Mujeres, familia y sexo en la Alemania nazi




Javier Bilbao

 

"Médico de 52 años, ario puro, veterano de la Batalla de Tannenberg, con intención de instalarse en el campo, desea progenie masculina mediante matrimonio civil con aria sana, virgen, joven, modesta, ahorradora, acostumbrada al trabajo duro, ancha de caderas, que no use tacones altos ni pendientes y, si es posible, también sin propiedades”.
Este anuncio de contactos —publicado en el periódico alemán Neueste Nachrichten en pleno Tercer Reich— leído hoy en día resulta un tanto peculiar, pero en su tiempo era uno de tantos otros. Su autor simplemente daba valor a lo que la gente de su entorno, la radio, los carteles y las autoridades valoraban. Lo normal, lo que todo el mundo debía hacer. ¿Y qué era por entonces lo normal?

Desde que Adolf Hitler resultase designado canciller en enero de 1933, el objetivo del nazismo fue lo que denominaron como Gleichschaltung. El significado inicial de este término —procedente de la ingeniería— era el de la conversión de la corriente eléctrica alterna en continua. En un sentido más amplio podría traducirse como “coordinación” o “alineamiento”. De lo que se trataba era de nazificar la sociedad alemana, ahormar según el ideario nacionalsocialista todas las costumbres, asociaciones, creencias, leyes, actividades culturales, relaciones personales, entretenimientos… Según explicaba un alemán de la época asociando el concepto a su sentido originario: “la misma corriente ha de fluir a través del cuerpo político del pueblo”.

Se trató de un espectacular proceso de ingeniería social, gigantesco aunque gradual a lo largo de los años treinta, revolucionario en unos aspectos y conservador en otros, que fue impuesto desde el Estado pero que contó con la colaboración entusiasta de muchos alemanes y la aceptación pasiva de la mayoría. Como sabemos, los peor parados fueron los judíos (seguidos de comunistas, homosexuales y gitanos), pero no es intención de este artículo describir una vez más el Holocausto. Ya ha sido suficientemente tratado y me gustaría centrarme más en la vida del 99% restante de la población alemana.


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La liberación de las costumbres sexuales así como la disminución de la natalidad y del número de matrimonios durante la República de Weimar fue considerada a ojos del nazismo como un claro síntoma de decadencia. De acuerdo a su visión del mundo, la mujer debía estar apegada a las tres K: kinder, kirche, küche (niños, iglesia, cocina). El propio Hitler afirmó en cierta ocasión que los derechos de las mujeres en el Tercer Reich consistirían en que toda mujer encontraría marido. El Ministro de Propaganda Joseph Goebbels, por su parte, indicaba que “la mujer tiene el deber de ser hermosa y traer hijos al mundo, y esto no es tan vulgar y anticuado como a veces se cree. La hembra del pájaro se embellece para su compañero e incuba sus huevos para él”. Un ideario que contaba con la aprobación de muchas de ellas —decía el que fue corresponsal español en Berlín Manuel Chaves Nogales en aquel tiempo— puesto que:
“Las mujeres, a las que la crisis ha echado a la calle, tienen que patear y luchar a brazo partido con los hombres en medio del arroyo. Las pobres, en esa lucha, llevan la peor parte, naturalmente, y si de pronto aparece un guardia que dice autoritariamente: “¡Basta; a la cocina!”, la mujer se va muy contenta, porque supone que, efectivamente, hay una cocina a la cual se puede ir a cocinar”.
Si las mujeres debían dedicar su vida a criar a los hijos, darles una educación universitaria era entonces un desperdicio de recursos, así que una de las primeras medidas que adoptaron fue restringir su acceso a la universidad, estableciendo un máximo de un 10% sobre el total del alumnado. Asimismo, se les prohibió ejercer como jueces y fiscales dado que “no pueden pensar lógicamente ni razonar objetivamente, puesto que se rigen por sus emociones”.

La estricta separación por sexos que estableció el régimen y la expulsión de las mujeres de casi cualquier ámbito público (acorde a la estructura del Partido, íntegramente masculina) no facilitaba precisamente la tarea de encontrar pareja. En regiones como Breslau se decretó que las menores de 18 años que acudieran a una sala de baile sin la compañía de un adulto irían a un reformatorio, posteriormente la Ley para la Protección de Menores prohibía a los menores estar en la calle desde el momento en que oscureciera, y después de las 9 de la noche únicamente podían ir al cine, sala de baile o restaurantes en compañía de un adulto. Pero como decían en Parque Jurásico la vida siempre se abre camino, así que durante el gran mitin de Nuremberg de 1936, que contó con 100.000 asistentes de las Juventudes Hitlerianas y de su equivalente femenino, la Unión de Jóvenes Alemanas, 900 chicas menores de 18 años regresaron del evento embarazadas. En más de la mitad de los casos no se pudo determinar quién fue el padre. En ciudades como Hamburgo se popularizó una moda de cierta rebeldía —aunque el régimen nunca llegó a verlo como una amenaza real— llamada “movimiento swing”, en el que jóvenes de ambos sexos acudían a fiestas privadas vestidos al estilo moderno de ingleses y americanos (y ellas muy maquilladas, con faldas cortas y actitudes provocadoras) para bailar música jazz, prohibida al estar vinculada a los negros. Hay una película al respecto protagonizada por Christian Bale y que lleva por título Rebeldes del swing.

La anteriormente mencionada Unión de Jóvenes Alemanas, que ocupaba el tiempo de sus integrantes con pruebas gimnásticas y adoctrinamiento ideológico, tenía una sección para las chicas de 17 a 21 años llamado Fe y Belleza. En ella se inculcaban nociones de economía doméstica y moda nacional, que consistía en blusa blanca, falda recatada hasta el tobillo y zapatos gruesos. La vestimenta que debía tomarse como referencia era el Dirnl, el típico traje tradicional alemán que tantas veces hemos visto en imágenes del Oktoberfest y similares. La mujer alemana debía ser austera y rehuir cualquier reclamo sexual. Hacerse la permanente era castigado con afeitado de la cabeza, ya que las jóvenes debían llevar dos trenzas rubias a cada lado o bien una corona de trenzas llamada gretchen. Si bien eran populares las marcas de champú que les permitían tener un pelo más rubio, el maquillaje se consideraba una moda extranjera totalmente inapropiada y en Berlín se dieron casos en los que mujeres que iban muy maquilladas eran insultadas al grito de putas y traidoras y algunos Camisas Pardas (miembros de las SA) regañaban a aquellas que veían por la calle con los labios pintados o las cejas depiladas. Pero este acoso no logró erradicar la costumbre y se popularizaron maquillajes que proporcionaban un aspecto natural. Respecto a los materiales y la fabricación, el régimen fomentó las fibras artificiales nacionales y la ropa hecha en casa como vía hacia la autarquía, aunque finalmente en este sector, como en otros, lo que generó finalmente fue la creación de un mercado negro.

Para evitar que ninguna mujer se quedase para vestir santos las autoridades pensaron que, una vez concluida la guerra, los soldados que hubieran demostrado más valentía en el campo de batalla podrían casarse con dos mujeres. Un plan que no pudo ponerse en práctica debido al curso de la historia que ya conocemos. Pero lo que sí se llevó a cabo fueron los Lebensborn (Fuente de Vida), hogares para mujeres solteras que eran fecundadas por los sementales considerados más racialmente idóneos de las SS, las tropas de elite dirigidas por Heinrich Himmler. Los sacrificados patriotas que adquirieron esta responsabilidad lograron embarazar en total a 8.000 candidatas. El protocolo en estas fábricas de superhombres era el siguiente, según un testimonio de una de las jóvenes que pasaron por allí:
“En el hostal de Tegernsee, esperé hasta el décimo día, después del comienzo de mi menstruación y fui examinada médicamente, a continuación me acosté con un hombre de las SS que tenía que cumplir también su obligación con otra chica. Cuando se diagnosticó el embarazo, pude elegir entre volver a casa o entrar directamente en un hogar de maternidad (…) El parto no fue fácil, pero a ninguna mujer alemana que se precie se le ocurriría hacerse dar inyecciones artificiales para aminorar el dolor”.
Si por el contrario lograban encontrar un prometido, para poder casarse la pareja debía contar con la aprobación del Tribunal de Salud Hereditaria. Su finalidad era impedir la procreación a “individuos inferiores y asociales, enfermos, deficientes mentales, locos, tullidos y delincuentes”. Aunque su aplicación fue escasa, quienes no lograban superarla se enfrentaban a la esterilización forzosa.

Una vez logrado el visto bueno la boda podía celebrarse, aunque no era lo más habitual, mediante un ritual neopagano. Tenía lugar bajo un retrato de Hitler —y si el esposo contrayente además era de las SS recibía como regalo una edición de lujo del Mein Kampf—, en el altar se depositaba un cuenco metálico con runas (antiguos signos germánicos que representaban un alfabeto rudimentario) grabadas en un lateral, mientras que en su interior debía arder un fuego sagrado. El fuego era de hecho uno de los elementos fundamentales en la cosmovisión nazi, bien fuera realizando desfiles nocturnos con antorchas, saltos sobre el fuego como rito de iniciación en las Juventudes Hitlerianas o en el uso de una antorcha con la que encender un pebetero en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 (rito éste que como vemos ha perdurado hasta hoy). Una vez concluido el rito los recién casados entonces podían solicitar un préstamo sin intereses del Estado por valor de 1.000 marcos, siempre que la mujer se comprometiese a no trabajar. Como hemos visto, su función debía ser otra.

Hitler atribuía a la natalidad un valor patriótico-militar: “también la mujer tiene su campo de batalla; con cada niño que trae al mundo y ofrece a la nación participa en la lucha por el bien de ésta”. De esa manera se conseguirían más soldados para una guerra que se veía próxima, y posteriormente esa nueva generación podría colonizar el llamado “espacio vital alemán” que se habría logrado conquistar en ella. De hecho durante la guerra se popularizó la expresión “he donado un hijo al Führer” cada vez que una mujer quedaba embarazada o daba a luz. Curiosamente algunas parturientas rechazaban cualquier anestesia, prefiriendo en su lugar gritar “Adolf Hitler”, lo que se consideraba que tenía propiedades analgésicas.

Dado que fomentar la natalidad era prioritario, se restringió la venta de anticonceptivos y se prohibió el aborto, aunque no para las mujeres judías. El acto de follar pasó a ser conocido humorísticamente como rekruten machen (hacer reclutas) mientras que las mujeres estériles pasaron a ser llamadas despectivamente bevölkerungspolitische blindgänger (fracasos demográficos). El 12 de agosto de cada año, coincidiendo con el cumpleaños de la madre de Hitler, el propio Führer otorgaba a las mujeres más prolíficas la Cruz de Honor de la Mujer Alemana. De bronce para quienes tenían más de cuatro hijos, de plata para las que tenían más de seis, y de oro para quienes superaban los ocho hijos. Asimismo, el décimo hijo de una mujer pasaba a ser apadrinado por él y tenía que recibir el nombre de Adolf. Una vez nacía un niño, era costumbre anunciarlo en un periódico local, como vemos en este ejemplo publicado en el Dresdner Anzeiger el 27 de julio de 1942:
Volker ψ 21-7-1942. En la época suprema de Alemania, a Thorsten le ha nacido un hermanito. Con alegría teñida de orgullo, Else Hohmann y Hans-Georg Hohmann, Untersturmführer de las SS en la res. Dresde, General Wever-Strasse”.
Aparte del paganismo del símbolo de la Runa de la Vida, resulta llamativa esa mezcla de solemnidad patriótica y cercanía familiar. Respecto al nombre del hermano, era también típicamente nazi, puesto que se sustituyeron los tradicionales de origen cristiano por los presentes en sagas germánicas como Sieglinde, Edeltraud, Günther o Ekke-Hard, así como aquellos que incluyeran un guión como Bernd-Dietmar o Dietmar-Gerhard, que al parecer eran más genuinamente alemanes.

Por cada niño se otorgaban ayudas estatales en forma de reducción de impuestos y condonación de la cuarta parte del préstamo de 1.000 marcos que antes mencionábamos. Asimismo, los gobiernos locales otorgaban diversas ayudas como uniformes escolares o una reducción en las facturas de agua y electricidad. Se incrementó la construcción de viviendas sociales destinadas a familias numerosas, en las que además el marido tenía preferencia para obtener un empleo en ciertos sectores. Las familias también contaban con el apoyo del Servicio de Madres del Reich, dependiente de la Asociación Nacionalsocialista de Mujeres, que daba cursos para enseñar a cocinar, coser y cuidar de recién nacidos.

Visto hoy en día, esos seis, ocho o diez hijos son realmente es mucha descendencia, pero seguían siendo pocos a los ojos de los especialistas en higiene racial que dirigían las instituciones. Como Fritz Lenz, quien estimaba que cada mujer debía tener a lo largo de su vida 15 hijos y cualquier cifra menor sería debido a “causas no naturales o patológicas”. La exigencia de dejar descendencia no se limitaba a una propaganda martilleante, sino que en ciertos trabajos era un requisito indispensable también para los hombres. Un memorando del Ministerio del Interior de 1937 explicaba que:
“Todos los aspirantes solteros a un ascenso en el cuerpo de funcionarios deben hacer una declaración escrita exponiendo por qué no se han casado y cuándo se proponen hacerlo. Todo funcionario casado y sin hijos que lleve por lo menos dos años de matrimonio debe exponer los motivos por los que no tiene hijos antes de recibir el nombramiento definitivo (esta declaración deberá incorporarse a su expediente personal).”
Sin embargo, esta obsesión por la natalidad se veía en parte contrarrestada por la esterilización. Los higienistas nazis más entusiastas aspiraban a esterilizar al 20% de la población, aunque las cifras acabaron siendo bastante menores. El respeto por los veteranos de guerra tullidos entraba en conflicto con esa tendencia a repudiar a quienes no fueran considerados saludables, pero por otro lado los criterios de aplicación de categorías tan ambiguas como “asociales”, “alcohólicos” o “débiles mentales” hacían que en la práctica aquellos sobre los que se aplicaron fueran principalmente gente de clase baja como prostitutas y mendigos. Para medir la inteligencia de los sujetos juzgados por los Tribunales de Salud Hereditaria se realizaban preguntas como quiénes eran Bismark y Lutero, por qué las casas tenían más altura en la ciudad que en el campo o qué forma de Estado era la vigente. Aunque algunos médicos del Partido expresaron su recelo ante estos cuestionarios, ya que consideraban que habría Camisas Pardas incapaces de superarlos. Por otra parte, en esta época la esterilización forzosa era una práctica vigente en países como Dinamarca, Suecia, Noruega (donde llegaron a aplicarla a 40.000 personas) y Estados Unidos.

Respecto a la Ley de Protección de la Sangre y Honor Alemanes de 1935, también conocida como Leyes de Nuremberg, prohibía tanto las relaciones sexuales como el matrimonio entre judíos y arios, aunque acorde con la mentalidad nazi casi siempre castigaba a los hombres, al considerar a las mujeres un sujeto puramente pasivo en una relación, exceptuando el caso de algunas judías. De esa manera también fue castigada la homosexualidad, aunque no el lesbianismo. No obstante, el culto del nazismo a la camaradería masculina, la prolongada y estrecha convivencia entre jóvenes en campamentos de organizaciones como las Juventudes Hitlerianas y la restricción en el contacto con mujeres, eran un caldo de cultivo bastante propicio para que se produjeran relaciones que las autoridades mantenían ocultas en unos casos y castigaban enviando a los culpables a campos de concentración, donde su tasa de mortalidad era del 60%. De hecho, la ejecución del dirigente de las SA Ernst Röhm, durante la Noche de los Cuchillos Largos, fue explicada por Himmler con el argumento de que había intentado establecer una dictadura homosexual que habría llevado a Alemania al desastre.



* Fragmento de la parte I de la triada "La vida cotidiana en la Alemania nazi", publicado en Jot Down, agosto de 2012.

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