Las trampas de la excelencia universitaria




La obsesión mundial con la “calidad” académica, ¿está destruyendo la calidad intelectual, humana y laboral de las universidades?


Sebastian Faber


La educación superior parece estar sucumbiendo bajo el peso de sus propias contradicciones. Cursar un grado o máster es cada vez más caro y, sin embargo, una proporción cada vez mayor del profesorado universitario está trabajando en condiciones precarias. Las universidades educan a sus doctorandos para plazas que apenas existen. Las instituciones están cada vez más empeñadas en –u obligadas a– medir la calidad de la enseñanza y la investigación; pero sus sistemas de evaluación, basados en la cuantificación y la competencia, parecen diseñados para minar esa misma calidad. Los métodos de medición no solo producen ansiedad, insolidaridad y homogeneidad; también crean incentivos perversos que alejan a las universidades de la sociedad civil e incrementan la desigualdad entre instituciones y áreas de conocimiento, con una marcada desventaja para las Humanidades. Los sistemas de evaluación también fomentan la sobreproducción de papers que nadie lee, aunque hinchan los márgenes de beneficio de un puñado de grandes empresas editoriales. E invitan, cómo no, al fraude: hecha la ley, hecha la trampa.

Este deprimente cuadro lo reconocerá cualquiera que trabaja o estudia en una universidad española. Los medios de comunicación no han dejado de reportar los muchos problemas que enfrenta el sistema de educación superior en España, desde los escándalos del plagio y de los diplomas regalados en la Universidad Rey Juan Carlos, hasta la toxicidad de un ambiente laboral precario, regido por la endogamia, por la burocracia y por jerarquías que invitan al ejercicio arbitrario del poder, incluido el acoso sexual, al mismo tiempo que dificultan la entrada de personas cualificadas desde fuera.

Entre los partidarios de reformar la Universidad española ha sido común mirar al extranjero –Europa, Norteamérica– en busca de modelos para emular. Pero la verdad es que el panorama internacional no es mucho menos desolador. En Estados Unidos, donde los recortes de los últimos 15 años de crisis han afectado sobre todo a las Humanidades, el proceso de precarización del trabajo universitario ha sido tal que, a día de hoy, más de tres cuartos del personal docente en las casi 4.000 universidades del país trabajan sin contrato indefinido. (Hace medio siglo, el 76% tenía un contrato fijo.) Al mismo tiempo, se han disparado las tasas, las deudas estudiantiles y los salarios de los gerentes. Situaciones parecidas se dan en Latinoamérica, como denuncia la serie documental chilena “Paradojas del Nihilismo” (2020).

En un país como Holanda –que, a pesar de su buena salud económica, también ha recortado en educación–, el personal universitario lleva tiempo denunciando una presión laboral insostenible. En Inglaterra, las universidades –cada vez más gestionadas como si fueran empresas– han multiplicado sus tasas por diez en unos veinte años, mientras el profesorado está sujeto a indicadores cuantitativos de “calidad” de enseñanza e investigación vinculados directamente a la financiación de sus departamentos. Todo en nombre de la competencia, la eficacia y –claro está– la “excelencia”.


Evaluación de la investigación

¿Qué se está haciendo para romper estos círculos viciosos? Propuestas no faltan. Desde hace una década, por ejemplo, se han formulado duras críticas contra las agencias que miden la calidad investigadora con sistemas uniformes, basados en medidas cuantitativas, como el número de citas o el factor del impacto de las revistas. “Existe una necesidad apremiante de mejorar la forma en que las agencias de financiación, las instituciones académicas y otros grupos evalúan la investigación científica”, decía la “Declaración de San Francisco” en 2012, a la vez que proponía “eliminar el uso de métricas basadas en revistas, tales como el factor de impacto, en consideraciones de financiamiento, nombramiento y promoción”. En 2014, un grupo de académicos de la Universidad Libre de Bruselas se pronunció por la “desexcelencia”, vistos los “efectos concretos de una gestión humana fundada sobre la ‘excelencia’” como la hipercompetencia, la inseguridad, las evaluaciones estandarizadas y repetidas, la precarización y la desmotivación. Un año después, los firmantes de “El manifiesto de Leiden” se expresaron en el mismo sentido, denunciando “un uso incorrecto generalizado de los indicadores en la evaluación del desempeño científico”. “En todo el mundo”, decían, “las universidades se han obsesionado con su posición en los ránkings globales (como el ranking de Shanghai y la lista del Times Higher Education), cuando estas listas están basadas en lo que, a nuestro juicio, son datos inexactos e indicadores arbitrarios”.

Frank Huisman, historiador de la ciencia de la Universidad de Utrecht, en Países Bajos, entiende la tentación que ejercen los sistemas uniformes y cuantificados entre las administraciones: “Al fin y al cabo siempre es más fácil y barato medir la cantidad que la calidad. Pero la verdad es que la fijación en lo cuantitativo ha hecho estragos en todo el mundo académico. Ha motivado una carrera insana por la supervivencia y un despilfarro enorme de dinero, de tiempo y de talento. Una tragedia no solo científica sino social”.

Huisman es uno de los impulsores del grupo “Ciencia en Transición” que, desde 2013, aboga por cambios fundamentales para paliar la erosión de la misión universitaria. “Los métodos de evaluación actuales crean numerosos problemas”, escribían varios intelectuales en un ensayo colectivo. “No hay un solo sistema apto para todos [los campos], por más que les guste a los gerentes”. El enfoque obsesivo en la producción investigadora ha alterado los equilibrios, dando un peso excesivo a la administración y privilegiando las ciencias naturales sobre las sociales y humanísticas. Mientras tanto, se ha perdido de vista la función social de la Universidad, incluida su misión educativa: “El número de publicaciones científicas ha crecido tanto que nadie puede mantenerse al día ni en su propia disciplina… ¿No sería deseable que el tiempo que hoy se dedica a la producción de artículos superfluos fuera empleado en la mejora de la enseñanza?”.

“Al principio las administraciones universitarias no nos quisieron escuchar”, explica Huisman. “Nos calificaban de alborotadores, intentando ignorarnos. Y se entiende: si tu universidad ocupa un buen lugar en el ránking mundial, te va a costar asumir que esa calificación se pueda basar en un castillo de naipes. En las plantillas, en cambio, nuestro diagnóstico encontró resonancia desde el principio y, al final, las administraciones han tenido que hacernos caso. Hemos ido avanzando poco a poco a nivel europeo y nacional. En 2019, por ejemplo, logramos que en Holanda la agencia estatal de financiación científica firmara la Declaración de San Francisco”. Hoy, el grupo de Huisman sigue trabajando para que haya más diferenciación en los métodos de evaluación –porque “no se puede evaluar de la misma forma a una astrónoma que a una historiadora”– y que se deje de privilegiar a la investigación sobre la enseñanza. “Al fin y al cabo, estamos aquí para servir y educar a los estudiantes”, explica.

También hay quien pretende ir más allá. En España, el Col·lectiu InDocentia, creado en la Universitat de València, en 2016, argumenta que la situación de las universidades no mejorará hasta que haya un cambio de cultura mucho más profundo. “No nos interesa una ‘mejor medida’”, dicen Lucía Gómez y Francisco Jódar, miembros del colectivo, “sino cuestionar los efectos de cuantificar ‘logros’ investigadores. Las prácticas evaluadoras y la idea de calidad son dos de los resortes básicos del dispositivo de gubernamentalidad neoliberal adoptada sin complejos por las universidades, en un escenario jerarquizador y competitivo”, afirman. “Leemos las prácticas evaluadoras como ejercicios de autoformación que producen subjetividades competitivas y, por ello, impotentes políticamente, cínicas, a-conflictivas, insensibles, obedientes, empresarias de sí”.

Gómez y Jódar explican que tal y como está concebida y aplicada sobre el personal la constante evaluación uniforme, cuantitativa e individual es altamente nociva para la vida y cultura universitarias. No solo porque promueve una idea utilitaria del conocimiento, sino porque “naturaliza dinámicas coloniales, invita a la autoexplotación, individualiza el éxito y el fracaso y dificulta los procesos colectivos”. El problema, para InDocentia, no es que el sistema no funcione. Es que funcione demasiado bien y se haya hecho hegemónico a nivel global. Para Gómez y Jódar, lo que hace falta es “un cuestionamiento radical de las agencias de evaluación”.


La ANECA y sus críticos

En España, es la ANECA y sus contrapartes a nivel autonómico las agencias encargadas de medir la calidad de la enseñanza y la investigación, pedir rendiciones de cuentas y acreditar a toda persona que aspire a ocupar un puesto académico. Aunque los métodos de ANECA –estandardizados y cuantificados– han motivado muchas críticas, no todos ven únicamente consecuencias negativas. “No hay que olvidar que la Universidad española era muy mala, muy endogámica”, dice José Luis Martí, vicerrector de Innovación y profesor titular de Derecho en la Universitat Pompeu Fabra. “Estoy en contra de los actuales sistemas de evaluación, pero la introducción de factores cuantitativos ha tenido efectos positivos”. Con todos sus defectos, “ha servido para mejorar las peores universidades y ha ayudado a evitar la contratación de los peores profesores”, afirma.

“Algunas de las críticas del sistema actual parecen asumir que lo que había antes era mejor”, concuerda Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor de Ciencia Política en la Carlos III. “Pero era un páramo. Ciñéndome a las Ciencias Sociales, puedo afirmar que, en España, la llegada de las evaluaciones numéricas ha cambiado profundamente lo que era la carrera académica en mi campo. Antes se hacía poca investigación original y se podía llegar a catedrático sin apenas publicaciones, o con puros refritos. Hoy, las generaciones más jóvenes ya han interiorizado que tienen que hacer investigación y publicar. Eso no deja de ser positivo”, sostiene.

Aun así, Martí y Sánchez-Cuenca critican la implacable uniformidad burocrática del sistema actual. En la ANECA, afirma el politólogo, “la evaluación de la producción académica se realiza mediante indicadores ‘objetivos’ sin que los evaluadores lean una sola línea del trabajo evaluado. Eso es una aberración. Los indicadores numéricos son tan sólo indicios, luego hay que leer y juzgar los trabajos de investigación. Además, se ha impuesto una estandarización asfixiante. Todo el mundo tiene que hacer lo mismo, al mismo ritmo, para poder ir progresando en la carrera académica”.

Para algunos líderes universitarios, la rigidez de la ANECA y sus contrapartes autonómicas dificultan que las universidades españolas compitan a nivel mundial. “La obligatoriedad de acreditación externa no existe en casi ningún país de nuestro entorno”, recordó el rector de la Complutense, Carlos Andradas en 2019. “Supone un reconocimiento implícito de la incapacidad de (y la desconfianza en) las universidades para seleccionar cabalmente a su profesorado con calidad”, dijo. Según él, la acreditación, diseñada para paliar la endogamia, discrimina contra académicos con una trayectoria diferente, incluidos casi todos los que han pasado tiempo fuera de España. La existencia de estas barreras burocráticas, sugería, es una de las causas por la que las universidades españolas son “poco competitivas a nivel internacional”. “Hoy perdemos mucho más tiempo que antes en burocracia y papeleo”, afirma Martí. “Son horas que no podemos usar para la investigación, la transferencia o en preparar las clases. La culpa no es solo de la ANECA y otras formas de rendición de cuentas. También tienen que ver los intentos constantes de homogeneizar nuestros programas en todas las universidades. Imponiendo ahora, por ejemplo, los grados de 4 años e impidiendo los de tres, o exigiendo que todos los grados estén constituidos igual. No se ha favorecido la autonomía universitaria y la experimentación, que es fundamental para la innovación y, en definitiva, para la calidad”.


La situación de las universidades españolas

Lo cierto es que, a escala mundial, las universidades españolas no juegan, precisamente, en primera división. En el ránking de Shanghái, solo la Universitat de Barcelona está entre las 200 mejores del mundo; entre las mejores 500 hay 13 españolas. En el del Times Higher Education Supplement (THE) hay tres entre las 200 primeras.

El auge de ránkings mundiales como el de Shanghái –creado en 2003– ha transformado la manera en la que se administran las universidades, explica Ellen Hazelkorn, profesora emérita en la Universidad Tecnológica de Dublín. Hazelkorn lleva años estudiando la evolución y los efectos, intencionados o no, de las clasificaciones. Para ella, han sido un fenómeno, si no necesariamente positivo, sí inevitable: “Así como nos gusta ver de inmediato cuál es el mejor restaurante en una ciudad, la gente siente la necesidad de algún tipo de calificación que les ayude a elegir dónde estudiar”, cuenta. Y a las propias universidades les interesa compararse entre sí para comprender su lugar relativo en un contexto nacional e internacional, o directamente para fines de autopromoción.

En la medida que la competencia globalizada se libra entre países, también los gobiernos nacionales miran con ansia el lugar que ocupan sus universidades en los ránkings. Son esos mismos gobiernos –o sus ministerios de Educación– los que insisten en medir los resultados de su financiación. “Muchos países quieren mejorar la calidad de su educación superior y expandirla a un mayor porcentaje de sus ciudadanos, pero no quieren gastar demasiado en ello”, dice Bryan Alexander, futurólogo de la Universidad de Georgetown, especializado en temas educativos. “De allí la necesidad que sienten de una mayor y mejor gestión de las universidades. Y para saber qué funciona y qué no, hay que medir las cosas de la mejor forma posible. ¿Es deprimente esa insistencia en los indicadores cuantitativos? Claro que sí. Pero no deja de ser lógica”.

Con todo, Hazelkorn subraya que medir la calidad de las universidades objetivamente –y pedirles que rindan cuentas– tiene un potencial democratizador. Para empezar, los ciudadanos, que con sus impuestos financian un sistema de educación superior, tienen el derecho a saber cuál es el resultado de esa inversión, de la misma forma que los estudiantes, obligados a pagar cada vez más por sus diplomas, lógicamente se han hecho más exigentes. Además, en un mundo sin medidas objetivas que demuestren lo contrario, las instituciones que ya gozan de prestigio –lo merezcan o no– siempre tendrán las de ganar. El peso cada vez mayor de los ránkings –muchas veces basados en criterios relativamente arbitrarios, si no debatibles– ha tenido efectos colaterales nocivos, señala Hazelkorn. Para las administraciones es fácil subir de rango, del modo que sea, y que eso se convierta en un objetivo explícito que justifique el sacrificio de otros posibles bienes. Además, las mismas clasificaciones y los datos en que se basan se han convertido en productos comerciales de por sí: otra forma de mercantilizar una información que debería ser pública. “Para mí, la pregunta central es ¿quién es el propietario de esos datos que las universidades proporcionan sin chistar a las compañías que realizan los ránkings?”, señala Hazelkorn. “No es algo que se suelan plantear las instituciones”.

También José Luis Martí, de la UPF, cree que ránkings como el de Shanghái tienen su función. “Son una tendencia que está ahí, que lleva años construyéndose y que no tiene marcha atrás. Han permitido visibilizar la emergencia de un mercado internacional de universidades. Si uno acepta la premisa de que las universidades ahora están en un esquema de mercado global, es inevitable que tengamos algún tipo de construcción de indicadores para distinguir universidades que son mejores de otras que son peores. Sin ir más lejos, los másters de la UPF los ofrecemos en el mercado internacional. Los potenciales estudiantes de todo el planeta consideran la Pompeu Fabra, igual que consideran otras universidades de otros países. Los rankings ayudan a visibilizar las universidades y a dar criterios de elección a los estudiantes”.

Esto no quita que, en los últimos años, estas listas hayan servido, en la práctica, para afianzar muchas desigualdades en el mundo universitario internacional. Ocurre como en el fútbol: la imagen de una competencia justa entre iguales esconde el hecho de que la clasificación resultante suele ser un reflejo directo de los recursos económicos de los que disponen los participantes. (El presupuesto de Harvard es 24 veces mayor por estudiante que el de la Complutense de Madrid.) Para las Harvard, Oxford o Stanford, las clasificaciones solo sirven para incrementar su caudal de capital cultural. “Los ránkings acaban legitimando esa falta de equidad”, apunta Hazelkorn.

“En Utrecht, la administración suele decir que aspiramos a ser la Harvard de Holanda”, dice Huisman. “Una idea ridícula. ¡Si Harvard tiene más dinero que todas las universidades holandesas juntas! Como pueden comprarse a los mejores investigadores del mundo, es más fácil mantenerse siempre en la cima. Hay una misma desigualdad estructural entre sistemas nacionales de educación superior, o entre el mundo occidental y los países en vías de desarrollo”.

“Si hubiera un ránking internacional donde se midiera la posición en los ránkings generales por financiación por estudiante, las universidades españolas estarían muy arriba”, apunta Martí. “La verdad es que las españolas son muy eficientes. Con muy pocos recursos consiguen tener una situación decente. Gracias, en gran parte, a la precariedad de los profesores”.

Para el gobierno español actual, los ránkings mundiales tienen un peso menor. “Son indicadores que nos permiten tener referencias, pero no orientan de manera sistemática la política pública”, explican en el Ministerio de Universidades, que estos meses está trabajando en una nueva Ley de Universidades. En la estrategia programática que se conoció en febrero, se enumeran una serie de objetivos ambiciosos que incluyen una reducción de las tasas “hasta llegar a la gratuidad”; una “evaluación de la investigación según los estándares internacionales”; y “un sistema universitario diferenciado y competitivo en que cada universidad concentre recursos académicos que respondan a las necesidades económicas, sociales y formativas del territorio” con el fin de “alcanzar un nivel de excelencia internacionalmente homologable”. El objetivo décimo y final: “Una Universidad con financiación adecuada”. Sin duda será el más importante y el más difícil de conseguir. En el contexto europeo, España va muy a la zaga: con una inversión en educación superior de un 0,6% del PIB, España comparte con Portugal el lugar 24 de 27.

José Luis Martí también es escéptico. “La verdad es que el Ministerio de Universidades tiene muy poco margen de actuación”, afirma. “No solo porque, en el gobierno actual, lamentablemente se dividen las competencias de Ciencia y Universidades, sino sobre todo porque todo depende de la inversión económica que se haga. Los niveles de precarización actuales son muy, muy graves. Hay un porcentaje muy elevado de profesores de entre 30 y 40 años que todavía no tienen una posición estable. Esto impide que puedan centrarse en hacer crecer un proyecto, justamente en la década en la que deberían ser más productivos. Y, después, hay un porcentaje elevadísimo de profesores asociados, precisamente porque no tenemos los recursos para contratar como profesores permanentes a estos profesores de 30 o 40 años en situación precaria. Además, las plantillas se están envejeciendo. Los profesores más viejos pertenecen a un sistema que es el que yo aprendí cuando empecé mi doctorado en los 90, un sistema en el que la universidad española era muy mala en general y muy poco competitiva internacionalmente”.

Con todo, Martí se confiesa optimista. “Veo mucha posibilidad de cambio positivo. No olvidemos que durante la mayor parte de la historia moderna, la educación universitaria ha sido básicamente un servicio que hemos dado a una élite dentro de la élite mundial. La gran mayoría de personas en el planeta no han tenido acceso a este bien. Hoy, hay un gran potencial para democratizar realmente el acceso al conocimiento, por más que la ANECA y la burocracia nos limiten en ese empeño. Solo hay que mirar un fenómeno como la University of the People, que ofrece contenidos de alta calidad de forma completamente gratis”.



* Publicado en CTXC. Contexto y Acción, 05.06.21. Sebastian Faber es profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College.

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