazgo político increíblemente efectivo y de la capacidad de los partidos de derecha para explotar las vulnerabilidades y la falta de visión de los partidos tradicionales, tanto de centroizquierda como de centroderecha.

Eso no significa que sea un problema fácil de resolver. Pero la lección, al menos potencialmente esperanzadora, es un recordatorio de la capacidad de la política, de los políticos y de los partidos, para liderar en lugar de seguir. Eso es lo que han entendido los populistas de derecha, que pueden dirigir el debate político en su dirección con la forma en que hacen campaña y participan en política. Y lo que me gustaría ver es que los partidos de centroizquierda aprenden esa lección, recuperan un sentido de agencia (en Ciencias Sociales, capacidad de actuar) y lo toman como una fuente de confianza para articular políticas más audaces de las que quizás creen que son típicamente posibles.

El mayor riesgo para los partidos de centroizquierda es que son demasiado cautos y carecen de sentido de agencia. Le sucede al Partido Laborista de Keir Starmer en el Reino Unido y a otros. Sienten que dependen de los grupos focales, de las encuestas de opinión y la triangulación que siempre los orienta hacia donde ven que está el centro de la opinión política en este momento. Una mirada seria a la evidencia sobre lo que hay detrás del ascenso de los partidos de derecha podría ayudar a restaurar un sentido de agencia política. Ese es el primer paso para intentar dar una respuesta seria.

-El Brexit es un buen ejemplo de lo cautelosos que son los laboristas cuando la opinión pública ya ha cambiado.

-Sí. Y también de cuán audaces han sido los grupos de tendencia más derechista al proponer cosas que parecen estar completamente fuera del consenso político dominante.

Lo mismo vale para Trump. Si hace 10 años hubieras preguntado si un político podría tener éxito en Estados Unidos defendiendo muchas de las posiciones que Trump defiende ahora, la mayoría de la gente habría contestado, “de ninguna manera”.

El triunfo de Trump es un recordatorio de la fragilidad de la democracia, de que cuando las élites políticas como él y el Partido Republicano renuncian a las normas democráticas básicas, podemos ir rápidamente en una dirección muy oscura y peligrosa. Pero ese sentido de agencia en la política también puede ser una fuente de esperanza y optimismo, porque nos recuerda que está dentro del poder de los principales partidos progresistas intentar cambiar la opinión en una dirección diferente y tal vez adoptar una agenda más ambiciosa.

-Como dice, en Estados Unidos el apoyo mayoritario a las ideas de inclusión e igualdad choca con el ascenso de Trump. ¿Es entonces más importante el carisma? En su caso hay pocas ideas detrás…

-Es cierto en el caso de Trump, pero hay un populismo autoritario que se basa en ideas de una variedad de pensadores posliberales. El vicepresidente JD Vance es un ejemplo de alguien que está mucho más comprometido con el mundo de ideas que ha surgido alrededor de Trump. Parte del éxito de estos partidos populistas de derecha es que existe un ecosistema online muy activo de blogs, canales de YouTube y podcasts del que salen ideas. Responden a un deseo entre el público de una crítica ideológica de la sociedad tal como es ahora.

Aunque Trump parece un político inusualmente superficial, el movimiento más amplio que lo rodea está evolucionando hacia un compromiso con ideas, y ese es parte de su éxito. También algo de lo que los partidos de izquierda deben aprender.

-¿Existe el riesgo de que lo que veamos sea más populismo también desde la izquierda en lugar de la alternativa que usted propone del pluralismo?

-“Populismo” es un término muy complicado. La forma más útil de pensar sobre el populismo y la más común ahora dentro del mundo académico es que la esencia del populismo es la idea de “nosotros contra ellos” y que los partidos y líderes populistas a menudo afirman representar la verdadera voz del pueblo y al hacerlo buscan deslegitimar a sus oponentes políticos: dicen que son la única voz verdadera del pueblo, y cualquiera que no esté de acuerdo con ellos es de alguna manera un traidor.

-Sí, en España también vemos eso...

-Ese tipo de populismo está reñido con la democracia: la democracia depende de un compromiso con el pluralismo, de reconocer que siempre habrá desacuerdos razonables sobre cuestiones políticas importantes y que eso debe tener cabida dentro de una sociedad democrática. Ese compromiso fundamental con el pluralismo es esencial para cualquier política progresista.

Pero a veces cuando la gente habla de “populismo de izquierda” o de “populismo económico”, tiene en mente algo diferente, que es la voluntad de criticar a las élites económicas que se interponen en el camino de una reforma económica progresista o que están beneficiándose desproporcionadamente del sistema económico tal como existe ahora.

Es posible hacer esa crítica sin abandonar el compromiso con un pluralismo democrático esencial. Hay una forma de populismo económico que abraza la necesidad de reformas de mayor alcance y está dispuesto a criticar el poder de individuos y corporaciones que podrían obstaculizar esos cambios. Ese tipo de populismo económico puede ser una parte importante de una política progresista exitosa.

El tipo de populismo que me preocuparía sería uno que insista en una visión muy estrecha de lo que es aceptable, de lo que es correcto. Los partidos progresistas necesitan mantener una base razonablemente amplia y eso requiere un compromiso con el pluralismo.





* Publicado en El Diario, 18.01.25.

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