Venta libros "Oikonomía" y "Reforma e Ilustración"




Oikonomía. Economía Moderna. Economías
Oferta sólo venta directa: $ 12.000.- (IVA incluido)

2da. edición - Ediciones ONG Werquehue - 2020
ISBN: 978-956-402-214-7
516 pp. / 16x23 cm. / Encuadernación rústica con solapas

Acerca de la economía, en su doble condición de disciplina "científica" y actividad capitalista de mercado, es posible preguntarse: ¿por qué el lucro (ni siquiera la ganancia) cobró mayor relevancia que el trabajo y la producción?, ¿por qué se le considera una 'ciencia' al modo de las ciencias naturales?, ¿por qué la política terminó siendo puesta a su servicio?, ¿ha sido o es el único sistema de sustento viable, correcto, eficiente o benigno?, ¿es un mero sistema técnico o una proyecto que contiene una cultura con sus ideas, moral e instituciones?
Este libro busca contestar las preguntas antedichas desde una perspectiva crítica, que pone en tela de juicio a la "ciencia económica" y al capitalismo de mercado desde la revisión de sus relaciones con lo ético, religioso, cultural, social, filosófico, político e histórico. Para ello se recurre a una mirada transdisciplinaria que busca romper los rígidos límites y el reduccionismo de la economía dominante, en un momento donde urge una revisión de la economía y de lo económico.

Patrocinaron este libro: 
- Federación de Sindicatos del Holding Heineken CCU
- Caritas Chile
- Magíster en Gestión Cultural de la Universidad de Chile
- Magíster en Desarrollo a Escala Humana y Economía Ecológica de la Universidad Austral de Chile
- Escuela de Ingeniería y Ciencias de la Universidad de Chile

* Para leer el Índice, Agradecimientos, prólogos e Introducción: pincha AQUÍ.
* Para ver video de Coloquio de la Esc. Antropología UDEC sobre el libro: pincha AQUÍ.
* Para ver presentación del libro en el Espacio Literario de Ñuñoa: pincha AQUÍ.


Reforma e Ilustración. Los teólogos que construyeron la Modernidad
Oferta sólo venta directa: $ 12.000.- (IVA incluido)

2da. edición - Editorial Ayun - 2012
ISBN: 978-956-8641-11-5
476 pp. / 
16x23 cm. / Encuadernación rústica con solapas

La Modernidad, la tradición cultural anglosajona post Reforma Protestante, sigue vigente en nuestras ideas, moral, instituciones y, por ende, en nuestras vidas cotidianas. Puntualmente, dicha tradición tiene como principal fundamento intelectual al movimiento de la Ilustración; el que, a su vez, se nutre de la Reforma Protestante en su versión calvinista o reformada.
Este libro expone esas relaciones y su rol en el desarrollo de la ciencia experimental, el derecho y la política, la moral y la economía modernas y en la construcción del mundo contemporáneo. Para ello se trabajan los textos originales de autores como Isaac Newton, John Locke, Adam Smith, Jean-Jacques Rousseau, entre otros, quienes a pesar del tiempo transcurrido son cruciales para explicar y criticar nuestra época.

* Para leer el Índice y Presentación del libro: pincha AQUÍ.
* Para ver video de Coloquio de la Carrera de Sociología UCEN sobre el libro: pincha AQUÍ.



¡Súper oferta! 
Sólo venta directa:
1 Oikonomía + 1 Reforma por $ 22 mil (IVA incluido)

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Daniel López, Gaza y la juventud progresista




“Nunca una generación que se dijo tan comprometida
molestó menos a los verdaderos poderes”
Edu Galán, escritor español


Hace tiempo que no tenía noticias de un viejo conocido: el polifacético inversionista Daniel López. Ya ni me acuerdo cuando me contó que estaba trabajando en la lejana Punguistán como periodista freelance (lo pronuncia como se escribe y alargando la “a”). Se había autoexiliado a principios de los 90 porque decía que acá eran unos malagradecidos.

A veces pillaba alguna de sus notas en la tele, en esos programas que parecen grabados en la casa de los padres del animador, en canales de tercer orden y a la hora del ñafle. Lo suyo eran los lugares preferidos por los chilenos para turistear en dicha “exótica” nación. Porque parece que luego de una época de bonanza, las inversiones empezaron a ir mal y lo que principió como pasatiempo terminó de pega de tiempo completo.

En fin, la cosa es que para mi sorpresa me lo encontré en Santiago la semana pasada. Caminaba por el centro y de pronto escucho que me llaman desde un café con piernas… con ese inconfundible tono de huaso ladino. Ahí estaba Daniel López, sonriéndome socarronamente enfundado en un impecable traje oscuro y con su característica perla prendada a la corbata.

Después de las tallas de rigor sobre nuestra edad y aspecto físico, nos pusimos al día con un breve resumen de nuestras vidas. No entraré en detalles, pues seguro a Ud. no le interesan esas nimiedades.

Mas, lo relevante es que supe de un drástico cambio profesional: el notero de turismo se había convertido en corresponsal de guerra (tal vez influido, en parte, por su vieja admiración por la vida militar). Sí, nada más y nada menos que corresponsal de guerra… y en Gaza. ¡Chúpate'sa!

La cosa es que había alcanzado a salir de la cárcel a cielo abierto más grande del mundo unos días después del comienzo del genocidio. Me interesaba de sobremanera su experiencia allí, pero tuve que aguantar una tediosa charla sobre detalles técnicos del armamento israelí y algunas cuestiones de estrategia… Uds. saben, el militar frustrado.

Sin embargo, lo que más me impactó fue su desazón por el casi nulo impacto que tenían en Punguistán los crímenes de guerra del Estado Judío de Israel. Sobre todo, en buena parte de su juventud. Para lo cual no tenía explicación dado que aquella se caracterizaba por su progresismo, sensibilidad y activo compromiso con numerosas causas sociales, políticas, ambientales, animalistas, etc. Justamente, esos afanes juveniles de justicia chocaban con el conservadurismo de la corrupta y egoísta élite del clan punga que domina la sociedad, la economía y la política de la nación.

Pasó un momento en silencio y con la mirada perdida… y de pronto me dijo con renovado entusiasmo: “¡Ese es el objetivo del periodismo!”. Porque, debo aclarar, Daniel López no se sentía un mero notero de chilenos gritando ceacheí frente a una cámara en el extranjero. No. En tanto creador de contenidos asumía que tenía una responsabilidad social, incluso moral diría yo. Bueno, como es común acá en Chile con nuestra jugada prensa, ¿no?

Ahí se largó imparable a contarme que los medios punguistaníes hicieron una gran campaña para informar del genocidio en Gaza a los jóvenes, especialmente a los progresistas. Junto a otros corresponsales que habían estado en terreno, se esforzaron en difundir algunos sucesos más específicos de esta última agresión sionista en curso. No tenían dudas de que esa juventud consciente, empática y sensible ante tantas causas, se iba a estremecer en su fuero interno y terminaría movilizándose en masa por la causa palestina.

De tal modo, López me contó que divulgaron un gran número de situaciones que están ocurriendo desde octubre del año pasado en Gaza y son desconocidas por la opinión pública mundial. A saber:

- Los tanques israelíes se estacionan sobre las ciclovías y los bulldozers las destruyen.
- Los soldados israelíes no usan los pronombres correctos para humillar a los palestinos.
- Israel prohibió el crossfit y cerró los gimnasios.
- Los soldados israelíes son especistas.
- Los soldados israelíes piropean a las palestinas.
- Israel cortó los canales de streaming dejando a los palestinos sin posibilidad de ver series.
- Los soldados israelíes opinan del cuerpo de las, los y les palestines.
- Los soldados israelíes son la yuta bastarda.
- El ejército de ocupación israelí tiene una política sistemática de apropiación cultural.
- Los soldados israelíes no se cuidan de expresar opiniones que puedan ser ofensivas para los sentimientos de los palestinos.
- El gobierno israelí prohibió la música del género urbano.
- Los soldados israelíes deslizan en sus acciones y discurso un gran abanico de micromachismos.
- Los soldados israelíes no usan y hasta se burlan del lenguaje inclusivo.
- El gobierno israelí prohibió el ingreso de comida para perrijos y gatijos.
- Los soldados israelíes son adultocentristas y muchos, incluso, niñofóbicos.
- El ejército de ocupación no tiene un plan de reciclaje de toda la infraestructura civil palestina que ha destruido.
- El Estado Mayor del ejército de ocupación israelí no es paritario: la mayoría de sus miembros son varones (y, por si no fuera suficiente, boomers).
- El gobierno de Israel prohibió la difusión de selfies y de fotos de primeros planos de platos de comida y tragos.
- Los aviones y helicópteros de combate, tanques y camiones del ejército de ocupación israelí no son híbridos y ni siquiera catalíticos.
- Los cómicos que entretienen a las tropas de ocupación hacen chistes de suegras, homosexuales y gangosos.
- El gobierno israelí dio órdenes expresas de romper todos los espejos de los ascensores para impedir que los palestinos pudieran tomarse selfis de sus outfits.
- El gobierno israelí ha cortado el acceso a Tik Tok y está secuestrando a quienes hayan subido coreografías a la plataforma.
- Es práctica común en el ejército de ocupación el mansplaining, ghosting, gaslighting y otras cosas en inglés contra las palestinas.
- Los soldados israelíes compran mascotas en vez de adoptar.
- El gobierno israelí prohibió la venta y consumo de Aperol spritz y Ramazzotti.

Yo pensaba que Israel, en cinco meses de genocidio, ya no podía hacer nada peor que asesinar a más de 32 mil personas (de las cuales cerca de la mitad son niños); atacar y bombardear hospitales, escuelas, universidades, centros de culto y barrios residenciales completos; usar el hambre como arma de guerra con la consiguiente desnutrición y hasta muertes por inanición. Todos deleznables crímenes de guerra y flagrantes violaciones del derecho internacional y humanitario.

Aunque a mi edad hace rato que no estoy para tenerme por joven, he de confesar que luego de escuchar a Daniel López un sentimiento de indignación progresista recorrió mi cuerpo como un rayo. Tal como le pasó a la juventud consciente, empática y sensible de Punguistán. Luego de conocer estos hechos, los jóvenes progresistas han reaccionado con históricas movilizaciones multitudinarias… en redes sociales. A la fecha ya son millones de “Me gusta” y hashtags de protesta y solidaridad viral.

Gracias a Daniel López estoy de cabeza publicando en mis redes sociales un montón de selfis y hashtags de apoyo además de mis mejores coreografías por Gaza. Gracias amigo por darme el empujón que necesitaba. ¡Aquí comienza el fin del régimen sionista!

#MientrasHayaSeñalHayResistencia



* Publicado en El Clarín de Chile, 26.03.24.

Libertarios: amar más la teoría que a la realidad




Uno puede tener profundas e irreconciliables diferencias políticas, económicas y morales con los anarcocapitalistas. Pero el problema central con esta ideología --que lleva al límite del absurdo las ya cuestionables doctrinas de la "ciencia económica" y de la filosofía individualista-- es que es un voluntarismo ciego e irreflexivo que ignora una cuestión fundamental: la realidad.

No, no es serio, lógico ni conveniente amar más a una teoría que a la realidad. Y si esa teoría no te alerta sobre ese punto, es además es una mala teoría.


§§§
 

En 2004, cerca de 200 anarcocapitalistas se mudaron al pequeño poblado de Grafton, de menos de mil habitantes. Con el libre mercado como puntal ideológico, lograron cortar impuestos y reducir el presupuesto municipal en un 30%. Aumentó el crimen, los conflictos domésticos y la gestión de la basura se transformó en un desastre. Entonces, llegaron los osos…


Diego Ortiz


Los libertarios aman el libre mercado. Aman las armas. Aman la “libertad”. En contraposición, odian al Estado, los impuestos, a los comunistas –entre varias otras ideologías despreciadas–, y, producto de una historia sacada del guión de una comedia, ahora podrían odiar a los osos.

Todo comenzó en 2004, cuando cerca de 200 anarcocapitalistas decidieron mudarse al pequeño poblado de Grafton, en el Estado de New Hampshire, Estados Unidos, lugar que se caracteriza por ser extremadamente laxo en cuanto a sus leyes de impuestos. En cuestión de años, el movimiento, bautizado The Free Town Project (“Proyecto Ciudad Libre”), logró bajar aún más la carga impositiva y reducir el presupuesto municipal en un 30%.

A los resultados esperables –empeoramiento de servicios básicos y conflictos en ascenso en la población– se sumó uno que terminó por sucumbir el proyecto: atraídos por la basura, cuya gestión se transformó en un desastre sin presupuesto ni ordenanzas, numerosos osos llegaron al proyecto.

La surreal historia es contada por el periodista norteamericano Mathew Hongoltz-Hertling, primero en un hilarante y extenso reportaje para la revista Atavist, titulado "Barbearians at the Gate", y luego en su libro A libertarian Walks into a Bear.

Hongoltz-Hertling relata el impacto que generaron los libertarios en la población local, de unos mil habitantes. Grafton, un pueblo rural que por aquellos años registró la mejor elección de un candidato a gobernador abiertamente libertario, alcanzando el 3%, podía considerarse abiertamente conservador. Incluso, registraban al momento de la oleada libertaria la mayor tasa per cápita de ametralladoras en población civil, compartiendo el amor por las armas con los anarcocapitalistas. Aún así, los pobladores de Grafton vieron extremismo en los postulados de sus nuevos vecinos.

“En la fiesta anual de manzanas, animaban a sus hijos a lanzar banderas de Estados Unidos al fuego. En los concejos municipales, que usualmente eran asuntos aburridos, insistían enfáticamente en retirar a Grafton del sistema educacional de la región, en condenar el manifiesto comunista y eliminar el financiamiento de la biblioteca”, relata el periodista en su reportaje.

Uno de los ideólogos de la meca libertaria fue Larry Pendarvis, según recopila el medio New Republic en una crónica sobre el tema. En ésta, aseguran que la población original de Grafton se espantó al leer sus postulados libertarios: “escribió sobre su intención de crear un espacio respetando la libertad de ‘traficar órganos, batirse a duelo, y el poco apreciado derecho de organizar peleas entre vagabundos’”. También argumenta a favor de lo que llama el “canibalismo consensual”.

Los graftonitas desconfiaban. Aun así, el Free Town Project consiguió buena parte de su cometido. Se aprobaron normas que redujeron el acotado presupuesto municipal de US$1 millón en un 30%, además de disminuir el financiamiento de la biblioteca comunal y cortar de raíz apoyos económicos al concejo de ciudadanos de la tercera edad del condado. También ahogaron los recursos monetarios y humanos de Grafton con demandas, combatiendo la figura del Estado en las urnas y el estrado.

Sin embargo, la utopía libertaria no se completó. Cortar servicios sociales al mínimo no vino acompañado de un boom empresarial que llegara a satisfacer las nuevas necesidades de la población. “A pesar de múltiples y prometedores esfuerzos, un sector privado robusto y randiano [por la filósofa y escritora rusa nacionalizada estadounidense, Ayn Rand, de los principales pensadores admirados por el anarcocapitalismo] falló en emerger para reemplazar los servicios públicos”, indicó Hongoltz-Hetling a New Republic, agregando que Grafton, que ya era “un refugio para gente en la miseria”, se transformó en un pueblo “salvaje”.

Los hoyos en las calles se multiplicaron, los conflictos domésticos aumentaron, los crímenes violentos incrementaron e incluso, los trabajadores de la ciudad comenzaron a quedarse sin calefacción. En entrevista con el medio Vox, el periodista contó que las quejas de vecinos aumentaron, el número de abusadores sexuales también e, incluso, se registraron los primeros homicidios desde que el pueblo tuviera memoria. De hecho, fue un doble homicidio durante una disputa entre convivientes. “Todas estas consecuencias negativas se empezaron a ampilar y, en eso, si el pueblo quería enfrentar estas cosas, digamos, con una policía robusta, en vez de eso se encontraban con que ésta estaba paralizada”, explica.

Además, llegaron los osos.

En específico, osos negros. De entre 60 y 280 kilogramos, hasta 2.9 metros de largo, capaces de correr hasta 40 km/h y con una fuerza con la que pueden levantar con una pata piedras de 150 kilos, esta especie de oso no solo comenzó a aventurarse en las casas de Free Town, sino que lo hicieron cada vez con menos miedo –y, según múltiples relatos recopilados por Hongoltz-Hetling–, con más violencia.

Las razones de su llegada fueron múltiples. Contrarios a todo lo que suene a regulación comunal, los libertarios se oponían a un mandato que exigiera basureros sellados, además de contar con un servicio de retiro de desechos insuficiente luego de las múltiples mutilaciones al presupuesto comunal. La basura humana, rica en calorías, se hizo irresistible para los osos, cuyo hábitat y alimento se ve año a año cada vez más reducido por la crisis climática.

También, el autor logró corroborar que vecinos del sector incluso alimentaban a los osos. A eso hay que sumar que la entidad responsable de la protección de la fauna del lugar, Fish and Game, también vio reducido su presupuesto y es, a la vez, una institución gubernamental y por tanto no bienvenida por los freetowners.

La presencia de una toxina que provoca una infección llamada toxoplasmosis, es citada también por el periodista como causa del comportamiento agresivo de los osos negros de Grafton, siendo esta muy común en desechos de gatos disponibles en la suculenta basura del poblado. Hongoltz-Hetling indica estudios donde hasta un 80% de osos muertos estudiados en la región tenían la toxina. La combinación de un componente químico, una costumbre cada vez mayor al humano y un calórico botín disponible 24/7 llevó a que los ataques de osos a humanos se multiplicaran.

“La gente en Free Town comenzó a darse cuenta que situaciones que se veían tan fáciles de resolver en abstracto eran difíciles de resolver en persona”, indica el periodista en la entrevista con New Republic. Para combatirlos hicieron peligrosas trampas, les lanzaron fuegos artificiales, llenaron de ají la basura y hasta cazaron osos (algo ilegal en aquel Estado). “Fue un desastre”, explicó en su conversación con Vox.

Al final, Mathew Hongoltz-Hetling saca conclusiones. “Es muy fácil caer en esta trampa de creer que si todos siguen este o aquel principio, entonces la sociedad se transformará en este sistema perfecto […] creo que si les dieras a los libertarios una varita mágica y les permitieras transformar la sociedad a su criterio, no funcionaría como ellos creen, y ocurriría lo que pasó en Grafton. Quizás esa es la lección”.

Free Town fracasó, según el autor, a mediados de 2016.



* Publicado en Interferencia, 27.08.23.

No hay IA




Hay formas de controlar la nueva tecnología, pero primero tenemos que dejar de mitificarla.


Jaron Lanier


Como científico informático, no me gusta el término "IA". De hecho, creo que es engañoso, tal vez incluso un poco peligroso. Todo el mundo ya está usando el término y puede parecer un poco tarde para discutir al respecto. Pero estamos al comienzo de una nueva era tecnológica, y la forma más fácil de administrar mal una tecnología es entenderla mal.

El término “inteligencia artificial” tiene una larga historia: fue acuñado en la década de 1950, en los primeros días de las computadoras. Más recientemente, los científicos informáticos han crecido con películas como "The Terminator" y "The Matrix", y con personajes como Commander Data, de "Star Trek: The Next Generation". Estas piedras de toque culturales se han convertido en una mitología casi religiosa en la cultura tecnológica. Es natural que los informáticos anhelen crear IA y hacer realidad un sueño anhelado.

Sin embargo, lo sorprendente es que muchas de las personas que persiguen el sueño de la IA también se preocupan de que pueda significar el día del juicio final para la humanidad. Se afirma ampliamente, incluso por científicos en el centro mismo de los esfuerzos actuales, que lo que están haciendo los investigadores de IA podría resultar en la aniquilación de nuestra especie, o al menos en un gran daño para la humanidad, y pronto. En una encuesta reciente, la mitad de los científicos de IA acordaron que había al menos un diez por ciento de posibilidades de que la IA destruyera la raza humana. Incluso mi colega y amigo Sam Altman, que dirige OpenAI, hizo comentarios similares.

Entre en cualquier cafetería de Silicon Valley y podrá escuchar cómo se desarrolla el mismo debate: una persona dice que el nuevo código es solo código y que las personas están a cargo, pero otra argumenta que cualquiera que tenga esta opinión simplemente no entiende cuán profunda es la nueva tecnología. 

Los argumentos no son del todo racionales: cuando les pido a mis amigos científicos más temerosos que expliquen cómo podría ocurrir un apocalipsis de IA, a menudo se paralizan por la parálisis que se apodera de alguien que intenta concebir el infinito. Dicen cosas como “El progreso acelerado pasará volando y no seremos capaces de concebir lo que está sucediendo”.

No estoy de acuerdo con esta forma de hablar. Muchos de mis amigos y colegas están profundamente impresionados por sus experiencias con los últimos grandes modelos, como GPT-4, y prácticamente están haciendo vigilias esperando la aparición de una inteligencia más profunda. Mi posición no es que estén equivocados sino que no podemos estar seguros; conservamos la opción de clasificar el software de diferentes maneras.

La posición más pragmática es pensar en la IA como una herramienta, no como una criatura. Mi actitud no elimina la posibilidad de peligro: sin importar cómo lo pensemos, aún podemos diseñar y operar nuestra nueva tecnología de manera incorrecta, de manera que nos perjudique o incluso nos lleve a la extinción. 

Mitologizar la tecnología solo hace que sea más probable que no la operemos bien, y este tipo de pensamiento limita nuestra imaginación, atándola a los sueños de ayer. Podemos trabajar mejor bajo el supuesto de que no existe la IA. Cuanto antes entendamos esto, antes comenzaremos a administrar nuestra nueva tecnología de manera inteligente.

Si la nueva tecnología no es verdadera inteligencia artificial, entonces, ¿qué es? En mi opinión, la forma más precisa de entender lo que estamos construyendo hoy es como una forma innovadora de colaboración social.

Un programa como GPT-4 de OpenAI, que puede escribir oraciones en orden, es algo así como una versión de Wikipedia que incluye muchos más datos, combinados usando estadísticas. Los programas que crean imágenes por encargo son algo así como una versión de búsqueda de imágenes en línea, pero con un sistema para combinar las imágenes. En ambos casos, son las personas las que han escrito el texto y proporcionado las imágenes.

Los nuevos programas combinan el trabajo realizado por las mentes humanas. Lo que es innovador es que el proceso de combinación se ha vuelto guiado y restringido, de modo que los resultados son utilizables y, a menudo, sorprendentes. Este es un logro significativo y digno de celebrar, pero se puede considerar que ilumina concordancias previamente ocultas entre las creaciones humanas, más que la invención de una nueva mente.

Por lo que puedo decir, mi punto de vista halaga la tecnología. Después de todo, ¿qué es la civilización sino la colaboración social? Ver la IA como una forma de trabajar juntos, en lugar de como una tecnología para crear seres inteligentes e independientes, puede hacerla menos misteriosa, menos como Hal 9000 o Commander Data. Pero eso es bueno, porque el misterio solo hace que la mala gestión sea más probable.

Es fácil atribuir inteligencia a los nuevos sistemas; tienen una flexibilidad e imprevisibilidad que normalmente no asociamos con la tecnología informática. Pero esta flexibilidad surge de las matemáticas simples

Un modelo de lenguaje grande como GPT-4 contiene un registro acumulativo de cómo coinciden determinadas palabras en la gran cantidad de texto que ha procesado el programa. Esta tabulación gigantesca hace que el sistema se aproxime intrínsecamente a muchos patrones gramaticales, junto con aspectos de lo que podría llamarse estilo autoral. Cuando ingresa una consulta que consta de ciertas palabras en un orden determinado, su entrada se correlaciona con lo que hay en el modelo; los resultados pueden ser un poco diferentes cada vez, debido a la complejidad de correlacionar miles de millones de entradas.

La naturaleza no repetitiva de este proceso puede hacer que se sienta animado. Y hay un sentido en el que puede hacer que los nuevos sistemas estén más centrados en el ser humano. Cuando sintetiza una nueva imagen con una herramienta de IA, puede obtener un montón de opciones similares y luego tener que elegir entre ellas; si es un estudiante que usa un LLM para hacer trampa en una tarea de ensayo, puede leer las opciones generadas por el modelo y seleccionar una. Una tecnología que no se repite exige un poco de elección humana.



* Publicado en The New Yorker, 20.04.23. Jaron Lanier es informático, autor y músico, actualmente trabaja en Microsoft.

El acto fotográfico como forma de violencia


Fotografía del linchamiento de Laura Nelson y su hijo Lawrence (Oklahoma, EE.UU., 1911), impresa y distribuida como postal.


La historiadora y ensayista mexicana Marina Azahua reflexiona sobre cómo al ver imágenes de violencia solemos concentrarnos en los abusos y no en el significado de haber producido las fotografías de esas acciones.


Marina Azahua


El arco del puente de acero se aburre de ver el río pasar todo el día, pero hoy tiene visitantes. Sobre él se arremolinan decenas de personas que viajaron desde Okemah y los poblados cercanos para corroborar la noticia. Se escuchan voces de hombres y mujeres, se asoman rostros de niños hacia el fondo del río. Pero no es el río lo que miran. Sus ojos siguen la trayectoria de dos cuerdas tensas, amarradas al vientre de la estructura de metal.

Es mayo de 1911 y al final de la primera cuerda cuelga una cabeza. De su cuello pende un cuerpo que es más tela que cadáver. El cabello ensortijado de una madre se corona con la amplitud de un vestido blanco con puntos y flores, patrones que se confunden con las motas de luz sobre el río. Si estuviera viva, Laura Nelson podría abrir los ojos y voltear a ver a su hijo, también colgado, podría decirle que intentó salvarlo; podría pedirle perdón por haberlo traído al mundo tan sólo para esto. Pero no puede. Desconcierta que su cuerpo no aparente estar roto. Se le mira entera, no desarticulada, como si no la hubieran logrado romper.

Sobre el puente, quienes recién escrutaban los cuerpos, ahora miran hacia el frente, en dirección a una barca, más abajo, en medio del río, sobre la cual se eleva el artefacto de lo perene: la cámara de George Henry Farnum, fotógrafo local. Se acomodan la corbata, se arreglan el cabello. Uno de ellos postra su pierna doblada sobre el barandal con gesto relajado; han salido de paseo.

Laura había dicho que no. El culpable no era su hijo. Insistió. La bala que mató al ayudante del sheriff la disparó ella. A él no lo toquen, no le hagan nada. Pero las palabras de Laura no cambiaron el hecho de que George Loney se desangraba en su patio. Había llegado para investigar el robo de un animal. El principal sospechoso era el esposo de Laura, Austin Nelson. Pronto comenzaron a dispararse palabras entre la boca del policía y el rostro de Austin. Lawrence, el hijo mayor, de unos catorce años, lo observaba todo. Quizás hubo disparos antes. Quizá Lawrence creyó ver que el policía alcanzaba su arma y prefirió ser el primero en disparar en un mundo donde un negro no puede jamás dispararle a un blanco sin sufrir las consecuencias.

Laura intentó hacerse de la culpa que correspondía a su hijo. Pero la verdad jurídica dictó que no, que todos eran culpables. Austin Nelson fue enviado a una lejana prisión. Laura, el bebé y Lawrence fueron encerrados en la cárcel de Okemah, Oklahoma. El 25 de mayo de 1911 fue jueves y la noche estuvo tranquila hasta que unos cuarenta hombres irrumpieron en la prisión. El guardia, de nombre Payne, fue forzado, a punta de pistola, a abrir las celdas.

Horas más tarde, cuando comenzara a clarear el día y dejara lentamente de ser jueves, un chico del poblado negro de Boley, cercano al puente, llevaría a sus animales a tomar agua al río y vería el fruto del odio colgando del puente. El destino del bebé no está claro. Se sabe que a Lawrence le arrancaron los pantalones y le amarraron las manos con cuerda de montar. Los brazos de Laura, en cambio, quedaron colgando a sus costados, bamboleándose suavemente en el viento, con el resto de su cuerpo.

Durante décadas, un blanco que iba de paso por cualquier ciudad del sur de Estados Unidos, digamos, Waco, Texas podía unirse a la masa enardecida que mataba a otro ser humano. Quizás incluso podía contribuir con una bala o dos, un par de latigazos, o el centelleante cerillo que prendiera fuego al cuerpo. Adicionalmente, podía sacarse una foto posando junto al linchado y después enviarla a su mamá en Alabama, por correspondencia.

La asistencia a un acto de violencia tan cruento se consideraba un evento memorable y meritorio de agregarse al álbum familiar. El fotógrafo de Okemah, «Bill»Farnum, produjo tres fotografías del linchamiento de los Nelson, las cuales pronto comenzarían una nueva vida como postales. Estas recorrerían por décadas el camino secreto de los papeles que se mueven a través del mundo, de mano en mano, de oficinas postales a buzones, de sobres a álbumes. Por décadas, estas imágenes se vendieron como souvenirs en las tiendas locales de Okemah.

Es crucial descartar la posibilidad de que las fotografías de linchamientos hayan sido creadas con espíritu de denuncia, pues ni siquiera fueron producidas con intención comunicativa en el sentido periodístico; fueron creadas como trofeos, recordatorios de la superioridad de la masa. James Allen, coleccionista y estudioso de las postales de linchamiento, considera que en estos casos «el fotógrafo era más que sólo un espectador perceptivo en los linchamientos. El arte fotográfico jugaba un papel significativo en el ritual como forma de tortura o acaparamiento de souvenirs […]. La lujuria incitaba su reproducción y distribución comercial, facilitando la repetición infinita de la angustia. Incluso ya muertas, era imposible que las víctimas encontraran refugio».

La fotografía convertida en postal fue el sustrato material a través del cual la experiencia del linchamiento se preservó en las arcas de la memoria colectiva. La palabra souvenir deriva del latín subvenire, que implica traer a la mente, rescatar, y se ha convertido en el término predilecto para describir objetos que nos sirven de recordatorio de un lugar, un momento o una experiencia. Son los recuerdos que nos llevamos de las ferias y los viajes. Detrás de ellos, se encuentra la naturaleza del recuerdo, palabra que surge del latín re (volver) y corda (corazón), es decir, que recordar implica el acto de volver a pasar por el corazón.

La pregunta es: ¿por qué alguien querría volver a pasar por el corazón un momento tan atroz como la destrucción colectiva de otro ser humano? ¿Por qué existieron los souvenirs de linchamientos?

El linchamiento, acto de violencia pública, supuesto ejercicio de ajusticiamiento, se montó sobre un discurso proteccionista emanado de la normalización de un estado de excepción. Asistir a un linchamiento era, pues, normal. Si no, ¿cómo podría explicarse la presencia de niños? Allen afirma que el acercamiento a este tipo de memorabilia lo ha llevado a desarrollar una cautela hacia la mayoría, hacia lo aceptado. Sorprende la cotidianidad de estas imágenes, uno puede tapar el cuerpo del linchado y lo que queda es un encuentro comunitario. El linchamiento, aun cuando fuese un evento excepcional, se vivía como un espacio público de sociabilidad ordinaria.

Padres levantan a sus hijos sobre los hombros para que vean más de cerca. Novios llevan a sus chicas en una cita y se desvían para participar en el suceso.

Los registros oficiales sobre linchamientos que existen indican que entre 1882 y 1968, al menos 4.734 linchamientos se llevaron a cabo en los Estados Unidos. Unos 3.500 de los linchados eran negros. En alguna parte del país se llevaba a cabo un linchamiento al menos una vez por semana.

No sólo las fotografías, incluso las ramas de los árboles o los maderos donde había sido quemada una persona, podían constituir souvenirs de linchamiento. La masa se arremolinaba al final del evento para sustraer todo tipo de objetos de remembranza: un trozo de cuerda o cadena, un pedazo de cabello, la seguridad de su supremacía materializada en el acto de guardar trozos del cuerpo del linchado. Uno de los mejores ejemplos de esto es una de las fotografías del linchamiento de Thomas Shipp y Abram Smith, en Marion, Indiana, en 1930, enmarcada. El vidrio que guarda la imagen, contiene algo más. Al lado de la foto se encuentran trozos del cabello de las víctimas del linchamiento. Este objeto de memorabilia es ejemplo de cómo los linchadores se posesionaban no sólo de la vida y el destino del linchado, sino que incluso se apropiaban de su cuerpo mismo, considerándolo un objeto que podía convertirse en propiedad. Transformar el cabello en souvenir es un gesto que abre un amplio espectro interpretativo en torno a la apropiación de la fotografía como extensión del cadáver. La masa no sólo se hacía de la vida del linchado, sino también de sus restos, hasta el punto de convertir al cuerpo del asesinado en un objeto de colección.

Los mensajes escritos en las postales son reflejo de esta actitud: «Bueno, John, este es un regalito de un gran día que tuvimos en Dallas, marzo 3, un negro fue colgado por atacar a una niña de tres años. Vi esto al mediodía. Yo estaba muy dentro del grupo. Puedes ver al negro colgado del poste de teléfonos», se lee tras una imagen que muestra a un grupo de personas reunidas junto a un hombre linchado.

Para la segunda década del siglo XX, el servicio postal estadounidense llegó a la conclusión de que debía prohibir el envío de postales conmemorativas de linchamientos por correo. Una postal fotográfica de Laura Nelson, parte de la colección de James Allen, muestra un sello en la parte posterior que dice unmailable, «inenviable».

***


La soldado norteamericana Sabrina Harman posando sobre el cuerpo de Manadel al-Jamadi, prisionero iraquí torturado hasta la muerte en un interrogatorio a cargo de las tropas estadounidenses en la prisión de Abu Ghraib durante noviembre de 2003.


En 2003, Joe Darby llevaba tiempo viviendo en Irak. Seguramente extrañaba a su familia y quería mandarles fotos. No era aficionado a la fotografía, pero sabía que Charles Graner, otro miembro del ejército estadounidense y compañero suyo en la cárcel Abu Ghraib, fotógrafo amateur, podía ayudarlo. Le pidió que le compartiera algunas de sus imágenes. Graner sacó de su mochila un disco compacto y se lo dio. Dentro había fotos de calles, mercados, escenas urbanas, militares posando en horizontes arenosos. También había otra serie de imágenes que Darby no esperaba encontrar: casi doscientas fotografías de prisioneros de guerra, desnudos, torturados, humillados.

Darby entró en un conflicto que le duró dos semanas. ¿Debía o no denunciar los abusos flagrantes a los derechos humanos de prisioneros que sus compañeros debían estar supervisando? Con algunos de ellos incluso se había enlistado al mismo tiempo. Decidió, era su responsabilidad. Sabía que lo considerarían una traición, pero sabía también que debía hacerlo. Metió el disco en un sobre y lo entregó a sus superiores con la esperanza de poder mantener su denuncia anónima. El ejército llevó a cabo una investigación.

Tras la caída del régimen de Saddam Hussein, surgieron cientos de imágenes del saqueo subsecuente a sus palacios. Militares sentados en enormes tronos dorados, durmiendo en los aposentos cuasi monárquicos del vencido dictador, nadando en piscinas de lujo desmedido, todas imágenes simbólicas del dominio sobre el espacio del enemigo. Ese ejercicio de poder derivado del destrozo de las pertenencias del exmandatario iraquí se extendió también a algunos cuerpos humanos sobre los que aquél había gobernado.

En abril de 2004, las fotografías de los abusos en Abu Ghraib se difundieron a través de un reportaje en el programa 60 minutes. Luego, por medio de varios artículos del periodista Seymore M. Hersh en la revista The New Yorker, en mayo de ese mismo año. La publicación del escándalo utilizaba material de la investigación militar llevada a cabo por el general Antonio Taguba, quien llegó a la conclusión de que más de diez miembros del ejército estadunidense habían sido protagonistas de «numerosos incidentes de abusos criminales sádicos, descarados y licenciosos, infligidos sobre varios prisioneros […] abusos sistemáticos e ilegales». 

Conforme el escándalo explotaba, fue quedando claro que los altos mandos del ejército no sólo estaban conscientes de los abusos, sino que sistemáticamente habían ignorado denuncias sobre estos, e incluso en varios casos estimulaban este tipo de actividad como parte de una nueva política de interrogación dictada desde lo más alto de los escalafones militares.

En más de un aspecto, las fotografías de Abu Ghraib fueron producidas para desempeñar la misma función que las tomadas en los linchamientos: dejar testimonio de la apropiación y destrucción del enemigo y, por ende, de la superioridad del perpetrador, quien podría volver a casa con un souvenir.

Entre los abusos registrados por las fotografías que se han hecho públicas, y las narraciones de quienes han visto las imágenes que no han sido hechas públicas, se incluyen: torturas y humillaciones que involucran el acomodo del cuerpo en posiciones incómodas para impedir la conciliación del sueño; el uso repetido de contrastes entre frío y calor; violaciones y golpes utilizando tubos fluorescentes para iluminación; la exposición forzada de la piel; prisioneros obligados a posar con ropa interior de mujer, forzados a comer de un retrete, a ser montados como animales, forzados a simular masturbación y otros actos sexuales; el uso de perros para intimidar a prisioneros, e incluso se ha hablado de dos videos, uno que muestra la violación de una prisionera y otro que muestra la violación de un menor. «Las fotografías lo dicen todo», dice Hersh. Pero quizás las más contundentes sean aquellas donde aparecen los perpetradores al lado de sus víctimas. Como sucede con las fotografías de linchamientos, son los rostros de los que disfrutan de la agonía ajena los que más impactan.

En las imágenes de los abusos más brutales en Abu Ghraib nunca se observan los rostros de los prisioneros torturados. Existen muchas fotografías donde se retrata a los presos de frente, incluso sonriendo, pero son otros los contextos, no es el espacio de la tortura.

Algunas pocas muestran los rostros de prisioneros ya muertos con soldados posando a su lado, sonriendo. Pero ellos ya están vencidos, ya han sido dominados: cubrirles el rostro sería inútil. Es en las escenas de dominación y humillación pública donde los soldados insisten en cubrir los rostros de los prisioneros a quienes torturan. Casi siempre, utilizan bolsas negras para arena. El paralelismo con las bolsas de yute utilizadas para amordazar a Laura Nelson y su hijo resulta inevitable. El gesto de cubrir el rostro de aquel que se desea destruir, en el proceso mismo de su ruina, es el primero de varios pasos que conducen a la deshumanización, requisito indispensable de la implementación del poder de la violencia.

La ironía es que los rostros que resultan claramente identificables son los de los ejecutores de la vejación, militares de nombres extraños, impronunciables para los detenidos de la prisión: Graner, Frederick, Sivits, Harman, Ambuhl, Krol, Cardona; y otros de nombres tan comunes que podrían recordarse repetidos en películas hollywoodenses: Davis, England, Cruz, Rivera, Smith. Los dueños de estos nombres no intentaban cubrir sus rostros, al contrario, los mostraban, sonrientes, orgullosos, cual participantes de un suceso cuyo disfrute consideraron digno de registrarse. Sus rostros a veces dicen más que los cuerpos vejados que dejan a su paso. El proceso de la tortura es un linchamiento que nunca llega a su término: la muerte.

Igual que en los linchamientos del sur, en Abu Ghraib no había necesidad de cubrirse el rostro si uno tenía el control. No había ningún impulso de esconderse. A los soldados nadie les había dicho que no podían hacer estas cosas. Al contrario, sus superiores en varias ocasiones les habían comentado lo bien que hacían su trabajo. Era parte de la rutina.

Al enfrentarnos a imágenes fotográficas de violencia, normalmente nos concentrarnos en las acciones representadas en las imágenes, y no en el significado de haber producido las fotografías mismas de esos abusos. Las humillaciones, golpes, amenazas y demás violaciones a la integridad de otros son sobrecogedoras. Sin embargo, en ocasiones los motivos detrás de la producción de las fotografías que retratan estos eventos son también cuestionables. Particularmente en la cultura musulmana, donde la representación fotográfica es en sí considerada un tabú, producir una imagen de violencia siendo implementada sobre un cuerpo supera todos los códigos de ética y moral, extendiendo así la humillación. Los hombres y mujeres retratados en Abu Ghraib, a diferencia de los cadáveres en las fotografías de linchamientos, sí escucharon el ruido del obturador. Sabían que estaban siendo fotografiados en medio de la vejación. Percibieron la luz del flash, el asentamiento de su deshonra a través de la cámara. No solo los torturaron; parte y prolongación de la tortura fue el hecho de registrarla, que los retratados supieran que existiría a partir de ese momento evidencia de su humillación.

Es un error enfocarnos solamente en el abuso sobre el cuerpo de la víctima: debemos también aprender a observar la violencia que se ejerce a través de la representación misma del abuso de su persona. Un efecto colateral inevitable es la construcción subsecuente de la imagen de un ser humano como víctima de otro, la inscripción de los papeles de víctima y perpetrador sobre los actores del evento por medio de un acto de construcción visual que impone uno al cuerpo del otro.

Lo virulento no son sólo los golpes, las violaciones, las humillaciones y las muertes, sino el hecho mismo de que el perpetrador de la violencia quiera representar esos actos a través de imágenes con el fin de construir una extraña versión de la posteridad.

***

La característica fundamental de las fotografías de Abu Ghraib consiste no solo en su registro de las atrocidades ejercidas por estos soldados, sino en el hecho, excepcional, de que son imágenes de violencia producidas por los agentes de esa misma violencia. Este tipo de documentos no es común. Estas fotografías fueron producidas con un objetivo específico: su consumo posterior por parte del productor del acto violento. Surgen y se reciclan en la misma cultura del abuso, y fungen como souvenir de la degradación del otro a manos de quien registra y posteriormente observará su poder sobre los demás.

La representación de las víctimas, producida por el mismo perpetrador, genera una imagen que funge como trofeo personal e íntimo, en un contexto que, sin embargo, permite exhibirla desinhibidamente, e intercambiarla dentro de su microcosmos. Porque esto es lo que se asume sucedía con estas imágenes, que fueron registradas por las cámaras de los soldados Graner, Harman y Frederick, pero después se rotaron, de mano en mano, de computadora en computadora, a la manera de las postales de linchamientos, aunque al interior de la prisión. Este intercambio de fotografías de actos explícitos de violencia, habla no sólo de la atrocidad encarnada en la fotografía como imagen, sino también como objeto que se encuentra sujeto al gesto de intercambio, que le da continuidad a la vida de consumo de la imagen como souvenir. Compartirla involucraba pertenecer a un círculo secreto, a la tribu que somos nosotros, y no ellos.

Jean Baudrillard sostiene que los objetos poseen una doble función: la primera es el uso que se les da, y la segunda la manera como son poseídos. En el caso de las fotografías de Abu Ghraib y las de linchamientos, resulta más poderosa la función de su posesión que la de su uso. Si su uso era el de representar un hecho en papel y plata, la manera como eran poseídas e intercambiadas estas imágenes les otorga un significado ulterior. Imaginar al cartero que entrega a una madre una postal de linchamiento, o la inclusión de una imagen de este tipo en el decorado de un hogar evoca a Walter Benjamin afirmando que «no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie». No sólo se trata de la fotografía en sí como objeto de cultura, sino de la manera como su dueño la posee posteriormente. Se abre así un universo de connotaciones, dejando en claro que una cultura de la vista no se basa únicamente en lo visible, sino en el uso que damos a aquello que podemos y estamos dispuestos a mirar.

La fotografía, después de ser imagen, es un objeto que posee vida propia. No es la historia de la imagen, sino la del objeto fotográfico individual y su tránsito en el espacio. La manera como interactuamos con las imágenes a nivel físico dicta gran parte de nuestra relación con ellas, aun en la era digital. Tomar una fotografía de la muerte o la degradación ajena y distribuirla en el espacio público, de venta en tiendas, intercambiada en computadoras, se vuelve un equivalente visual y simbólico del acto de colgar los cuerpos de un puente para que sean observados.

La foto como objeto material, tridimensional, se mueve en el mundo, interactúa con él, con las manos que la sostienen e intercambian. Con cada nuevo par de ojos que la miran, la imagen se convierte en extensión del cuerpo ajeno y de su saqueo. Toda fotografía implica la sustracción de un fragmento del cuerpo retratado. Cuando ese instante es uno de humillación, lo que predomina en el retrato del humillado es el deseo del perpetrador de inmortalizar el poder que ha ejercido sobre el cuerpo ajeno. No es común encontrar el caso de ejecutores que registran los procesos de violencia que imponen, estamos ante imágenes excepcionales.

La foto, a través de su origen, como documento del perpetrador, y su uso en la realidad, se construye como extensión del cuerpo linchado, vejado. Producirla, poseerla, es tan grotesco como poseer un trozo de la cuerda con la que colgaron a otro ser humano, o el cabello obtenido como souvenir del linchamiento. Era tal la fijación psicológica sobre el espacio y los objetos protagónicos durante los linchamientos, que el dueño de la propiedad donde estaba ubicado el árbol en el que se colgó a Leo Frank el 17 de agosto de 1915, en Marietta, Georgia, tuvo que negar repetidas ofertas de personas que querían comprar el tronco de aquel árbol. Igual que estos objetos materiales sustraídos de la escena, la fotografía funge como una nueva dermis del cadáver, arrancada, sustraída del contexto, un trozo de ser, de carne ajena, reinventada como trofeo. Son esquirlas. Estragos de un cuerpo devastado y humillado por medio de la fragmentación.

Las fotografías son silenciosas, pero la violencia que retratan nunca lo es. Al contrario, la catástrofe siempre viene emparejada del ruido. Hubo gritos y sonidos de fuego, insultos, latigazos y disparos; pero ahora, en la imagen, todo se ve tan callado, tan tranquilo.

El silencio de las fotografías de Abu Ghraib es prueba de la distancia intransitable que separa al acto de violencia, de la representación fotográfica de ese mismo momento, visto ya como pasado. Absurdamente, la fotografía se queda muda, como un truco barato completado a medias, a pesar de que el retrato involuntario en sí, al momento de ser creado, haya estado rodeado de ruido ensordecedor.

Primero viene el ruido, cuando la violencia rompe el silencio. Después un segundo instante de violencia que convierte a ese ruido del caos, la evidencia del crimen, en un documento silencioso y por ende tolerable para quienes lo observamos. La videograbación de un instante de violencia no nos concede este beneficio. Como género enmudecido, la fotografía permite que percibamos, pero sólo con la vista. En ella enmudecen los demás sentidos: las fotografías no huelen a carne quemada, no se prueba en ellas el dulzor de la sangre derramada, no escuchamos los gritos, no olemos la orina del miedo, sólo observamos y en silencio. Vemos algo acallado, algo cuyo grito se cortó con el clic de la cámara. En medio queda un sonido nimio, casi insignificante, que nadie notará: el ruido del obturador ejerciendo su conjuro. El conjuro del congelamiento del horror y su refracción. El sonido del caos, de la catástrofe, que sólo podrá volver a escuchar el perpetrador en el fondo de su memoria al volver a observar la fotografía que es su trofeo. Es entonces cuando la imagen se convierte en una máquina de tiempo que lo lleva de vuelta a ese instante en el que él tenía el control sobre la carne y la vida del otro. La fotografía como souvenir de violencia es un fetiche del retorno.


El soldado Charles Graner, condenado por abusos y torturas en la prisión de Abu Ghraib, posa junto a un prisionero.



* Este texto es una versión alterna del capítulo "Souvenir del linchamiento", del libro Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia (Tusquets México, 2014) y fue publicada en Revista Anfibia, 13.08.14.

De decano a decano, con amor




¿Mi conclusión? Simple: si el decano absuelve al decano, si El Mercurio no advierte nada escabroso en todo esto, ¿quiénes somos nosotros para deslizar fantasías paranoicas sobre redes de corrupción? Respondo: nadie, no somos nadie.


Esteban Celis


Mercurio era el dios romano del comercio. También señor de los caminos y patrono de los viajeros. Por supuesto, en su rol más conocido, era el mensajero de los dioses. En la versión actual, El Mercurio es un portavoz de la Iglesia Católica, la que, a su vez, es la vocera de Dios. No es menor. Hablamos de gente influyente: Dios, el papa y los Edwards.

Pero en el mundo de la prensa, a El Mercurio se le conoce sobre todo como “el decano”. Y este decano es solidario con uno de sus pares: Andrés Pío Bernardino Chadwick Piñera, otro decano, pero de la Facultad de Derecho de la Universidad San Sebastián. Esta es una historia de amor entrañable entre dos decanos, siempre incomprendidos y vilipendiados por la inquina izquierdista y progre.

Tras el caos desatado por el abogado Hermosilla y el caso “Audio”, El Mercurio arroja luz en la oscuridad, en especial en tiempos en los que se pretende enlodar a Andrés Pío. ¿La razón? Haber recibido, sin consentimiento, de Hermosilla información que, a su vez, este recibió de Sergio Muñoz. Parece una cadena clara de apenas tres eslabones: Muñoz-Hermosilla-Chadwick. Que haya un cuarto eslabón son solo especulaciones de malintencionados.

Se ve mal, pero tal vez no hay nada realmente malo.

Creer que Andrés Chadwick haya hecho mal uso de esa información no es de buen cristiano. Solo el comunismo ateo podría pensar así de un hermano que seguramente es, además, un feligrés en permanente comunión. No, lo más probable es que Andrés Pío ni siquiera haya leído esos impropios mensajes; o que, si los leyó por mera casualidad e inadvertencia, se haya forzado, en un rasgo de rigor moral que deberíamos elogiar, a olvidar de inmediato lo leído, orando fervientemente para resistir todo tipo de tentaciones de un mal uso.

Pero ¿quién ha causado este grave problema a Andrés Pío Bernardino? Un abogado hasta hace poco exitoso y lleno de amigos poderosos que lo invitaban a picotear con chardonnay sour y hasta a bailar en un yate con El Chispa. Lo contrataba Sebastián Piñera, pero también Miguel Crispi. Transversalidad, que le llaman. Y trabajaba muchas veces ad honorem, muestra innegable de su generosidad y desprendimiento. Que luego las personas fueran agradecidas, cuestión natural y esperable de todo ser humano decente, se ha tomado inexplicablemente mal por la ciudadanía.

Pero está bien: con un mero afán teórico y analítico, asumamos la fantasía de que hay o puede haber eventuales indicios (solo posibles, y siempre meramente hipotéticos y sujetos a verificación), de algún grado indeterminado, (pero seguramente menor), de corrupción o, mejor, de malas prácticas, que involucran a un grupo de personas que se coordinan pero que no constituyen, hasta aquí, una red en el sentido estricto de la palabra “red” (si esta redacción le parece pesada, excúseme que haya tomado estos resguardos retóricos, no vaya a ser que el Fiscal Nacional me cite a entregar información).

De cualquier forma, si así fuera, lo de Hermosilla sería un caso aislado, porque todos sabemos que si hay gente honesta en nuestra sociedad somos los abogados, cuyo sentido de la justicia es proverbial. Y la virtud despierta el odio del vicio. De ahí que nos dediquen tantos chistes (algunos son buenos, no lo niego, pero muy resentidos). Solo el exministro de la Corte Suprema, Pedro Pierry, se ha quejado de que este tipo de cosas son sabidas desde siempre y que el cacareo y griterío por el comportamiento de Hermosilla demuestra bastante hipocresía. Pero es una opinión solitaria, insisto.

Pero bastó un poco de descuido y un I Phone superpoblado de indiscreciones sabrosas para desplazar a las teleseries turcas del centro de atención. Porque, ¿quién se resiste al atractivo de más de 700.000 páginas de transcripciones indiscretas? Si alguien tuviese la osadía de obtenerlas y publicar un libro con títulos como “Los whatsapp de Luis” o “El celu de don Lucho”, sería un best seller. ¿Usted no saldría corriendo a la librería más cercana para comprarse uno y leerlo ansiosamente en el metro, en la micro o en la soledad de su baño? ¿Yo? Claro que no, pero usted sí, no mienta.

La primera víctima de ese I Phone fue Sergio Muñoz, director de la PDI. Y aquí empieza el drama para Andrés Pío Bernardino. Porque Muñoz le envió a Hermosilla información sobre el caso Dominga, en el que Sebastián Piñera figuraba como imputado. Luego, Hermosilla le reenvió (o le “rebotó”, para usar la feliz expresión de La Segunda) esa información a Andrés Pío. Y de esto se arma un escándalo.

Sí, se ve mal, pero tal vez no haya nada realmente malo.

Es que la gente mal pensada y llevada por las teorías afiebradas que ve el mal en todas partes, como Camila Vallejo, hace nata en Chile. Es del tipo de gente que cree que la obtención de información normalmente tiene por objeto emplearla posteriormente. Y en sus fantasiosas mentes imaginan, por ejemplo, que podría usarse para advertir de futuras diligencias a imputados y abogados de imputados, entorpeciéndolas.

¿Quién, con un alma generosa, podría aventurar semejante hipótesis? ¿Desde cuándo reunimos información para usarla? ¿Lo hace usted acaso? Yo no, porque soy un sujeto normal que se informa para olvidar y adquiere conocimientos para no usarlos.

Por eso, la rabieta del Fiscal Nacional con la ministra Vallejo tiene sentido. Si ella tiene información, pues que la entregue. Así le evita al Ministerio Público investigar y trabajar, lo que es no solo cansador y tensionante, sino un irresponsable despilfarro de recursos fiscales. Pero que no se dedique a elucubraciones que a nadie le interesan. Que sus palabras hayan sido exactas, precisas y lógicas no le quitan su falta de atingencia (no sé si se entiende a lo que voy… sospecho que no).

El repentino enojo del Fiscal Nacional nos obliga a recordar una alegre foto en que compartía con Andrés Pío poco antes de ser nombrado a la cabeza del Ministerio Público. Debe molestarle que insinúen cosas de gente con la que se comparte de forma tan amena. Yo lo entiendo.

Su enojo se ve mal, es cierto, pero tal vez no haya nada realmente malo.

Probablemente, solo somos mal pensados. Quizás es toda gente súper inocente y nunca ha habido redes de personas que se ayuden mutuamente a obtener cargos o nominaciones. Tantos parientes son meras casualidades de la rueda de la fortuna que llamamos meritocracia. Y por lo demás, si se pagan favores recíprocos, ¿qué tiene de malo? ¿Acaso no es importante la reciprocidad? Después de tantos libros melosos de autoayuda que hablan de la empatía, ¿nos vamos a escandalizar por un grupo de primates con corbata que practican ejemplarmente la empatía, la colaboración y el autocuidado grupal? ¡Quién entiende a la gente! Resulta que ahora es malo ser agradecidos y empáticos.

Pero volvamos a lo inicial. A la solidaridad entre decanos. ¿Qué nos cuenta El Mercurio?

Andrés Pío Bernardino Chadwick solo es nombrado en la edición del 19 de marzo, en la página C2, bajo el título “El abogado comparte antecedentes con Chadwick”. Nos cuenta del famoso reenvío de la información. El 18 de marzo, El Mercurio había precisado que la información que fue “rebotada” se refería al caso Dominga (ver aquí).

Agrega el Decano que Andrés Pío recibió esa información el 25 de octubre de 2021, a las 22:03 horas, cuando ya no era ministro del Interior de su primo, cargo que ocupó por razones estrictamente meritocráticas y no por primo, como todos sabemos.

Y el jueves 21 de marzo, en la página C4, se reitera que Hermosilla envió “…datos reservados del caso Dominga, entregados por Muñoz, al exministro del Interior Andrés Chadwick, con quien hasta el caso Audio compartió una oficina en Vitacura, aunque se ha indicado que era solo una comunidad de techo”. ¡Qué fineza para el detalle, qué periodismo este que destaca lo ínfimo y nos lo pone delante de los ojos! Porque si usted no ha reparado lo suficiente en ello, era solo una “comunidad de techo”. No fuéramos a creer que para Andrés Pío haya sido Hermosilla “un amigo y compañero de toda la vida” o algo semejante. Y si alguna vez dijo eso, bueno, para eso está El Mercurio, corrigiendo la realidad.

Sí, las cosas se ven mal, lo admito, pero, tal vez, realmente no haya nada malo.

¿Mi conclusión? Simple: si el decano absuelve al decano, si El Mercurio no advierte nada escabroso en todo esto, ¿quiénes somos nosotros para deslizar fantasías paranoicas sobre redes de corrupción? Respondo: nadie, no somos nadie.

Es por el decano que sabemos lo que realmente pasa en los subterráneos de nuestra sociedad y no nos dejamos engatusar por teorías izquierdistas que, aunque lógicas, no nos hacen sentido. ¡Gracias, decano!



* Publicado en El Desconcierto, 29.03.24.

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